Mertxe AIZPURUA
MUJERES BASERRITARRAS

LUCES Y SOMBRAS DEL CASERÍO

El jueves, Día Internacional de la Mujer Agricultora, la Cámara de Gasteiz dará luz verde a la Ley que avanza en sus derechos, aunque no satisfaga plenamente a sus destinatarias. Sobre las mujeres en el caserío, sobre el ayer y el hoy, hemos hablado con dos de ellas, madre e hija. Memoria y realidad que denotan que las cosas no han cambiado tanto.

Representan dos vivencias del mundo rural de hoy y en ellas se concatenan cinco generaciones de mujeres ligadas al caserío. De sus palabras se deduce que la sombra del caserío es todavía alargada, al menos en lo que afecta al reconocimiento de la mujer. Arantxa Zendoia (57 años) y Agurtzane Subijana (27), madre e hija del caserío Eguzkitza de Getaria, han tenido sus propios recorridos vitales. La madre llegó a Getaria desde Igeldo, tras casarse, alentada por el sueño de su marido de vivir del caserío, un sueño conocido para ella, aunque, matiza, procediera de un caserío situado en zona urbana. La hija de ambos, Agurtzane Subijana, nació en Eguzkitza. Aquí lleva las riendas de la empresa Ezkurberri, dedicada a la cría, elaboración y comercialización de productos de cerdo alimentados con bellota.

Mujeres de carácter

La memoria de Arantxa Zendoia se remonta al caserío original de la familia materna en Igeldo, en una zona de riscos, donde el monte se desliza hacia el mar. «Mi bisabuela, que no podía tener hijos, era matrona. Trajo a nuestra abuela de la Inclusa. Ella tuvo diez hijos. Nuestra madre, cinco, así que el caserío siempre estaba lleno de niños».

Es la imagen habitual de la primera mitad del siglo XX, en los que el caserío representaba el sustento económico y era lugar de convivencia de tres y hasta cuatro generaciones. Arantxa guarda fresco el recuerdo de su bisabuela atareada en la cocina, siempre entre niños, al cuidado de un fuego que se mantenía encendido y del que fluía un agradable aroma de sopas y café con leche.

A su abuela la recuerda en la huerta, trabajando sin descanso. «Mi abuelo murió cuando yo era pequeña y ella tuvo que hacerse cargo de todo. Con los años he sabido que arrastraba la fama de tener carácter fuerte. Más le valía. Tenía que sacar adelante diez hijos, llevar el caserío, trajinar con el ganado, trabajar la huerta y bajar al mercado a vender leche y verduras... Necesariamente debía tener carácter. ¿Cómo si no?».

Entre todas las tareas, quizá la de la venta en el mercado era la más gratificante para aquellas mujeres, porque posibilitaba acceder al espacio público. Arantxa lo explica con claridad: «Ir a vender verduras suponía hablar con la gente, estar con una y con otra, salir del caserío aunque a la vuelta el trabajo se acumulara. La plaza y también la misa de los domingos –añade con una sonrisa– eran las dos únicas vías de escape que tenían. Los hombres iban a los bares. Las mujeres no podían hacerlo, estaba muy mal visto. Y de esto no hace tanto tiempo. Yo misma lo he experimentado».

Sostén y continuidad

Las mujeres vascas han sido el eje vertebrador del reducido mundo del caserío. La mayoría de estudios sobre la materia así lo atestiguan. Y el relato generacional que se hace en este artículo es un ejemplo. El siguiente eslabón sigue la misma estela y en el nuevo caserío donde formó su familia propia, la madre de Arantxa Zendoia trabajaba la huerta, cuidaba el ganado y se trasladaba también al mercado de la cercana capital guipuzcona. Su relato se sitúa en la década de los cincuenta y el fenómeno de la industrialización, que provocó la salida de los hombres del caserío hacia las fábricas. El padre de Arantxa fue uno de tantos. La madre cargaba entonces con todo el peso de la hacienda. «A la vuelta del colegio nosotros le ayudábamos –recuerda–, nuestro padre también, pero era ella quien llevaba toda la marcha del caserío». Situaciones similares se dieron en todo el territorio.

Una gerente en el caserío

Hoy, Arantxa vive en el caserío de Meagas desde hace años, pero trabaja fuera, como desde siempre lo ha hecho. Su marido, Patxi, quiso dedicarse por entero a las labores agrícolas. Tras las sucesivas crisis que han azotado el sector, fue una de las dos hijas de la pareja, Agurtzane, licenciada en Ciencias Empresariales, quien ayudó a poner en marcha una explotación al abrigo de las encinas que rodean el caserío y que su padre había iniciado casi a modo de experimento. Once hectáreas de terreno dedicadas a la cría de cerdos han dado un vuelco a la explotación, que ahora realiza el proceso completo., desde la cría a la venta de productos. Ella es la gerente de Ezkurtxerri. «Al principio solo pensé en ayudarle a ponerla en marcha. No creí que trabajaría en esto. Pero cuando empiezas, te das cuenta de su envergadura: necesitas mucha maquinaria, acondicionar salas diferentes, cumplir normativas, establecer circuitos de comercialización y la inversión prevista se triplica. La normativa que se nos aplica, por mucho que sea un negocio pequeño y familiar, es muy exigente. Da igual que sea una gran industria cárnica que una explotación pequeña. La normativa es la misma. En Iparralde –explica– es diferente, allí todo es más sencillo».

Agurtzane Subijana es también presidenta de la plataforma Baserri.com, una web que reúne a baserritarras de Urola Kosta. A través de internet, venden directamente al consumidor los productos de las huertas y las explotaciones ganaderas. Venta directa, mercados tradicionales y mercado virtual. Desde Ezkurberri, Agurtzane Subijana y su padre atienden todos los frentes en semanas de siete días y «si tuvieran ocho días, serían ocho». «Sí –admite–. El trabajo en un caserío es duro, pero todos los inicios lo son. Han pasado unos años desde que empezamos con el negocio y ahora empiezo a disponer de fines de semana libres».

Soledad y aislamiento

Madre e hija conocen de primera mano los diferentes prismas de la vida de las mujeres en el mundo rural y Arantxa Zendoia, que también participa en grupos de baserritarras, es contundente al afirmar que en lo que se refiere a ellas, las cosas no han cambiado mucho en este entorno. «Ni mi madre ni mi abuela tenían opción para decir `hoy descanso y me voy a pasear´ y, aunque yo trabajo fuera del caserío, aquí siempre hay algo que hacer, pero tengo la suficiente autonomía para decidir irme a pasar el día con mis amigas o de excursión. Yo puedo hacerlo. Mi madre no lo hacía y mucho menos mi abuela, pero, por desgracia, para muchas mujeres, también hoy el mundo empieza y termina en el caserío. Hay mucha soledad y aislamiento en las mujeres, y se mantiene la situación de total dependencia». Agurtzane opina lo mismo: «Si en la calle se mantiene todavía el reparto marcado de papeles, eso es mucho más acusado aquí. Y no hay que ir a los caseríos perdidos o alejados de todo. Se ha asumido un papel, porque siempre ha sido así, y eso es muy difícil de cambiar».

Precisan que hay situaciones de todo tipo, pero consideran que, por lo general, los estereotipos se mantienen como hace cincuenta años. Y, sí, dicen que cuesta ver al hombre fregar los platos en un caserío. «No es nuestro caso –añade Arantxa–, pero es que nuestro caso no es lo que pasa en general. Yo lo veo y lo oigo. A las mujeres se nos ha adjudicado una función, y muchas tienen asumido que eso es así. Se reproducen los roles de género: esto es trabajo de chicos y esto es trabajo de chicas. Lo aceptan todos así, también los chicos y las chicas, y las mujeres asumen con naturalidad su función de servicio permanente a toda la familia: la comida preparada para la hora y la mesa dispuesta para cuando lleguen del trabajo de fuera de casa, aunque ella haya estado sin parar con el ganado o la huerta».

En la conversación se desliza otro de los problemas que plantea el desequilibrio del reconocimiento entre sexos: «En el mundo del caserío figuran siempre los hombres. Pero detrás, en un trabajo que ni se ve, ni se valora, ni se reconoce están las mujeres. El mundo del caserío es un mundo muy cerrado. Tengo la esperanza de que estas jóvenes –la madre mira a su hija– cambiarán las cosas, pero va a costar».

El futuro

Agurtzane Subijana enlaza la idea y va más allá, al futuro del caserío que, sostiene, compete por igual a hombres y mujeres. «Debería promocionarse la vuelta de los jóvenes. Sin continuidad, los caseríos se mueren y dejar morir los caseríos tiene consecuencias nefastas. A todos nos gusta que los montes estén limpios, disfrutar de caminos sin zarza, admirar un paisaje cuidado, con praderas verdes… todo esto es imposible si no se trabaja, si no hay baserritarras y ganaderos que lo cuiden». Y su madre remata el argumento con preguntas: «¿Qué vamos a comer? ¿Vamos a importar todos los productos? No hay más que ver lo que ha pasado con las cuotas de leche y carne», advierte.

Salimos del caserío para observar a los cerdos que corren bajo las encinas. Y Arantxa Zendoia sonríe abiertamente al sacar a colación el mito del matriarcado vasco. «Es eso: un mito. La mujer ha sido elemento central pero ha estado siempre en segundo plano en el caserío. Los dueños eran los hombres. Y si las mujeres eran dueñas, eran dueñas y esclavas a la vez».

 

Un Estatuto sin apoyo total del sector

La Comisión de Desarrollo Económico y Competitividad del Parlamento de Gasteiz aprobó por unanimidad el pasado 29 de setiembre el dictamen elaborado por la ponencia encargada de estudiar el Proyecto de Ley del Nuevo Estatuto de la Mujer Agricultora. El próximo jueves, Día Internacional de la Mujer Agricultora, el proyecto será aprobado en pleno y se convertirá en ley.

Sus defensores alegan que la nueva normativa hará posible la creación de una línea de ayudas para la afiliación a la Seguridad Social de las mujeres agricultoras, lo que ayudará a que las mujeres sean titulares o cotitulares de las explotaciones en las que ya trabajan. Para favorecer esa titularidad compartida, la ley prevé que se dé prioridad a las mujeres a la hora de conceder subvenciones.

El sindicato mayoritario del sector, sin embargo, ha acogido con evidente disgusto y enfado el articulado que, a su juicio, carece de medidas concretas para promover la incorporación y permanencia de mujeres en este ámbito laboral. EHNE hace hincapié en algo que se viene solicitando desde años atrás y que, en opinión del sindicato, es clave en la cuestión: el articulado no recoge un listado de derechos y sanciones sobre los incumplimientos de la ley.

Las dudas sobre el Estatuto de la Mujer Agricultora se derivan también de que se basa en la Ley de Titularidad Compartida estatal, que se aprobó en 2011 y que durante todo este tiempo ha demostrado una escasa efectividad. En el conjunto del Estado español solo se han acogido a esta figura de la titularidad compartida 52 explotaciones, lo que da una idea de su escasa aportación a la igualdad. Por otra parte, dicha ley necesitaba modificaciones en otras legislaciones (como la Seguridad Social, por ejemplo) que no se han llevado a cabo, lo que impide su aplicación total.

«Mucho nos tememos –aducen– que con el Estatuto de Titularidad Compartida suceda algo similar y que quede en papel mojado».