Ingo NIEBEL
Colonia

Empresarios sociales y voluntarios para resolver problemas del Estado

La llegada hasta ahora de un millón de refugiados ha puesto en jaque a Berlín. Las fronteras abiertas decretadas Angela Merkel han creado un caos logístico y también un auge de xenofobia. Fuera del foco mediático, un grupo de alemanes ayuda y da solución a los problemas más urgentes.

El centro deportivo Horst Korber, temporalmente requisado por el Senado de Berlín y convertido en centro de acogida de emergencia para refugiados, es un ejemplo de esa labor con la que voluntarios atajan problemas que son responsabilidad del Estado.

El recinto, vigilado por guardias jurados desarmados, está cerca del histórico estadio olímpico de 1936, en una zona residencial de clase media, a unos 20 minutos en tren del centro de la capital. El acceso está restringido, pero Friedrich Kiesinger y su esposa reciben junto con su staff de voluntarios a los corresponsales de la Asociación de Prensa Extranjera (VAP), que podrán hablar con dos de los refugiados aunque tienen prohibido entrar en el centro donde viven los solicitantes de asilo para respetar su privacidad.

Acto seguido fotógrafos y cámaras se agolpan ante unas ventanas redondas que dejan ver la gran sala donde se han instalado camas plegables y donde familias enteras esperan a ser trasladadas a un lugar más acogedor después de realizados los trámites burocráticos. Para tener por lo menos algo de intimidad, durante el día colocan las camas sobre un lateral para que hagan la función de pared de una casita sin techo.Una mujer con velo cuida a un niño de corta edad. Otros corren por la sala.

Kiesinger revela ser sobrino del que fuera canciller alemán. También hubiera sido creíble si hubiera dicho estar emparentado con el elfo Legolas de “El Señor de los Anillos” por sus muy largos y muy rubios cabellos, por su altura y delgadez, y por su forma pausada de hablar. «Nos enseñaron: ‘Ser de la élite compromete’, en el sentido de trabajar para la sociedad», dice para explicar su estancia en este lugar.

El y sus compañeros se consideran «empresarios sociales» que practican el «social bussiness». Detrás de este término anglosajón se halla el concepto de solucionar problemas sociales mediante actividades empresariales. Alemania es un país líder en esta cuestión porque desde hace décadas cuenta con cinco grandes organizaciones que ayudan al Estado a evitar un estallido social. A principios de noviembre, el «social bussiness» celebró su primer congreso público en Berlín.

Kiesinger, terapeuta de profesión, dirige dos de estas empresas. Una realizó un programa para integrar en el mercado laboral a personas con problemas, convirtiéndolas en una especie de «scouts» para ayudar a otras. A través de esta red, se enteró de que la llegada de refugiados estaba desbordando a la Administración. «En un principio no logramos entrar en el cartel de las empresas que regentar las casas de acogida», cuenta Kiesinger. Al final, el departamento competente contactó con el para que asumiera de un día para otro la responsabilidad de poner en marcha en pocos días y dirigir un centro deportivo requisado para 1.000 personas. Kiesinger, con 30 años de experiencia en el sector, aceptó.

Primero, tuvo que financiar de su bolsillo la compra de 2.500 camas más otros tantos colchones y organizar su transporte hasta el centro. «Sí, al final el Senado me devolvió el dinero cuando advertí de que acudiría a un encuentro de políticos con vecinos y medios de comunicación a contar cómo la ‘mano pública’ estaba llevando a un empresario a la ruina», recuerda.

Aparte de ofrecerles un techo, Kiesinger y su equipo se encargan de alimentar a los refugiados. Eso supone también disponer de la suficiente comida por si una noche, por ejemplo, llegan de repente decenas de personas. Cuando sobran alimentos siempre son entregados a organizaciones caritativas que se ocupan de cubrir las necesidades de los alemanes que viven en la miseria.

«Aquí estamos como en una colmena, porque la gente va y viene», prosigue. En un plazo de casi seis semanas por este centro han pasado unas 7.000 personas. Actualmente acogen a 800 refugiados que esperan tramitar su registro, paso previo para recibir ayuda económica, social y médica. Por cada solicitante de asilo y día recibe 15 euros, a los que hay que sumar diez más para proporcionarles tres comidas diarias. Los guardias jurados, que además de velar por la seguridad en el recinto realizan labores de intérprete, porque muchos dominan una o varias lenguas de Oriente Próximo, reciben el sueldo mínimo, 8,50 euros la hora.

«Los sirios son la élite»

Las recién llegados son separados en grupos: familias, personas con discapacidad física, menores de edad no acompañados y hombres. Kiesinger subraya que es una suerte que la infraestructura del centro permite esta separación, además de contar con unas instalaciones sanitarias aptas para cientos de personas. Afirma, además, que no ha habido mayores problemas porque el servicio de seguridad sabe mediar. Sin embargo, sí se ha establecido una especie de ranking entre los refugiados: «Los sirios son la élite, porque se recibirán muy rápido asilo político mientras que afganos, paquistaníes y africanos tienen que sentirse como los estúpidos de todo eso».

Uno de los afortunados es Ahmad, un sirio de 31 años que se reunió con su esposa Basima, de 28 años, y sus dos hijos menores, en Alemania. En total la huida de su país les costó 17.000 euros. Ella es profesora de música, él un soldado desertor. «Me quedaré aquí para siempre, no quiero volver a ver lo que vi», señala Ahmad a través de la intérprete. No hace falta saber árabe para entender que no quiere ahondar en este tema. Su sueño es encontrar una pequeña vivienda para su familia. Para ello está dispuesto a aprender y a hacer lo que haga falta. Basima asienta y sonríe, mientras intenta calmar al pequeño. Su gratitud hacia los alemanes por haberles acogido es sincera.

En los sótanos Kiesinger y su equipo han instalado un servicio médico del que se ocupan voluntarios, porque la burocracia no lo tiene previsto hasta que los refugiados son registrados. «¿Dónde está el intérprete? Necesito a un intérprete ya», apremia el pediatra alemán cuando pasa corriendo en bata blanca por los estrechos y mal iluminados pasillos, donde varios periodistas entrevistan a Ismael, un hombre que espera su turno con su hijito. Un guardia jurado le responde con voz tranquila que ahora no puede ir porque la otra médica también le necesita. El afán alemán de operar solo con un plan A choca con la realidad, que a veces requiere también de un plan B , C, D …

Esta situación la sufre igualmente Sabine Schweden, la dentista que ha instalado su consulta en un vestíbulo. No tiene el típico sillón pesado y automático. El refugiado que le asiste se convierte en paciente y se sienta en una silla de masaje. «Antes solo teníamos una silla plegable de plástico, pero ahora nos han donado esta», explica mientras saca sus instrumentos de una maleta de aluminio. Para poder ver algo en la boca de su «paciente ficticio» se coloca unas gafas con una potente lámpara LED. Le falta el habitual foco gigante. «Todo el material de único uso que ven aquí son donaciones porque el Senado no nos abre ninguna cuenta para que podamos comprar lo que necesitamos», aclara. Su trabajo es voluntario. Pasa aquí dos horas al día, coordinándose por Internet con su compañeros.

«Si los alemanes que creen en el Estado, piensan que el Estado no lo va conseguir, entonces va a haber problemas», advierte Kiesinger, que considera que Alemania podrá acoger a los refugiados. Si la sociedad alemana al final lo consigue será es por ciudadanos como la dentista Sabine o el propio Kiesinger, personas que buscan soluciones fuera de las estructuras habituales pero sin hacer peligrar el sistema.