Miguel FERNÁNDEZ IBÁÑEZ
Nusayabin
OFENSIVA TURCA EN KURDISTÁN NORTE

LA VIDA SE DETIENE EN LA CIUDAD DE NUSAYBIN

Es mediodía en Nusaybin. Las calles del centro están desiertas, las decenas de restaurantes cerrados. El bazar en donde se puede comprar café kurdo tampoco ha retomadosu frenética actividad. Allí no está Ahmet, con quien GARA habló hace varios meses.

La vida se ha detenido en Nusaybin», resume Ridvan. Tan solo los panaderos se han atrevido a abrir las puertas de sus hornos después de que el Estado turco levantase el toque de queda impuesto durante 14 días. La calma no se prolongó en exceso en esta ciudad vecina de Qamishlo, la capital de Rojava. Dos días más tarde se volvió a implantar la prohibición de salir a la calle en los cuatro barrios más conflictivos: Abdülkadirpasa, Firat, Yenisehir y Dicle. De nuevo seis días de ofensiva turca, uno de descanso para que los civiles abandonen la zona y otra vez la lucha entre las fuerzas gubernamentales y las milicias urbanas kurdas (YDG-H). Desde allí llegan los sonidos de las balas, el humo de las explosiones; hacia allí se dirigen los blindados militares. La ciudad, convertida en una cárcel al aire libre, no ha recuperado la normalidad. «Las tiendas llevan cerradas tres semanas. Muchos comerciantes tienen miedo o viven en los barrios en los que no se puede salir a la calle. Durante el toque de queda comíamos pan y a veces el trozo de pan nos lo daba un vecino. No había electricidad, teléfono... Este es el Kurdistán del siglo XXI y la Nueva Turquía de Erdogan», se lamenta Ridvan, que aventura que «la lucha volverá pronto a toda la ciudad». «La situación es muy mala, no creo que cambie», coincide Firat, un habitante de Yenisehir que responde por teléfono ante la imposibilidad de acceder a ese barrio. «Nos están matando poco a poco y no van a parar», dice entristecida Ayse Gül, una costurera. El pesimismo del pueblo kurdo refleja la coyuntura que vive Kurdistán Norte desde el colapso del proceso de paz entre el Ejecutivo turco y el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK). Sucedió hace cinco meses y la táctica empleada por el Estado en Nusaybin sigue el mismo patrón de las otras urbes kurdas asediadas: primero se impone el toque de queda, mueren civiles, miembros del YDG-H y militares, y se eliminan las zanjas y barricadas. Pero poco después, los militantes, con la inestimable ayuda del pueblo, vuelven a zanjar las calles y construir obstáculos que frenen a los blindados. Tras periodos intermitentes de calma, nuevos toques de queda, más muertes. «Eso pasará otra vez y quien más lo sufre es el pueblo», asegura Ridvan.

«Esta lucha tiene que parar porque en medio está la gente, que sufre los costes más altos. Los civiles tienen casi imposible acceder a los servicios públicos por los toques de queda. Es difícil sobrevivir en esta situación y el pueblo busca formas rápidas para emigrar de la región. Ambas partes –Estado y PKK– son responsables y tienen que resolver las demandas del pueblo por la vía democrática», destaca Çelebi Araz, presidente del Colegio de Abogados (BARO) de Mardin, la región en donde se encuentra Nusaybin. «Los muertos son siempre los pobres, los que no tienen posibilidades de emigrar. En los dos últimos años se vivía muy bien aquí. Queremos la paz y la solución tiene que venir desde el Parlamento», añade Ridvan.

Cizre se convirtió, antes de las elecciones del 1 de noviembre, en el emblema de la resistencia kurda. Tras el triunfo del AKP, la estabilidad prometida por los islamistas no ha llegado a Kurdistán Norte. Más bien ha ocurrido lo contrario y el Ejecutivo ha incrementado su ofensiva: ha pedido a los funcionarios –principalmente profesorado– que abandonen las ciudades de Cizre y Silopi ante las agresivas operaciones militares que se avecinan; Silvan vivió doce días bajo el toque de queda, y Nusaybin, catorce.

«En los años 90 la situación era mucho peor porque no podíamos ni hablar kurdo, pero nunca vivimos dos semanas sin poder salir a la calle», destaca Ridvan, un jornalero en el barrio de Zeynel Abidin. Allí, una mezquita está agujereada y sus muros derruidos. Los niños juegan entre sus restos. Las calles tienen desperfectos, pero son ínfimos en comparación con los cuatro barrios que aún continúan cercados: casas destruidas, boquetes por las bombas colocadas por el YDG-H, zanjas y barricadas. «El día en el que pudimos ir a Abdülkadirpasa vimos todo destrozado. ¿Ve estas barricadas y casas?, pues no significarán nada cuando vea lo que hay allí», explica Ridvan. Los medios kurdos han publicado imágenes de civiles portando banderas blancas para moverse por la ciudad y blindados saltando por los aires por los explosivos colocados por el YDG-H. Nusaybin vive un conflicto que parece no tener fin, un bucle de muerte y destrucción que, desde julio, ha arrebatado la vida de una veintena de civiles. Selamet Yesilmen, embarazada, murió a consecuencia de las balas turcas. Eso dicen al menos los medios kurdos. Según Çelebi Araz, «aún no se han determinado legalmente las causas».

Los hijos del conflicto

«¿Escucha el sonido de las balas? Son del Estado Islámico, los amigos de Erdogan», dice Hayvar Roje en uno de los comentarios más usados por los kurdos para atacar al presidente. Un grupo de niños se une a la conversación. Abdullah, Nurrullah y Sercan se están criando entre escombros y condicionados por la lucha armada. Acusan a Erdogan con las mismas palabras que Hayvar. «El Estado está matando a nuestros hermanos», dicen estos mirlos de 10 años que poseen nociones políticas propias de adolescentes; un lustro de crecimiento prematuro que es consecuencia de las décadas de sufrimiento derivado del conflicto kurdo.

«Los niños saben lo que ocurre aquí», señala Ridvan, que reconoce que sus tres hijos no son ajenos a la situación. «No hemos ido al colegio en 14 días y todo se ha retrasado», dice sonriente Abdullah mientras se apoya en los restos de las barricadas. «Los niños no podían salir a la calle y en cuatro barrios aún no pueden ni salir de casa. ¿Qué gobierno hace eso?», se pregunta enfurecido Hayvar.

Los más jóvenes reconocen apoyar las ideas del PKK. No luchan en las calles, pero han visto morir a sus hermanos o conocidos en los últimos meses. El YDG-H se nutre de adolescentes locales que ya no confían en una solución dialogada al conflicto. Sus familias temen que el nuevo «mártir» de esta eterna lucha sea su hijo. Por eso, según afirma un joven, algunos kurdos están dejando la lucha en las calles.

Junto a Abdullah, Nurullah y Sercan, rodeamos la ciudad para llegar a la estación de autobuses. El mapa que habita en sus cabeza tiene marcado en rojo la línea por donde suelen operar las fuerzas de seguridad. «No vayas por allí, está el cuartel, tampoco por el centro, que pasa todo el rato la Policía», dicen mientras muestran los caminos seguros que los 100.000 habitantes de Nusaybin conocen para no coincidir con quien considera enemigo: el Estado turco.