Pablo L. OROSA

Los rostros de la guerra civil más antigua del mundo

En las veredas polvorientas del norte de Myanmar nadie habla de guerra. Llevan tanto tiempo de enfrentamiento armado, más de 60 años, que la propia palabra ha perdido su significado. Los rostros de los 100.000 desplazados internos son el último recuerdo de un conflicto olvidado.

Entre las mansiones coloniales que se alzan en la margen oeste del río Irrawaddy, la guerra no deja huellas físicas. No hay marcas de disparos en las paredes ni ecos de bombas en el paisaje. Pero hay silencio. Puertas cerradas. Alambradas. Y puestos militares en cada acceso. La ciudad está controlada por el Tatmadaw, el temido Ejército birmano. Apenas a unos kilómetros al norte, los enfrentamientos con la guerrilla del Kachin Independence Army (KIA) se traducen en cientos de muertos y casi 100.000 desplazados internos.


Es domingo, uno más desde que la guerra regresó al estado Kachin en 2007, y hace calor. Un calor espantoso que deshace las nubes. Los hombres han vuelto a Shatapru Buga, uno de los 190 campos de desplazados repartidos por todo el territorio, con los bolsillos casi vacíos. Ha sido una mala semana para Mr. Phaula y su familia. Tres niños y su esposa. «Así es imposible mantenerlos», se lamenta. En la ciudad hay poco trabajo para carpinteros y albañiles. Los 4.000 kyat (tres euros) que las mujeres consiguen al día limpiando casas en Myitkyina o vendiendo fruta en puestos ambulantes son a menudo el único ingreso para alimentar a las 500 personas que habitan Shatapru Buga. «Para una persona puede bastar, pero no es suficiente para toda una familia», insiste Phaula mientras se limpia el polvo de las manos en su longyi.


Hay una escuela, un comedor común y varias casas con paredes de bambú en cuya puerta se apilan troncos de leña. Una motocicleta asoma entre las piedras que salpican el camino. Un grupo de niños corretea tras ella, dejando huellas de serrín en cada pisada. Los mayores se entretienen jugando al carrom. Ganan las fichas moradas. Los hijos de Phaula tienen hambre. El olor a arroz hervido emana de una cocina carbonizada. «Aquí trabajamos, comemos y dormimos». Así desde hace más de tres años. Desde que llegaron a Shatapru Buga «por una cuestión política», el eufemismo con el que Phaula evita nombrar la guerra. En el estado Kachin llevan tanto tiempo en conflicto armado que han decidido negarle hasta el nombre.


Como muchos de los habitantes del campo de desplazados, Phaula, nacido en los territorios controlados por el KIA, ha vivido siempre en guerra. El conflicto bélico en esta franja fronteriza con China se remonta a los años 50. Durante décadas, los enfrentamientos entre la guerrilla y el Ejército birmano se alternaban con una convivencia pactada que permitió el desarrollo de una autonomía de facto: hospitales, escuelas en lengua kachin e infraestructuras financiadas con la venta de materias primas y los tráficos fronterizos, muchos de ellos ilegales. La tregua, firmada en el año 1994, saltó por los aires en 2007, por la construcción de una presa que afectaba 15.000 personas. Cuatro trabajadores chinos perdieron la vida en los ataques contra ese proyecto.


Pese a los diálogos de paz con la Kachin Independence Organization (KIO), la guerra no ha hecho más que recrudecerse. El bombardeo en 2014 de los cuarteles del KIA en Laiza provocó la muerte de 23 reclutas y otra veintena de heridos, y durante el pasado mes de julio se han producido nuevos ataques en la zona. «Sobre la mesa, el Gobierno está poniendo buenas palabras, pero al mismo tiempo nos continúan atacando», explica Htang Kai Naung, responsable de la Kachin Legal Aid Network. «Seguimos en guerra. Nos siguen atacando», añade la activista kachin Khon Ja.


Las emboscadas y los enfrentamientos armados son constantes en las pequeñas comunidades rurales que comunican Laiza y Myitkyina. Ahí la guerra sí tiene un sonido real. El de las 100.000 personas que han tenido que huir de sus casas.


Las tardes, envueltas en la letanía pesarosa del monzón, avanzan parsimoniosas en Myitkyina. Apenas hay tráfico por la avenida Munkhrain. Una joven, de unos diez años, soporta las últimas embestidas del sol sobre el bordillo de la acera, con la cabeza cubierta, atendiendo a los clientes de su particular gasolinera clandestina: una retahíla de botellas de plástico repletas de combustible refinado. Cada una, algo más de medio litro, se vende a 1.000 kyats ( 0,6 euros).


Tras las vías del tren, la ciudad vuelve a bullir. Hay tiendas de ropa ofreciendo la última moda internacional, un taller de reparación de motos y un dispensario repleto. Seis mujeres aguardan pacientes la cola. El atardecer cubre el horizonte con un manto rojizo que envuelve las tierras de labranza que volverán a brotar en unas horas, cuando la oscuridad haya abandonado la ciudad. En Myitkyina apenas hay farolas. Ni masas de turistas enloquecidos. En Myitkyina hay jaurías de perros salvajes. Y un silencio que nadie quiere oír. La del estado Kachin es una guerra silenciosa. Una guerra de emboscadas. También de violaciones. De discriminación. De palabras censuradas.

LAS NOCHES DEL JADE


«Es una lucha por controlar los recursos naturales», asegura Khon Ja. El territorio kachin es una de las regiones más ricas del país. Cuenta con potencial hidroeléctrico y forestal, minas de oro, cobre y jade. «Además es un territorio clave para el oleoducto que conecta China con la costa del mar de Andamán», añade la activista. «China quiere un acceso directo al Índico para aprovechar el tráfico de petróleo con Oriente Medio, los recursos naturales de África y el comercio con los mercados europeos», resume el activista y exoficial de las fuerzas especiales de los EEUU Tim Heinemann.


Toda la región está repleta de restaurantes chinos. La ciudad se ha adaptado a ellos, explica Saya, un profesor de inglés de mediana edad. Los hoteles cuentan con recepcionistas traídas del gigante asiático y cuando se terminan las sopas de noodles muchos locales se transforman en salas de baile en las que jóvenes birmanas se contonean al ritmo de Celine Dion a la espera de que alguno de los trabajadores de las minas las saque de allí. Son las noches del jade.
Las explotaciones de esta piedra semipreciosa, con la que los chinos agasajan a sus conquistas y decoran sus salones, están 18 kilómetros al norte. El comercio de jade en Myanmar supera ya los 8.000 millones de dólares. «El de kachin es el territorio de China en Birmania», ironizará días más tarde un joven taxista.


Sin el jade no habría comida en Myitkyina. No habría hoteles ni restaurantes ni maestros artesanos como el padre de Embruce. Dicen de él que es el mejor tallando la piedra. Tiene las manos ásperas y manchadas de polvo. Su taller, una pequeña cabaña en el patio trasero de la comuna familiar, esconde algunas de las mejores piezas de la región: dragones de jade, collares de ámbar. Los chinos se pelean por su trabajos, asegura Saya.


Hasta ahora, las autoridades perciben sólo los impuestos de las explotaciones legales, pero la mayor parte del jade se extrae en minas ilegales, con las que se financian las comunidades y la resistencia kachin. Ese dinero es lo que verdaderamente desean los militares. Y tienen un plan para conseguirlo.


La campaña, bautizada como «Four cuts», pretende asfixiar a los grupos rebeldes impidiéndoles el acceso a recursos naturales,  financiación, información y nuevos reclutamientos. Se trata de minar la resistencia civil con heridas para las que no hay cura física. Las drogas. La violencia sexual.


Entre noviembre de 2010 y enero de 2014, al menos 104 casos de violencia sexual han sido documentados en los dominios étnicos de Myanmar. «Es una estrategia de contrainsurgencia», subraya Women´s League for Burma en un informe publicado recientemente. Atacando a las mujeres, los militares birmanos tratan de desmoralizar y destruir el tejido social que soporta la resistencia de las minorías étnicas: sin su apoyo los guerrilleros no podrán mantener en el tiempo la lucha armada. Ellas crían a sus hijos y les proporcionan comida y cobijo. Sin ellas, la insurgencia sucumbiría en meses.
La heroína completa el arsenal militar del Tatmadaw. Es fácil y barata de conseguir. Apenas 4,000 kyats (poco más de tres euros) por una pipa. Entre el 65% y el 70% de los jóvenes de Myitkyina, según expertos citados por CNN, consumen drogas. «Es un problema real», reconoce Saya. Toda la ciudad está empapelada con carteles que alertan del peligro de la heroína. La sociedad kachin y el propio KIA son conscientes de que la «guerra química» es la estrategia más efectiva para acaban con la resistencia: si los jóvenes se vuelven adictos, no podrán combatir. Los oficiales birmanos lo saben y fomentan el tráfico y consumo de opio inundando el mercado y bajando los precios de forma artificial.

¿Y SI NO HUBIESE MÁS PAZ QUE ESTA?


Cuando ya se ha apagado el rojo del cielo, las charlas se encadenan en cada esquina de Myitkyina. Hay alambradas, sí; pero las puertas están abiertas. Adentro, las familias sacan las sillas al porche y disfrutan del postre bajo la luz de las estrellas. ¿Y si la paz fuera esto? Si hay algunas monedas, los niños corretean hasta el ultramarinos más cercano a por un helado de hielo. Aquí los comercios no entienden de horarios. En el centro de la ciudad han abierto una nueva tienda en la que se venden camisetas, tazas y llaveros con el símbolo del KIA, las espadas cruzadas, algo impensable hace unos meses. También se han abierto nuevas escuelas, algunas semiclandestinas, en las que se enseña lengua kachin, inglés y religión católica. Es la resistencia última contra la burmanización impuesta por la Junta Militar desde los años 60: una religión, un idioma y una etnia. Budismo. Birmania.


En Myitkyina están cansados de luchar. Pero no piensan rendirse. «El objetivo es la constitución de un Estado federal», asegura Hkyet Hting Nan, líder de la Unity and Democracy Party of Kachin State (UDPKS). El KIO, que concentra la representación de la sociedad kachin, aceptó dialogar en octubre un alto al fuego con el Gobierno de los militares, pero decidió no refrendarlo después de que otros grupos insurgentes afines, como el Ta´ang National Liberation Army y Myanmar National Democracy Alliance Army (MNDAA), fueran excluidos de las conversaciones. Algunas voces, incluido Min Zaw Oo, uno de los negociadores del Myanmar Peace Center que coordina las conversaciones entre las minorías y el Gobierno, denunciaron las injerencias chinas para frenar el acuerdo. «China quiere una Birmania lo suficientemente desestabilizada como para necesitar su ayuda», resume Heinemann.


En la ciudad son conscientes de que es una oportunidad perdida. «No podemos perder el tiempo», reconoce Tu Ja, exvicepresidente del KIO y actual presidente del Kachin State Democracy Party (KSDP), mientras señala a una de sus hijas que sostiene una bandeja con chocolate. «El de Birmania es un problema político, así que la solución tiene que ser política, no militar», insiste el reputado líder kachin.


La llegada del nuevo Gobierno dirigido por Aung San Suu Kyi ha abierto la puerta a la celebración de la Conferencia del siglo XXI de Panlong, que permitiría completar el diálogo federal con el que su padre creó la Unión de Birmania bajo los principios de asociación voluntaria, igualdad política y derecho de autogobierno.


El KIO ha reiterado su voluntad de negociar un acuerdo. Pero para lograr crear un verdadero Estado federal, advierten, es imprescindible que ninguna guerrilla quede excluida. Incluidos sus aliados.
Mientras, los soldados del Tatmadaw continúan apostados en la base militar a la entrada de la ciudad junto al aeropuerto en el que aterrizan los trabajadores chinos. Los reclutas son los únicos que están despiertos al alba. Como si supieran que a la guerra no hay que dejarla descansar.