Igor GARCÍA BARBERO
YIHADISMO EN EL MUNDO

La yihad del machete de Bangladesh sube al escenario global

Las libertades retroceden en Bangladesh a marchas forzadas como consecuencia de una actividad armada yihadista que el Gobierno ha tratado siempre de ocultar. El Ejército, recuerda el autor, que ya intervino la década pasada cuando el yihadismo repuntó en medio de otra crisis política, observa. Mientras, se van rompiendo los clichés.

Los yihadistas llevaban tres años causando un reguero de sangre selectivo entre colectivos minoritarios de Bangladesh. Al principio fue un goteo esporádico muy ignorado dentro y fuera de un país al que sólo ciclones y tragedias textiles suelen arrastrar a los titulares. Los ataques se intensificaron y diversificaron el año pasado. Y entre el 1 y 2 de julio, un brutal asalto de un comando a un restaurante de Dacca causó 22 muertos, en su mayoría rehenes extranjeros, y situó definitivamente a Bangladesh en el mapa del yihadismo internacional.

Tres semanas y media después, otros nueve insurgentes fueron abatidos en una operación policial también en la capital, cuando ya se habían hecho, armas en mano, la foto de rigor previa a un atentado con la bandera del Estado Islámico (ISIS). ¿Por qué ha aumentado el yihadismo en un país donde el 90% de sus 160 millones de habitantes son musulmanes, pero considerado moderado y en el que el componente cultural bengalí tiene más peso que el religioso?

Tras unos años de tranquilidad, los atentados regresaron a Bangladesh en 2013. Volvieron en medio de una aguda crisis política y un clamor social que exigía la ejecución de ancianos líderes políticos islamistas condenados por crímenes cometidos en la guerra de independencia de 1971. Mientras los reos eran ahorcados, los yihadistas se cebaron con blogueros ateos defensores del secularismo fundacional del país. Publicaron una dilatada lista de objetivos y tacharon renglones a machetazos. En 2014, Al Qaeda creó una rama en el subcontinente indio y después comenzó a reivindicar acciones.

El Gobierno reaccionó fríamente, pues los muertos eran críticos con el fundamentalismo islámico y soliviantaron a sectores ultraconservadores. El Ejecutivo ordenó atajar los ataques al islam. Censuró libros y clausuró páginas web. Muchos pensadores laicos se exiliaron al sentirse desprotegidos.

En otoño de 2015, dos extranjeros murieron a tiros y el mundo miró a Bangladesh porque en el fragor de su califato en Siria e Irak, el ISIS plantó su primera firma en el Delta del Ganges. El Gobierno atribuyó los ataques a una conspiración política. «Los extranjeros estáis seguros. No hay que preocuparse», zanjó a este periodista el jefe de ese cuerpo en la capital.

Fueron atacados en meses posteriores ahmadíes y chiíes, sectas islámicas consideradas heréticas por los más ortodoxos. Llegó la primavera y fueron ejecutados dos activistas gais en una acción reivindicada por Al Qaeda que suscitó clamor internacional, pero no la repulsa de unos responsables políticos que recordaron que la homosexualidad es delito en el país. Les tocó después a los sufíes, rama mística del islam, y a hindúes, cristianos y budistas, minorías que representan el 10%.

El temor se generalizó, aunque como los atentados ocurrían en zonas rurales, responsables policiales los achacaban a «disputas de tierras» o «problemas familiares».

Por entonces el ISIS se apuntaba cada tanto y había dedicado un apartado a Bangladesh en su revista “Dabiq”, pero Dacca seguía negando la presencia de organizaciones yihadistas transnacionales y atribuía las acciones a «hechos aislados» de grupos locales sin abandonar el mantra conspiratorio. En junio la esposa de un alto mando policial fue acuchillada y tiroteada y, unos 40 muertos después, llegó la primera condena enérgica de la primera ministra, Sheikh Hasina, seguida de una operación policial que dejó en una semana 11.000 detenidos, un 2% supuestos «extremistas».

El operativo no detuvo la sangría. Bangladesh vivió dos semanas después su jornada más trágica con la masacre de Holey y otro ataque coordinado contra una congregación religiosa. El asalto, por su sofisticación, marcó un antes y un después. Nada volverá a ser lo mismo en el ámbito de la seguridad en Dacca, que se ha vaciado de extranjeros. Ha desterrado también clichés, por el inesperado perfil de varios atacantes, jóvenes educados de clase media-alta, lo que enfatiza la transversalidad del yihadismo en un contexto de poderosas influencias globales.

Bangladesh tenía ya mucho de qué preocuparse por los cinco millones de menores educados en escuelas coránicas de ideología conservadora no reguladas. O por la desigualdad de su sociedad, donde la extrema riqueza convive con una renta anual de unos 1.460 dólares y el mercado es incapaz de absorber una abundante población joven que cae en las zarpas de la trata de personas o busca trabajos precarios en países rigoristas como Arabia Saudí, Qatar o Emiratos Árabes Unidos y regresa a veces con ideas cambiadas.

La violencia está soterrando libertades con una capa de miedo que solo libra a la mayoría suní silenciosa. Hasta ahora el abanico sólo se ha abierto y tanto el ISIS y Al Qaeda como sus sucursales locales tienen aspiraciones. Miran al vecindario y ven a poblaciones musulmanas en minoría en India y Birmania.