Miguel FERNÁNDEZ IBAÑEZ
Diyarbakir
CONFLICTO EN KURDISTÁN NORTE

CUANDO LA LUCHA SILENCIA LA PAZ Y SOLO QUEDA LA GUERRA

El 24 de julio de 2015 se reavivó el conflicto entre el Estado turco y el PKK. Las zanjas y barricadas en una de decena de ciudades protagonizaron una nueva forma de resistencia que, tras un año, esta volviendo a su forma original, en áreas rurales y montañosas.

En el sureste de Turquía no solo las personas cuentan historias. Lo hacen las calles destartaladas, los edificios agujereados y el vaivén de las fuerzas de seguridad turcas. Llevan meses recordando que allí existe un conflicto, que la paz es una historia enterrada desde el 24 de julio de 2015, cuando colapsó el proceso de diálogo entre el Estado turco y el PKK. Desde entonces, el optimismo que se respiraba en la resistencia kurda fue dejando paso al temor a medida que el Gobierno iniciaba su brutal ofensiva. Tras un año de conflicto, la desesperanza anida entre los despojos materiales de una vida, el miedo a la represión y la impotencia ante una lucha que ha silenciado a la paz.

Silopi es una de esas ciudades que por sí mismas hablan de este conflicto. Hace un año, decenas de jóvenes paseaban por la mitad de sus barrios empuñando fusiles. Eran miembros del Movimiento de la Juventud Revolucionaria y Patriótica (YDG-H), la milicia urbana afiliada al PKK que ahora se llama YPS, y no estaban solos. Miles de civiles les apremiaban a continuar su resistencia. Cuando caía el sol incluso les ayudaban a zanjar calles y construir barricadas.

Era el ejemplo autonómico declarado con las armas por el PKK, el mismo que el Partido Democrático de los Pueblos (HDP) buscaba instaurar por la vía política. «Aquí no puede entrar la Policía desde hace un mes. Ellos nunca se bajan de los blindados porque nos tienen miedo», aseguraba sonriente Hevalo Horakol, un miembro del YDG-H. Un año después, tras pasar 36 días bajo el toque de queda de 24 horas impuesto por el Estado, la revolución del pueblo kurdo yace entre las ruinas, y el miedo que describía Horakol yace en el pueblo.

«Mire lo que ha hecho el Estado con nuestras casas, con nuestros hijos. Apoyo las zanjas, la lucha por la libertad de nuestro pueblo», aseveraba en marzo una señora cuyo velo blanco dejaba entrever su canoso pelo. «Tengo miedo a que el Estado me torture, ya lo ha hecho antes con quienes hablan», insistía. Reside en el barrio de Zap, el embrión de la resistencia kurda en Silopi. Allí las casas describen la cruenta lucha: algunas han desaparecido, otras tienen la segunda planta a punto de derrumbarse, casi todas marcas de bala. En mitad de las ruinas aún quedan pertenencias de quienes abandonaron su vida por la lucha. Es la imagen de una guerra.

Nueva fase

Desde que estalló el conflicto, la situación no ha dejado de deteriorarse en Kurdistán. Primero surgieron barricadas en una decena de urbes con enfrentamientos aislados. En diciembre, un mes después de que el Partido Justicia y Desarrollo (AKP) ganase las elecciones legislativas, la ira del Ejecutivo explotó: en Cizre, Silopi y el distrito de Sur, en Diyarbakir, sus habitantes vivieron entre uno y cuatro meses sin poder pisar la calle. Esto desencadenó un éxodo de desplazados, cifrado hoy en 400.000, y el número de bajas aumentó de forma radical: según el HDP, 700 civiles han muerto.

Después de que el Estado eliminase la resistencia en las ciudades, la lucha ha vuelto a su forma originaria: operaciones militares en áreas rurales y atentados dirigidos por el PKK. En una vuelta al pasado, el Estado está aplicando de nuevo su política de tierra quemada y, lo que es más preocupante cara al futuro, una nueva ley del AKP evitará que las fuerzas de seguridad sean juzgadas sin la autorización del primer ministro. El cerco del Ejecutivo se achica en cada ámbito, y pocos son hoy los optimistas que atisban el retorno inmediato al proceso de paz. El Ejecutivo ha detenido a miles de simpatizantes kurdos y decenas de alcaldes del HDP. El Parlamento ha levantando la inmunidad del 85% de los diputados del HDP y la Fiscalía pide cinco años de prisión para su colíder, Selahattin Demirtas. La fallida asonada del pasado 15 de julio, vista por el HDP como una oportunidad para restablecer el diálogo con el AKP, ha vuelto a reflejar el apartheid que viven los kurdos: pese a apoyar al presidente, no han sido invitados a las reuniones con los líderes opositores.

Esta negativa dinámica ha encontrado respuesta en el PKK, que ha incrementado el volumen de sus atentados. El pasado 18 de agosto, cuatro ataques dejaron más de una decena de muertos y 200 heridos. Cemil Bayik, uno de los líderes del PKK, había remarcado antes, en una entrevista en “The Times”, que «los turcos han desvalijado lo que han podido en las ciudades kurdas de los toques de queda. Entonces, nuestra gente está llena de deseos de venganza. Hasta hace poco, la batalla contra el Ejército turco fue solo en las montañas. Después se extendió a las ciudades. Ahora será en cualquier lugar».

La resistencia en las urbes es precisamente el gran cambio estratégico con respecto a los años 90, cuando la lucha se desarrolló en áreas rurales y montañosas. Entonces el Estado quemó miles de aldeas y forzó a más de un millón de kurdos a desplazarse a las ciudades que hoy son testigos de la lucha. Los hijos de esos desplazados, que han crecido influenciados por los traumas de sus familiares, son quienes han tomado las armas en las ciudades y ya no confían en una solución dialogada al conflicto kurdo.

Gareth Jenkins, experto de Silk Road Studies, destaca que «el Estado turco está actuando sin visión, usando la fuerza bruta para imponer su control en lugar de adoptar políticas que puedan persuadir a los kurdos sobre el futuro del actual sistema. La manera en la que los medios de comunicación y ciudadanos turcos del oeste ignoran los acontecimientos del sureste está reforzando, y no debilitando, la ruptura de lazos con el Gobierno. Sobre todo los jóvenes kurdos desean aún más la autonomía o incluso la independencia. El número de jóvenes que quiere luchar contra el Estado ha aumentado. Por eso, desde este punto de vista, el PKK está saliendo reforzado».

En Diyarbakir, el pueblo parece cansado. Mehmet, un afable y espigado kurdo que reside en el distrito de Sur, contaba en marzo que tuvo que abandonar su casa después de aguantar un mes bajo el toque de queda. Tiene 60 años, por lo que su vida está marcada por el conflicto, iniciado en su forma armada en 1984. «Tanto el Gobierno como el PKK han cometido un error. Erdogan no puede hacernos vivir esto durante tres meses y el PKK no tendría que haber traído la lucha a esta ciudad», explicaba ante un valla policial mientras el Ejército dirigía operaciones en su barrio. Del barrio de Mehmet, Dabanoglu, ya no queda nada. La mitad de Sur será expropiado para una reconstrucción con tintes político-militares dirigida por el Ejecutivo. En Nusaybin, se planea alejar la ciudad a ocho kilómetros de la frontera siria para así controlar Rojava. Tal vez por eso el astuto Erdogan miró hacia otro lado mientras la barricadas brotaban esperanzadas.

La paz

Hoy parece complicado que nuevas ciudades se sumen a la lucha urbana. «El resultado de esta lucha no es bueno para nadie, pero entiendo por qué ha empezado. Tanto el PKK como el HDP lo han hecho mal. Ahora hay un problema social y la gente solo quiere la paz», asevera Mehmet.

Jenkins es consciente de que «hay muchos kurdos enfadados con el PKK por, literalmente, llevar la guerra a sus casas», pero cree que esos sentimientos podrían ser temporales: «La gente se ve traicionada por Erdogan y cree que era insincero cuando dijo que quería resolver la causa kurda. Con el PKK la situación es diferente. Hay malestar pero no sentimientos de traición. El PKK es considerado parte del ‘nosotros’ y el ‘ellos’ pertenece a Erdogan. Por eso, cualquier pérdida de apoyo por parte del PKK puede ser mucho menos duradera que en el AKP».

En mitad de toda esta lucha han quedado de nuevo los civiles, acostumbrados a enterrar a sus hijos desde hace décadas. En el último lustro, cuando una relativa paz dominaba Anatolia, las diferencias entre turcos y kurdos habían comenzado a aligerarse. Los tabúes sobre la causa kurda ya no eran tan estrictos. Hoy la desconfianza mutua renace en un país neurótico, atemorizado por los golpistas y los posibles atentados de militantes kurdos, izquierda radical o Estado Islámico, además de la constante brutalidad policial que sufren los kurdos. Yusuf Andis, un pescadero de 45 años en un mercado de Diyarbakir, insiste en la tristeza que le genera esta situación. Sonríe porque desde pequeño aprendió a mirar a la guerra con normalidad. Pero la aborrece. Por eso insiste en la paz y la figura de Abdullah Öcalan, el encarcelado líder del PKK: «Todo está en manos de Öcalan. Si él pidiese el fin de la lucha los militantes tendrían que hacerlo. Pero de momento el PKK está obligado a continuar la lucha porque su honor está en juego».

En los dos años que antecedieron al nuevo conflicto, Öcalan dirigió el proceso de paz. El 28 de febrero de 2015 se produjo la declaración de Dolmabahçe, en donde representantes del Gobierno y miembros del HDP presentaron una hoja de ruta para lograr la paz. Eran 10 puntos en los que se hablaba de autonomía y reforma constitucional, y fueron negociados por Öcalan y la inteligencia turca, una extensión de los deseos de Erdogan. Era el mayor éxito en esta lucha que ha dejado más de 40.000 muertos. Pero se esfumó, poco después, cuando Erdogan rechazó el acuerdo en su camino hacia las elecciones que afrontaba su elegido, el que fuera primer ministro Ahmet Davutoglu. En esta carrera deshizo muchos de sus logros: incomunicó a Öcalan, provocó al PKK y advirtió de que no permitiría los avances de los kurdo-sirios. Por eso la oposición le acusa de quemar la paz para aferrarse al nacionalismo turco. El PKK también estaba preparado para la lucha, como reflejó la rápida irrupción de sus milicias en las ciudades.

Durante la celebración del Newroz, Abdullah, de 65 años, aseguraba que «si el Estado turco fuese verdaderamente democrático nos daría nuestros derechos. En cambio nos ataca, nos llama terroristas. Esto nos indigna. Pero el problema de todo este conflicto es Erdogan. Él ha cancelado cada avance y no ha dejado de atacarnos. Por eso nacieron las zanjas, que son una forma de autodefensa. Si no lo hubiese hecho, si no hubiese querido convertirse en sultán, nada de esto habría ocurrido y viviríamos en paz. Ahora, en cambio, nos queda la guerra».