Dabid LAZKANOITURBURU
SEIS AÑOS DESPUÉS DE LAS PRIMAVERAS ÁRABES

Rusia da el mando de la Libia postgadafi al general haftar

General gadafista caído en desgracia en la batalla de Chad y refugiado por la CIA en EEUU, Jalifa Haftar regresó en plena revuelta en 2011 y recogió los restos del Ejército Nacional Libio. Convertido hoy en el hombre de Moscú, todo apunta a que estamos ante el futuro líder de Libia.

Todas las señales que llegan del caos en que se ha convertido Libia tras la revuelta popular-intervención militar occidental que acabó con 42 años de liderazgo de Muamar Gadafi en 2011 apuntan a Jalifa Haftar como el hombre fuerte del atribulado país norteafricano.

General gadafista, Haftar cayó en desgracia tras su fracaso de la campaña militar libia en Chad en los ochenta (1978-1987), culminado con su derrota en la batalla de Maaten al-Sarr. Tras varios años de prisión en el vecino país, fue liberado por presiones de EEUU, donde sería enrolado por la CIA. A mediados de marzo de 2011, un mes después de que el 17 de febrero se iniciara la revuelta contra Gadafi, que sería capturado y linchado públicamente, Haftar volvió a entrar en Libia a través de Egipto y se presentó como «comandante de la revolución».

Seis años después, y en pleno desembarco de Rusia en Oriente Medio cabalgando sobre la represión y el fracaso de las revueltas árabes, Haftar se ha convertido en el «hombre de Moscú». Y desde esa atalaya, se consolida como la alternativa autoritaria para Libia. Cuenta con el apoyo de los países vecinos, liderados por el Egipto del mariscal Abdelfattah al-Sissi, sin olvidar a los Emiratos Árabes Unidos, y con la aquiescencia resignada de unas potencias occidentales que nunca contaron con un plan para la Libia postGadafi y están en retirada de Oriente Medio.

«De uno a 10.000 dictadores»

Varios son los factores que explican el lento pero inexorable ascenso de Haftar. El primero de ellos tiene que ver con el ya apuntado caos político y económico en el que se hundió el país tras el derrocamiento de un régimen instaurado en 1969 y que había forjado un equilibrio inestable pero a la postre eficaz entre las distintas tribus, ciudades y etnias del país que saltó por los aires en 2011. Fatna al-Zawi, madre de familia de Trípoli, lo resumía perfectamente estos días: «Nos desembarazamos de un dictador para ver cómo aparecían otros 10.000 en su lugar», en referencia a los cientos de milicias y de señores de la guerra que imponen su ley.

Aprovechar la propia biografía

Siendo cierto que Haftar no era al principio sino uno más de ellos, hay que reconocer su habilidad para utilizar la biografía en beneficio propio. Desde su pasado gadafista, Haftar comenzó tras su desembarco en Libia a reivindicar su papel estructurando el nuevo Ejército Nacional Libio sobre las ruinas de la que hasta los ochenta había sido su Armada. Y lo hizo apoyándose en los oficiales oriundos, como él, de la Cirenaica (este de Libia) que desertaron durante la revuelta.

Esta última fue liderada en el ámbito militar por las milicias de la ciudad de Misrata, de obediencia islamista (en la órbita de los Hermanos Musulmanes y apoyadas por Turquía) y por grupos de corte islamista, salafista e incluso yihadista procedentes del Grupo Islámico Combatiente de Libia (CGCL) en Bengasi, capital de la Cirenaica (este), además de en Derna y Ajdabiya.

Miembro él mismo de la tribu nororiental de Firjan, en el noreste del país, Haftar supo aprovechar el malestar de los jefes de las tribus nobles tradicionales de la Cirenaica con sus eternos rivales en Tripolitania (oeste de Libia), y celosos por la rivalidad de las milicias urbanas, para ganar posiciones.

Así, el general solo tuvo que esperar a que la larvada crisis política estallara en 2014 para presentarse como el salvador del país.

El Congreso Nacional General (CNG), primer parlamento electo en 2012 tras el final de la era Gadafi y mayoritariamente islamista, entró en colisión dos años después con la Cámara de Representantes, que surgió de unos comicios en 2014 en los que votó el 10% del censo. Los parlamentarios de este último se exiliaron a Tobruk, en el extremo oriental del país y justo en la frontera con Egipto, donde abrazaron a Haftar como su nuevo líder de facto.

Con dos parlamentos paralelos incapaces de imponer su ley más allá del ámbito de poder de las milicias y tribus que les juraban más o menos lealtad –a cambio de todo tipo de prebendas–, el Estado Islámico (ISIS) y otras organizaciones de corte yihadista se hacían cada vez más presentes en el convulso escenario sirio. La toma bajo control de Sirte, ciudad natal de Gadafi, por parte del ISIS, fue el colofón de esta ofensiva.

La carta antiislamista

Haftar, admirador de Al-Sissi, no dudó desde un principio en jugar la carta antiislamista. Los Hermanos Musulmanes egipcios habían sido derrocados, masacrados y condenados a las catacumbas un año antes.

Haftar y su Ejército «neogadafista» lanzaron una ofensiva militar para conquistar Bengasi en nombre de la lucha «contra el terrorismo». Mientras, el Parlamento de Tobruk se presentaba como la alternativa a la coalición en el poder en Trípoli dominada por las milicias de Misrata (HM).

Este lenguaje sonaba a música celestial para la Rusia de Vladimir Putin, que en 2015 certificó su regreso a Oriente Medio con su campaña militar en Siria. La misma Francia, primera responsable de la intervención-linchamiento de Gadafi y acosada en los últimos años por una campaña de ataques y atentados yihadistas en su suelo, se sentía cada vez más atraída por la promesa de mano dura de Haftar. Eso pese a que en abril de 2016, la ONU imponía en Trípoli un tercer ejecutivo nominal, el Gobierno de Unidad Nacional (GNA), que contaba oficialmente con el aval de Occidente.

El GNA, concretamente su dinero y las presiones de las potencias occidentales, lograron que las milicias de Misrata (Fajr Libia) desertaran del Congreso Nacional General (CNG) y que se implicaran en la ofensiva para para liberar Sirte de las garras del ISIS.

Último golpe de efecto

Así, mientras los cazabombarderos «laicos» de los Emiratos daban cobertura aérea al Ejército Nacional Libio en su ofensiva en Bengasi y las milicias de Misrata se desangraban (perdieron un 20% de sus hombres entre mayo y diciembre) en Sirte, Haftar lanzaba en setiembre lo que se presentó como un ataque relámpago que le permitió tomar el control del creciente petrolero (puertos de Ras Lanuf y Sidra), aunque realmente se limitó a untar copiosamente a su guardián, el señor de la guerra ibrahim Jidhram, para que le dejara expedita la vía.

Con la mayor parte del petróleo libio bajo su control, Haftar viajaba a finales de 2016 dos veces a Moscú, donde era recibido con honores y ayuda económica, y ya en enero de este año era invitado a subir al portaaviones ruso Almirante Kuznetsov, que había recalado en las codiciadas costas libias.

El ya mariscal tiene todos los ases políticos en su manga. Tras el triunfo del islamófobo Trump en EEUU, se especula incluso con que podría viajar en primavera a Washington. Haftar se ha negado recientemente a encontrarse con el todavía «primer ministro» oficial del GNA, Fayez Serraj, cuyo convoy ha sufrido en los últimos tiempos varios ataques de milicias no identificadas que en los últimos días se han hecho con el control de varios ministerios en Trípoli.

Solo le falta zanjar las dudas sobre su capacidad militar. Y es que sus tropas siguen a día de hoy sin arrebatar del todo Bengasi a una coalición de milicias islamistas aliadas con los yihadistas de Ansar Asharia, rama libia de Al Qaeda.

Para ello necesita armas, habida cuenta del embargo oficial a Libia impuesto por la ONU en 2011. Todo apunta a que Rusia habría hallado la solución a través de Argelia, que habría accedido a permitir el acceso a barcos rusos a la base naval de Mers el-Kebir, cerca de Orán y a servir de suministrador de armamento ruso a Haftar para sortear el embargo en vigor.

Con Serraj ya cadáver político, el GNA en retirada y un Ejército Nacional Libio de Haftar próximamente reforzado militarmente con blindados rusos y material militar de última generación, solo queda una duda: cuál será la decisión de las milicias de Misrata. ¿Se avendrán a negociar a la baja o plantarán cara, lo que desmbocaría en una nueva vuelta de tuerca en la guerra que asola el país?

En espera del desenlace, resulta paradójico que seis años después del derrocamiento de Gadafi, uno de los oficiales unionistas libres que en 1969 le auparon al poder tras derrocar al rey Idris se perfile como líder de Libia. Paradójico o síntoma del rotundo fiasco de la llamada «primavera libia».

 

Moscú ultima otro Éxito geoestratégico en la región

Rusia se sintió engañada por Occidente cuando no vetó en la ONU una resolución sobre una zona de exclusión aérea en Libia que fue utilizada por la OTAN, liderada por Francia y secundada por EEUU, para derrocar con bombardeos a Gadafi. El puñetazo en la mesa de Putin en Siria no se entiende sin contar con ese precedente.

Además de una buena relación con el régimen que databa de los tiempos de la URSS, Moscú tenía no pocos intereses que se fueron al traste, como un lucrativo contrato de armamento (4.000 millones de dólares) firmado con Gadafi en 2009 y la adjudicación del proyecto de TAV Sirte-Bengasi, suspendido en 2011.

Rusia aspira no solo a retomar esos viejos proyectos sino que, una vez asegurada su base de Tartus, sueña a una segunda base militar, más amplia, en Bengasi.

Haftar y su Ejército le pueden asegurar lograrlo sin tener que comprometerse militarmente sobre el terreno en una campaña peligrosa. Frenando, de paso, el auge del «islamismo» (para Rusia no hay matices) en Libia manu militari. Como en Egipto.D.L.