Víctor ESQUIROL
CRÍTICA «La vida de Calabacín»

De abusones, abusados y calabacines

El cine de animación, un “género” históricamente concebido para el consumo del público más joven, acostumbra a establecer, alrededor de este su target comercial, una especie de burbuja protectora en la que se ofrece una peligrosamente edulcorada visión del mundo. Todo es agradable a la vista (a los sentidos, en general); nada hiere. Pues no, por desgracia, la vida no es así. Por suerte, hay excepciones a la regla.

El primer largometraje de Claude Barras, por ejemplo, nos pone en la piel de un chiquillo que, después de matar involuntariamente a su madre (así empieza el asunto, sí), es mandado a un orfanato, extraño y potencialmente peligroso ecosistema donde deberá aprender a convivir con otros chavales. La película la podríamos interpretar en clave de respuesta europea a ‘Mary & Max’, esa joya de la stop-motion de Adam Eliot. Echando mano del mismo tipo de animación (aunque sin tanta desenvoltura como en el caso australiano), la gracia está en encontrar y situarse en el siempre escurridizo punto entre lo entrañable y lo vandálico.

En este sentido, misión cumplida. Por la conciencia de producto pequeño (que no menor), que se luce con total orgullo; por la agilidad de un texto que nos habla, como pocos, de esas nuevas generaciones de mocosos las cuales, sin perder la candidez que casi se les exige, no por ello pierden de vista la jodienda (mental, mayormente) que les rodea, y con la que tienen que aprender a crecer. Ahí queda el contraste (este era el auténtico objetivo), resaltado por una tripleta de guionistas que entiende la semilla originaria de la novela de Gilles Paris. Ahí se instala la cinta y ahí lo hacemos nosotros mismos. Entre la risa, la desazón y la esperanza, a cada cual más potente; más sincera. Bravo.