Dabid LAZKANOITURBURU
ARABIA SAUDÍ

El caballo desbocado saudí se ve reforzado con la llegada de Trump

El hombre fuerte de Ryad, Mohamed Ben Salman, ha aprovechado el desembarco de Trump para apuntalar su poder e impulsar el castigo a Qatar en el marco de una huida hacia adelante contra Irán con la que busca sortear la crisis económica y de legitimidad de la teocracia saudí.

El nombramiento como sucesor en el trono de los Saud del hijo del actual rey Salman y ministro de Defensa, Mohamed Ben Salman (MBS), confirma la actual evolución de la teocracia árabe como una potencia regional que no está dispuesta a contemporizar con rival alguno en el ámbito arabo-musulmán y que para ello no duda, ni dudará, en convertir Oriente Medio en el escenario de una guerra civil entre chiíes y suníes, presentándose como guardiana única de esta última corriente, mayoritaria en el mundo musulmán.

MBS, conocido en el país como «Mr Everything» (Señor Todo), venía acumulando todo el poder desde hace más de dos años, cuando, con motivo de la muerte del rey Abdallah, el trono fue a parar al padre de aquel, el ya citado rey Salman.

A sus 81 años, el 25º hijo del fundador del reino saudí, Abdelaziz, Salman tiene graves problemas de salud. Oficialmente fue operado de una hernia discal aunque las malas lenguas aseguran que podría abdicar, o fallecer, en poco tiempo.

Su hijo MBS (iniciales con las que le bautizaron los analistas saudiólogos) ha ido desde entonces, ya desde antes, apuntalando su posición. No solo se convirtió en el ministro de Defensa más joven de la historia (tenía 29 años) sino que, como consejero especial de su padre, preside el Consejo Económico y de Desarrollo, organismo que lidera un ambicioso plan para acabar con la dependencia exclusiva saudí respecto al crudo.

Mohamed Ben Salman, tutelando o con la tutela de su padre, ha logrado en poco más de 48 meses quitarse de encima al sucesor natural de Abdallah, el príncipe Muqrin, y acaba de defenestrar a su primo y hasta ahora primer príncipe heredero, Mohamed Ben Nayef (57 años), quien acaba de ser apeado del cargo de primer ministro y titular de Interior.

Pocos dudan de la desmesurada ambición de MBS, quien a sus 31 años de edad, y de no mediar alguna circunstancia verdaderamente excepcional, se convertirá en el rey más joven de un régimen que ha hecho de la gerontocracia dinástica, sin olvidar el aval religioso de la corriente rigorista wahabí, su principal seña de identidad. En solo dos años el ya heredero oficial de los Saud ha impulsado una guerra abierta en Yemen de una coalición militar suní contra rebeldes chiíes (zaydíes), hundiendo en el abismo al país más empobrecido de Oriente Medio y emplazando a una guerra civil, de momento por delegación, contra Irán,

En este contexto se inscribe la crisis provocada en setiembre de 2015 por una estampida en la peregrinación a La Meca y en la que murieron centenares de peregrinos iraníes.

Teherán rechaza desde entonces que sus ciudadanos participen en este viaje-rito musulmán y ha recobrado nuevos bríos su exigencia de que la satrapía saudí no está legitimada como custodia de los dos primeros lugares santos de los musulmanes (La Meca y la ciudad de Medina) y que esa labor debería recaer en un organismo islámico transnacional.

A su ambición, el verdadero hombre fuerte de Arabia Saudí une un fino cálculo político. Y supo coger al vuelo la llegada al poder de Trump en EEUU.

Para Ryad, el acuerdo entre los EEUU de Barack Obama y la República Islámica de Irán en torno al programa nuclear fue poco menos que una traición.

El ya expresidente reconoció en entrevistas al final de su mandato, prácticamente a título póstumo, que debería haber reconsiderado la relación estratégica de Washington con Ryad, cimentada hace más de 80 años, cuando el 14 de febrero de 1945, el presidente Franklin D. Roosevelt ancló el crucero Quincy en el canal de Suez, invitó a subir a bordo al fundador de Arabia Saudí, Abdelaziz ibn Saud y ambos firmaron un acuerdo en virtud del cual EEUU consideraba a Ryad como su gendarme árabe y, a cambio, este le garantizaba acceso ilimitado y barato a sus ingentes reservas de crudo.

Obama caracoleó asimismo con la posibilidad de dejar que se hiciera público un informe secreto sobre las supuestas relaciones entre círculos políticos de Ryad y el 11-s (15 de los 19 autores de los ataques a las Torres Gemelas y al Pentágono eran de nacionalidad saudí).

Tibieza e indecisión, o presiones del establishment estadounidense, el caso es que Obama abandonó la Casa Blanca sin avanzar en este expediente y MBS vio en la llegada al poder de Donald Trump una oportunidad inmejorable tanto para apuntalar su poder como para dar otra vuelta de tuerca en su huida hacia adelante y en su afán por convertir a Arabia Saudí en dueña indiscutible de la región –compartiendo título pero no religión, con Israel–.

Así las cosas, mientras el decrépito rey Salman ninguneaba una y otra vez a su sucesor oficial, el príncipe heredero de los Emiratos Árabes Unidos (EAU), Mohamed Bin Zayed, utilizaba sus excelentes conexiones con EEUU para presentar a MBS como el interlocutor saudí. Al punto de que fue uno de los primeros dirigentes árabes en ser recibido, en marzo, en el Despacho Oval, y presentado al círculo de poder en torno al magnate.

Las diatribas de Trump contra Irán y su «patrocinio del terrorismo», además de su promesa electoral de dar por muerto el acuerdo nuclear con Teherán, sonaban a música celestial a los dirigentes saudíes.

El antigo showman y presidente de EEUU devolvió la visita a Ryad el 21 de mayo y, a cambio de ratificar en su discurso la política de no intromisión de EEUU en cuestiones como democracia y derechos humanos, se llevó a casa un contrato militar con los saudíes por valor de 100.000 millones de dólares y la promesa de otros 300.000 millones en diez años.

Ryad vio en esa visita una oportunidad y tardó días, por no decir horas, en impulsar un bloqueo total contra Qatar, pequeño reino del Golfo Pérsico con el que lleva años lidiando por sus pretensiones de llevar adelante una política internacional autónoma.

La filtración, o manipulación –tanto da– de unas declaraciones del emir qatarí Tamim Ben Hamad Al-Thani críticas con Arabia Saudí y Trump y contemporizadoras con Irán fue la excusa perfecta para que Arabia Saudí y sus adláteres suníes, incluido Egipto, decidieran aislar a un régimen, el qatarí, que combina una visión a su vez rigorista del islam y del poder político –aunque a años luz del wahabismo saudí– con un impulso hacia el exterior de modernidad económica y mediática que tiene a la cadena Al Jazeera como faro.

Es precisamente la labor de esa cadena, punta de lanza informativa de las llamadas primaveras árabes, la que está en el punto de mira de los Saud. En este sentido, y contra lo que en algunos discursos se ha convertio en lugar común, Arabia Saudí es el régimen que más trabajó desde un principio por hacer descarrilar las revueltas árabes.

Ryad dio refugio al dictador tunecino, Ben Ali, tras su huida, y apoyó y financió antes y después el golpe de Estado egipcio contra los Hermanos Musulmanes. Todo ello sin olvidar el papel central de Arabia Saudí para reprimir la revuelta de la mayoritaria población chií en Bahrein y para secuestrar la revolución de los jóvenes yemeníes y convertirla en una guerra civil de carácter sectario.

Otro tanto se puede decir de Siria, donde el papel de Ryad para exacerbar hasta el límite el resgo desde el inicio de que la revuelta siria se convirtiera en el actual conflicto bélico sectario es discutido por pocos.

Sea como fuere, con Siria troceada, enfangada y hundida tras seis años de una guerra que pasará a los anales de la historia por su crueldad, y con Egipto bebiendo de su mano –el país que fue y debería ser no ya su rival sino la principal potencia del mundo árabe–, Arabia Saudí tiene a Irán como principal y prácticamente único enemigo en su pretensión de convertirse en el gran actor regional. Y Mohamed Ben Salman parece decidido a hacer de esa apuesta el eje de su política.

El bloqueo a Qatar no es sino un intento de sacudirse la molesta presencia de un «hermano menor» díscolo que insiste en permitirse veleidades como considerar a Irán un actor insolslayable en la región y dar cobertura, desde la cadena Al Jazeera, a las voces del mundo árabe que denuncian la contrarrevolución triunfante y que critican incluso la represión de los saud contra su propia población, chií, del este del reino.

Con todo, incluso la apuesta de aislar a la dinámica economía qatarí le puede salir cara y larga a una Arabia Saudí empantanada ya en la guerra de Yemen. Y es que mientras Trump saluda el bloqueo desde su Twitter, el Departamento de Estado insiste en apuntalar su alianza con Doha, incluso con la venta de decenas de cazas.

En espera de que la volátil política internacional estadounidense se defina, quizás convendría poner el foco en los crecientes problemas de la economía saudí.

Y es que el creciente militarismo y agresividad de la diplomacia saudí se da la mano con un macroproyecto, «Visión 2030», con el que MBS pretende reducir la dependencia saudí del crudo e impulsar su deficitaria economía impulsando la creación de un fondo soberano con la venta de hasta el 5% de las acciones de Aramco, el gigante petrolero saudí.

Ambiciosos y pantagruélicos planes que a la vez dan la medida del nivel de desafío al que se enfrenta el país y a los que su nuevo hombre fuerte suma sus promesas reformistas de «integrar» a las mujeres en el mercado de trabajo y reducir el ascendiente wahabí del régimen.

Pretensiones que suenan a discurso tantas veces oído y ante las que, de momento, lo único cierto es que Arabia Saudí está decidida a a hacerse valer como potencia regional caiga quien caiga. Y es que quizás es la única posibilidad de supervivencia para un régimen que debe su legitimidad a esa corriente religiosa ultrarretrógrada suní y que ha cimentado su economía y su diplomacia con el oro negro.