Antonio Alvarez-Solís
Periodista
GAURKOA

Lo público y las libertades

La refundación, o mejor, la instalación sólida de la democracia parece exigir una mecánica simple en su diseño, pero difícil de desarrollar por su necesario y radical enfrentamiento con el poder global de la minoría propietaria del Sistema, que «admite tan sólo –como señala Josep Ramoneda– un tipo determinado de relaciones intersubjetivas». La llamada democracia en el ámbito capitalista, sobre todo en el actual periodo, ha de encuadrarse en una dictadura de la institucionalidad y del aparato público que elimina el poder de los trabajadores, que en un marco socializado son los verdaderos actores de la sociedad. La estructura a que me refiero es fácil de explicar pese a su apariencia paradojal.

En una sociedad colectivizada lo público es el sostén sustancial para el ejercicio correcto de la economía por parte de cada individuo o grupo de individuos. En esa sociedad todos los ciudadanos son poseedores, pero no propietarios, lo que nos sitúa ante un mundo de amplias responsabilidades. Ser propietario capitalista es excluyente; ser poseedor socialista es incluyente.

Redefinir el sentido de la propiedad y de la posesión es, por tanto, muy urgente a fin de establecer el cuadro sólido de los derechos. Empecemos por señalar que en el capitalismo la propiedad significa el poder omnímodo del propietario sobre las cosas con un alcance de carácter religioso y conlleva un régimen de fronteras vitales que convierte al propietario, sobre todo al gran propietario, en dictador de vidas y haciendas. Este sentido radical de la propiedad pierde su sentido en un régimen de socialización de bienes, que los convierte en posesión de quienes los trabajan para disfrute propio, pero con límites comunitarios. Podría definirse tal concepción del «tener» diciendo que en el socialismo la significación de «tener» entraña la responsabilidad de su buen manejo ante el común, mientras la propiedad capitalista elimina ese control para primar el libre manejo sin que en tal caso la responsabilidad afecte nada más que a las pretensiones del propietario. Todo esto resultaría muy fácil de tramitar si el diseño de la propiedad excluyente capitalista no hubiera trazado una línea roja a cuya existencia ayudan las mismas iglesias atribuyendo a la propiedad un carácter de probatura de la libertad y ejercicio de la moral por parte de los propietarios excluyentes. Es más, sostienen estas doctrinas que la propiedad es un atributo humano que facilita la creatividad del individuo y la calidad de su trabajo. Pero hasta Santo Tomás no tiene muy claro que la propiedad como dimensión personal tenga raíces trascendentes que puedan incluirse en los propósitos del Creador. Y así dice como expresión de su duda: «La propiedad no es contraria a la lay natural sino un añadido creado por la razón humana». O lo que es igual, con el «añadido» el santo entra en el terreno de las razones o de la historia, que no exige «razonablemente» que la propiedad tenga carácter inmanente o absoluto desde el individuo, que es lo que pretenden los reaccionarios, añadiendo a este ejercicio de la propiedad la fecundidad propia de la libre iniciativa particular –Nota propia: por ejemplo la «brillante» acción bancaria presente.

Valga añadir que aquí no hablamos de estatización cuando hablamos de colectivismo –nada tan estatizado ahora como el neocapitalismo– sino de posesión particular con responsabilidad colectiva, lo que se ve muy claramente, por ejemplo, en las cooperativas. Entre otras cosas el concepto de producción, de cuyo incremento se gloria majestuosamente el neocapitalismo, es absolutamente discutible. En primer lugar hay que sentar de qué producción se trata. Se pueden producir bienes que comportan un elevado servicio a la vida y bienes que únicamente aportan un crecimiento de capital monetario en manos de determinada clase de individuos sin otro propósito que alimentar la fascinación por el poder. Eso no son bienes sociales considérese el asunto como se considere. Ni siquiera desde el horizonte de una posible creación de puestos de trabajo. La producción de armas, pongamos por caso, es una de las actividades que dinamizan más rápidamente el aumento de la cifra de trabajadores y aún la invención de artilugios sin que su saldo final aumente la capacidad moral de una sociedad o la ilustración de los individuos que la componen. Ahora vivimos horas que esclarecen absolutamente lo que dejo apuntado. Hacía muchos años que la pobreza de una sociedad tan ricamente armada no producía tanta miseria. Lo único que parece impedir la visión de lo que digo tan simplemente es la perversa insistencia del Sistema en que los individuos nos empeñemos en empezar los cálculos desde arriba. En el fondo lo que solemos llamar progreso consiste en una emoción psicológicamente muy próxima al entusiasmo que producen los carnavales, una copiosa fumata de hierbas o el orgullo de ganar la copa mundial de futbol, entre otros orgullos que se hiperbolizan. La hiperdermicidad a que está llegando el mundo eleva las más discutibles aspiraciones a espuma de cerveza o fuego de virutas. Con ello no quiero hacer propuestas que eliminen alegrías fáciles sino todo lo contrario: convertir en alegrías profundas lo sencillo y duradero. Los pueblos que conservan sus tradiciones deportivas o festeras saben de lo que hablo. Tras el carnaval de Río a uno no suele quedarle más que la marca del tanga, lo que obliga a recordar a la familia el triunfo de lo carioca con la reducida acción de enseñar el culo. Claro que cada uno se entusiasma con lo que tiene a mano.

Hablábamos de la posesión colectiva del mundo y no del desguace del mundo mediante la propiedad individual o de clase. Según sea la tenencia de las cosas, propiedad o posesión, así será la calidad de nuestro tránsito por el planeta. Hace un par de días entretuve mi tiempo en desentrañar lo que sería la subasta de energías renovables, que creo presidió solemnemente nuestro presidente de gobierno, aunque esto último no lo aseguro. Al final me enteré que se trataba de vender la propiedad del calor solar o del viento y quizá de las aguas a empresas privadas a fin de que las mismas procedan a convertirlas en mercancías obviamente venales. O sea, el viento de todos pasará a ser viento de una sociedad anónima; el sol de todos será embotellado en megawatios de propiedad privada cuyas ganancias pasarán al «puñado» que nada más levantarse desayunan con la revista “Forbes” a su diestra. Lo más curioso de la operación es que los adjudicatarios de la estrella solar y del soplo de Eolo eran grupos empresariales muy modestos que ahora tratan de endosar lo subastado a las monstruosas potencias empresariales que casi pueden hacer, pero al revés, lo que hizo Dios cuando nos dejó en herencia la luz en su primer día de la creación: apagar, en este caso, esa luz cuando no satisfagamos el recibo que nos giren por tan brillante servicio. Pero una cosa así empieza ahora a hacerse de modo más sutil para evitar la indignación creciente de los consumidores. Las empresas adjudicatarias de esa diabólica subasta son invento de gente sencilla, de «emprendedores». Ahí está el toque social del Partido Popular. Luego los «emprendedores» acudirán en venta a los grandes y poderosos compradores, que se encargarán del oligopolio. Y de ahí el regreso a la ancianita quemada. Supongo que los presidentes de Endesa, de Iberdrola o de Sevillana tendrán ya flores en las capillas en las que hayamos de orar por el «Hágase la luz».

Y bien ¿acaso la luz no era un bien natural, como el agua, el viento o las riquezas que guarda la tierra? ¿Acaso el Código Mercantil sustituirá ahora a las palabras de Dios cuando decidió trabajar seis días para darnos la posesión, que no la propiedad, de la Tierra? A ver: que me traigan un obispo y al Sr. Rajoy, creyente desde que lo bautizaron en La Moncloa. Como dicen los gallegos, quiero debatir, como comunista y como cristiano. Sánchez, tú eres Pedro y sobre este Pedro quiero edificar mi Iglesias. Vamos a ello.