Víctor Moreno
Escritor
GAURKOA

¿Somos ruido?

Hay quien, para explicar(se) el panorama desolador que provoca el ruido en la sociedad actual, dice que eso sucede porque «somos ruido». Terrible constatación si es cierta. Porque, tratándose de una fatalidad, nada podrá hacerse para erradicarla.

Admitamos, por un momento, que somos ruido, solo ruido, mucho ruido, como dice la canción de Sabina. La pregunta sería si somos ruido a tiempo completo, durante las veinticuatro horas del día, de forma ininterrumpida, estemos donde estemos y a la hora en que estemos, o solo somos ruido a tiempo parcial, a ratos y cuando nos da. También podríamos preguntarnos si nacemos gritones o nos hacemos. Si es cuestión de genética o de cultura, de alimentación o de estupidez.

La verdad es que no tengo respuesta a tales enigmas. De lo que sí estoy seguro es que hacemos un ruido del carajo y que serán pocos los momentos del día y de la noche en que no lo hagamos, en casa, en la calle y en el trabajo. Me refiero al ruido inconsciente, que es el modo más cabrón con que hacemos ciertos actos de nuestra vida: «sin darnos cuenta». No me refiero, por tanto, al estruendo de los coches, motos, trenes, aviones, máquinas, camiones, fábricas, campanarios, motosierras, bajeras, etcétera. Pienso en el ruido del que somos responsables individualmente y que, aunque no lo creamos, amarga la existencia de muchas personas. Que no seamos conscientes de esta puñetera maldad revelaría el grado de estupidez y vagancia ética en que vivimos.

También ignoro qué país, nacionalidad o comunidad autónoma es más ruidosa. ¿Euskadi, Cataluña, Andalucía? La esencia ruidosa que transporta el ADN de un ampurdanés, ¿es la misma que lleva en su RH uno de Albacete? Lamentablemente, el reportaje que me ha suscitado estas preguntas no lo aclaraba. Se expresaba en términos homogéneos y uniformes dando por hecho que la expresión filosófica somos ruido era aplicable por igual a un castellano-leonés que a un baturro. Y no es lo mismo. Cada nacionalidad sufre el prurito de diferenciarse de las demás hasta en el ruido que ocasionan sus ciudadanos.

En dicho reportaje, se afirmaba que el ruido en España aumentaba durante el verano, tanto que las denuncias contra ciertos establecimientos espiritosos se disparaban en esta época. Se añadía que tal acentuación sonora tenía dos causas explícitas: la llegada de turistas y la gente, que, al verse echada de los bares para fumar, salía de estampida a la calle, formándose una algarabía de mil demonios, tanto que el decibelaje pasaba de 55 hasta 120 db, ocasionando de forma simultánea la felicidad de los jaraneros y el insomnio de quienes viven debajo de estas canteras del ruido nocturnas.

El reportaje pedía responsabilidad a estos sujetos bullangueros y escandalosos para que no convirtieran las noches de los demás en un infierno. Sin duda, que se trataba de un cierre final paradójico, pues la premisa de la que partía el periodista era un taxativo «somos ruido». Y, si lo somos, ¿cómo evitarlo si es ID fatal de la identidad?

Veamos. Si unos dicen que somos ruido y hay otros que lo demuestran, lo lógico sería que se los felicitara. Por una vez que ciertos individuos son fieles a lo que son, apestosamente ruidosos, se los critica y para colmo el ruido que hacen no es de su cosecha original sonora, sino fruto externo. Y se los vitupera por ser gritones y barullas, exigiéndoles que no lo sean para que los turistas no se lleven de estos pagos una imagen negativa. Los turistas; no los autóctonos. Se agradece el detalle.

El error de perspectiva de este análisis es evidente. Aclarémoslo. Muchos turistas vienen a España atraídos por sus múltiples ruidos, considerados estos como signo de una vitalidad rejuvenecedora. Los turistas sufrirían una gran decepción si descubrieran que aquí reina un silencio parecido al que disfrutan las focas del Ártico. Que los suecos vengan a España y comprueben que en sus calles reina un silencio de mortaja como el de su país, seguro que no regresan jamás a Teruel.

Toda Europa sabe que España es país ruidoso, su marca esencial, tanto que, si se lo propusiera, exportaría ruidos sin agotar su existencia. A España le quitas la cualidad de su estridencia sonora y se queda en corrupción.

Lo que no se entiende bien es que los gobiernos hayan sido incapaces de explotar esta fuente productiva, como exigen los cánones de la economía capitalista en que están instalados. Extraña que no vendan al exterior el ruido como reclamo turístico fundamental sin el cual las fiestas populares dejan de ser fiestas y populares.

Para empezar, el Ministerio de Industria, del que depende Información y Turismo, tendría que haber elaborado guías turísticas del ruido de cada región, estableciendo el nivel de decibelios alcanzados en sus distintos escenarios festivos: bares, hoteles, restaurantes, playas, plazas y demás espacios y acontecimientos sonoros previstos en el organigrama estruendoso del ocio y de la fiesta.

Hasta la fecha, los motivos para ponderar el atractivo de ciertos lugares han obedecido a parámetros pasados de moda: tradiciones religiosas, gastronomía, catedrales, monasterios, palacios, museos, montes y playas.

Sería el momento de exportar a nivel mundial el ruido que producimos. La explicación es fácil de entender. Es un hecho consumado que la extraordinaria producción de ruidos abrasivos no produce ninguna vergüenza a los gobiernos, sean estos autónomos, municipales o comarcales. El ruido sigue considerándose un mal inevitable por cuanto la producción económica es impensable sin él. Y quien manda es el dinero.

Está claro, también, que la política gubernamental contra la contaminación acústica ambiental, a pesar de la normativa nacional e internacional contra ella, sigue siendo muy permisiva, sobre todo en fiestas, donde el ruido junto con otras manifestaciones fisiológicas de la especie humana sigue campando a sus anchas, rebajando su sentido estético al resto de la camada animal.

La ciudadanía, tomada en formato individual, tampoco ve en el mal del ruido que hace a todas horas un signo de decadencia cívica, sino la explosión gloriosa del nivel de felicidad beatífica en que se encuentra y de la que, en ocasiones, se derivan actos poco edificantes. La estadística de crímenes perpetrados por causa del ruido va en aumento. Lo mismo sucede con los contenciosos penales que provoca entre vecinos. De este modo, los azares problemáticos más habituales del ser humano, en vez de resolverse en «auzolan», se judicializan en cuanto se convierten en conflicto sonoro.

Después de lo dicho, iba a sugerir al Gobierno que estableciera un día de fiesta bajo la advocación de san Ruido, al que tantos ciudadanos son devotísimos, pero sería redundante. El país honra a san Ruido todo el año. Lógico. Somos ruido. Fatalmente. Sin remedio.