EDITORIALA
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Parar la violencia y la crisis humanitaria en Myanmar

El éxodo de los refugiados rohinyás que huyen de Myanmar hacia Bangladesh se ha convertido ya, según la ONU, en la mayor crisis desde el genocidio de Ruanda ocurrido en la década de los 90 del siglo pasado. La gran cantidad de personas víctimas y la aceleración de la persecución han superado incluso a la crisis siria que hasta hace poco acaparaba la atención mundial. Las organizaciones humanitarias alertan del gran número de menores involucrados, del colapso de las infraestructuras de acogida y de la carencia de agua potable y saneamiento, advirtiendo que todo ello conlleva un elevado riesgo de enfermedades y epidemias. Una situación de necesidad extrema que impulsó a la ONU a organizar ayer una conferencia de donantes con el objeto de recaudar fondos que ayuden a atender a los miles de personas que se hacinan en Bangladesh.

Esta nueva crisis humanitaria hunde sus profundas raíces en la ausencia de reconocimiento que padece esta minoría bengalí musulmana en Myanmar, donde viven pero no tienen ninguna clase de reconocimiento, hasta el punto de que se les niega la ciudadanía, convirtiendo a los rohinyás en apátridas en su propia tierra. La negación del diferente es el primer paso para cercenar sus derechos. La criminalización va después: el Gobierno birmano les acusa de «terroristas». La violencia termina finalmente expulsando a la población. Por todo ello las organizaciones internacionales tildan de limpieza étnica lo que ocurre.

Un nuevo ciclo de violencia se ha desatado en Myanmar contra los rohinyás. La comunidad internacional debería presionar a la presidenta de ese país, Aung San Suu Kyi, para que haga honor al premio Nobel de la Paz que recibió y detenga la violencia. No es necesario que presione con la vehemencia que utiliza cuando los gobiernos no son de su gusto, pero que sea al menos efectiva para romper la cadena de violación de los derechos humanos y garantizar la ayuda humanitaria a la población indefensa.