Irati Jimenez
Escritora
JO PUNTUA

Progres

Es difícil pensar bien, con acierto y con honestidad. Se nos ha inculcado la idea de que todo lo que nos pasa por la cabeza es pensamiento, y se nos ha educado en la filfa de que somos seres racionales pero somos, como mucho, seres emocionales con tendencias racionalizadoras. Siempre nos parece que mal, piensan los otros. Normalmente, con mala intención. Y, sin embargo, pensar mal es facilísimo. Por no tener el conocimiento suficiente, por no sopesar nuestros intereses y prejuicios, por no valorar el mérito de los argumentos contrarios o por no tener ni repajolera idea de nuestros sentimientos.

Sé que no soy la única que, ante la crisis catalana, observa a la mayoría de la progresía española –no me sale llamarle izquierda– y piensa en darle mejor uso al cuchillo del pan mientras se pregunta cómo pueden tantas personas pensar tan atrozmente mal como para justificar tantas aberraciones jurídicas y políticas. ¿Por qué no consideran infame el secuestro de un gobierno si es la conclusión a la que llega el cómico Stephen Colbert en la televisión generalista de los Estados Unidos?

¿Por qué no se extrañan cuando intelectuales que admiran disienten en esta cuestión con sus posturas y se apresuran a decir aquello de «normalmente estoy de acuerdo con Varoufakis / Chomsky / Davis / Assange, pero en esto se equivoca»?

En parte, creo que se debe a que no aceptan su legítimo sentido de la patria, una palabra demonizada con la que nos han señalado a los demás para sentirse excelentes y reprocharnos lo primitivos que éramos.

Y ahora que la notan, en lugar de vivirla democráticamente, la niegan de manera imperialista, imponiéndosela a los demás con argumentos sonrojantes como que «la ley hay que cumplirla» que ignoran, por decir algo, que el apartheid, la segregación racial y el voto género o raza fueron completamente legales y requirieron de rebeliones tan ilegales como justas para pasar al estercolero de la historia.