Dabid LAZKANOITURBURU

Trump: Agenda interna con cálculo geoestratégico

Al anunciar solemnemente que EEUU reconoce a Israel su pretensión de convertir de iure la capitalidad de facto de Jerusalén y ordenar el inicio de la mudanza de su Embajada en Tel Aviv, el inquilino de la Casa Blanca toma una decisión sin efectos directos y prácticos de inmediato, pero de un calado simbólico tal que supone echar toda la leña del árbol caído de la diplomacia en Oriente Medio al fuego de una región que ya arde por casi todos sus costados.

Conviene recordar que Donald Trump no ha hecho más –ni menos– que desempolvar y rubricar con su firma presidencial un acuerdo que el Congreso estadounidense aprobó por abrumadora mayoría (republicana y demócrata) en 1995. Un acuerdo que sus predecesores Bill Clinton y George W. Bush prometieron aplicar, pero fueron postergando hasta que Barack Obama lo congeló en el olvido de un cajón que su sucesor no ha dudado en remover e incluso volcar.

Tampoco hay que olvidar que el presidente estadounidense cumple una de sus promesas electorales más emblemáticas, honrando así a la base del electorado que le aupó a la Casa Blanca. En este sentido, siendo verdad que los pocos pero decisivos cientos de miles de votos que le dieron los delegados de los estados del Cinturón de Óxido (Ohio, Wisconsin...) fueron los que le dieron el último empujón, su triunfo en las presidenciales se cimentó en el apoyo del electorado tradicional republicano, en el que los votantes evangélicos tienen un peso sustancial. Votantes que creen a pies juntillas en la literalidad de la Biblia y que componen esa corriente que se ha venido a bautizar con el término de «sionismo americano». Este electorado supone el principal y más fiel sostén al sionismo parafascista de Benjamin Netanyahu, un apoyo sin complejos a la deriva actual de Israel, a la que la liberal y preferentemente demócrata minoría judía de la costa este de EEUU mira con una mezcla de entusiasmo y recelo.

Al igual que hizo al retirar a EEUU del TPP (Tratado Transpacífico de Libre Comercio con Asia) y del Acuerdo de París contra el cambio climático, el magnate se erige en el presidente de unos (los que se ven perdedores de la globalización) y de otros (los que sueñan con EEUU como una nueva Sión mirándose en el espejo de la Vieja Sión judía). Y como corolario, sigue desmontando el legado de Obama, para júbilo de los que siguen considerando a su primer presidente negro como un impostor, «musulmán» y «socialista liberal». El cálculo político interno de Trump es innegable y desdice a todos los que le siguen ninguneando –como hicieron durante la campaña– y calibran todas sus acciones como prueba de una impulsividad sin sentido.

Esos mismos niegan rotundamente que la decisión sobre Jerusalén del showman metido a presidente de la mayor potencia del planeta responda a cálculo geoestratégico alguno y le llegan a acusar de sacrificar el rol de EEUU en Oriente Medio y en el mundo en el altar de su propio ensimismamiento –y de su electorado–. Me temo que se vuelven a equivocar.

El momento elegido por Trump no es una cuestión baladí. El espaldarazo total a Israel amenaza con hacer saltar por los aires el diálogo para la reconciliación interpalestina. Si alguien piensa que, tras esto Hamas va a desarmar a su milicia satisfaciendo la principal exigencia de la ANP es un ingenuo, o está más ensimismado que el propio Trump. El anuncio coincide, además, con un momento de debilidad política de las reivindicaciones palestinas en el contexto del actual Invierno Árabe y entierra definitivamente cualquier expectativa de una solución negociada (de dos estados) al conflicto.

Una negociación que el exsecretario de Estado de EEUU, John Kerry, se afanó al final de su mandato en rescatar sin éxito por el enroque israelí. Netanyahu se limitó entonces a rechazar todo diálogo y a soñar con la llegada de Trump a la Casa Blanca para vengarse por los desaires de Obama.

El actual presidente apuntala así a Israel y lo hace con un desdén total, paralelo a su islamofobia, respecto a la delicada posición de sus muchos aliados árabes. Pero ahí también hay un cálculo. Trump entierra el guiño que Barack Obama lanzó al mundo musulmán, concretamente al islam político en el contexto de las Primaveras Árabes y apuesta por acuerdos individuales con sus déspotas aliados en la región, confiando en que, más allá de aspavientos y de condenas altisonantes, no les queda otra que mantener su alianza con Washington.

Finalmente, lanza una clara advertencia a Irán (al fin y al cabo islam político, pero chií), y cuyo acuerdo nuclear con Obama pende del fino hilo que comunica a Trump con el Congreso de EEUU.

Los EEUU de Trump tratan así de reaccionar a su indudable y creciente pérdida de posiciones en la región (fiasco en Siria, repunte iraní en Irak...). Y lo hacen apuntalando sus viejas y sólidas alianzas, sin aventuras ni apuestas diplomáticas.

Porque hundir para siempre las esperanzas palestinas no deja de ser un plan, por muy criminal que sea. Otra cosa es que el plan funcione. Hace 30 años, Israel dejó hacer a Hamas para hundir a Arafat y desanimar al pueblo palestino. La respuesta le llegó el 8 de diciembre de 1987 con la Intifada de las piedras y con una larga secuela de años y atentados. El entonces primer ministro Isaac Rabin reconoció el error.

Las consecuencias de la decisión y del plan de Trump están por ver. Pero seguro que nos ocuparán –y preocuparán– por mucho tiempo.