Antonio Alvarez-Solís
Kazetaria
GAURKOA

El pueblo elegido

Les conozco. La afirmación quizá sea demasiado amplia; entra casi en lo abstracto, con el peligro que lo abstracto representa. Un hombre con sangre judía, Lenin, dijo algo con la inteligencia que da el sedimento hebreo: «Toda verdad abstracta queda reducida a una frase cuando se aplica a todas las situaciones concretas». Pero esta afirmación no le evita a uno que insista en subrayar ese «algo común» que cree distinguir en los judíos y que permite decir «los conozco». Quizá venga ese «algo» de la milenaria convicción de que son el pueblo elegido. Decir esto equivale a incurrir seguramente en un lugar común. Pero se trata de una realidad que lo matiza todo, que interviene en todo, que constituye un sólido denominador común. Son decididamente el pueblo elegido. No se puede eliminar esta misteriosa y peligrosa creencia si se aspira a un correcto análisis de la historia judía.

Creer que Dios ha señalado con el dedo a una nación acaba por generar una realidad profunda y, no pocas veces, sumamente peligrosa. La frontera entre lo canónico y lo circunstancial está marcada en Israel por una frontera casi imperceptible. Esto hace que Israel, como ocurre también a Inglaterra, nunca pueda ser una democracia sino un sistema. Un dilecto amigo, un gran físico hebreo que se separó de su maestro Enrico Fermi por su participación en el proyecto de la bomba atómica, me hizo una confidencia muy reveladora: «No soy religioso, pero me siento judío». Coincidí con este gran amigo en unas jornadas catalanas, hace ya muchos años, sobre el ya caliente conflicto judeo-palestino y los dos defendimos la necesidad de un Estado federal para superar lo que después fue ya un río desbordado. Jamás admitió el belicismo del pueblo al que pertenecía, pero era irremediablemente judío.

El judío pertenece a una raza peligrosamente excepcional. Peligrosamente para ellos y para el resto de la humanidad. Su historia es la historia del sufrimiento inferido a otros o del sufrimiento recibido en carne propia. Es como si hiriesen a gentes de todo origen a lo largo de una historia de desafiantes menosprecios a la humanidad, para convertir luego en un clamor de martirio la respuesta correspondiente de los humillados. Cuando en el curso de esa respuesta se roza el perfil judío de alguien que lo sea, cercana o lejanamente, el afectado por la contestación anti hebrea puede renunciar a su credo político o social de paz para reavivar la oculta y agresiva llama hebrea. Si usted niega al judío, niega a Dios y sus hijos predilectos pueden proceder con la mayor crueldad, al margen de toda ley comúnmente aceptada. Otro amigo con el que participé durante mucho tiempo del credo comunista, que él vivía con una formación y una profundidad admirables, llegó a renunciar al internacionalismo proletario, sobre el que había escrito una sólida obra, por no compartir tan hermosa voluntad universalista con los «casposos» palestinos.

El judío lo es en plenitud, sin evolución alguna, desde la milenaria historia de Abraham, que convirtió la tierra cananea en el primer hogar de la cáfila que, partiendo de la mítica ciudad caldea de Ur, con el tiempo parió las doce tribus firmantes de la alianza con el Eterno. Hablamos de cuatro mil años de creencias sostenidas contra el mundo gentil; o sea, contra todo el mundo. Cuando Theodoro Herzl plantó en 1897 la semilla del Estado de Israel escribió la frase decisiva: «¡El año que viene, en Jerusalem!».

Cuatro mil años han estado los judíos cerrados a toda integración verdadera con otros pueblos. Sus capas directivas viven recelosamente. Años poblados, según cuándo y cómo, de locos videntes, patriarcas solemnes y monarcas armados. No hay textos sagrados más estremecedores que los que componen el Antiguo Testamento, con un Dios movido por una ira perpetua no solo respecto a los gentiles, sino contra su propio pueblo, que quizá hoy aspire a llegar, entre fuego y muerte, hasta la confluencia del Éufrates y el Tigris, de donde un día saliera el Patriarca; el camino por el que perpetuamente transita el sueño abrasador del gran Israel. Es lícito recordar, de cara al manejo de la historia que hacen los ortodoxos de Sión, que cuando las tribus judaicas se asentaron en la tierra que, según el dogma, les fue donada por el Señor, un pueblo que sería el antecesor de la actual nación palestina ocupaba ya esa región de la orilla mediterránea. Mas todo esto son historias sagradas por las que transitan dioses que hablaban con los profetas, ángeles con espadas flamígeras y reyes sensuales ¿Pero qué diferencia hay entre aquel Israel y el presente? Si acaso, que esos reyes sensuales cuentan ahora sus caudales en Wall Street o en la City londinense, lejos del estrépito bélico que impide toda correcta contabilidad.

Como me decía un generoso castizo mientras tocaba el piano en una velada entre política y frívola, tan propia de Madrid, «hay que querer mucho a los judíos para llegar a quererles». Los judíos dieron profundidad moderna a la banca, abrieron brillantes cauces a la ciencia, fabricaron las colosales armazones revolucionarias, abastecieron las universidades de saberes perennes y vivieron la primera democracia del mundo, pero todo ello no les convirtió en una etnia soldada al mundo. Todo ello les facilitó una butaca de primera fila en el teatro mundial, pero una butaca disfrutada en solitario. Su misma democracia, casi tan antigua como ellos, ha sido una democracia cerrada sobre sí misma. Una democracia sin lazos externos, vacía de derechos universales. Una democracia para uso interno, vigilada por las reglas de la teocracia y confinada entre los muros de la sinagoga. Desde esa democracia íntima, protegida en la caja fuerte de Dios, ejercen los hebreos su violencia agreste o su dirección sutil, pero inmisericorde, del mundo restante. Sus actos tienen siempre un sabor acre a sacrificio en el ara indiscutible. Son generosos desde su montaña sagrada, pero cuando son víctimas recurren a un lenguaje religioso con definiciones como el holocausto. No admiten, por ejemplo, que el genocidio que ha arrasado ahora a Gaza sea también un holocausto.

El embajador de Israel en Washington ha llegado a decir, en el colmo de la autocomplacencia, que Israel merecía el Premio Nobel de la Paz por el cuidado con que se ha realizado la invasión del pequeño territorio musulmán. Ese embajador no cuenta los niños muertos, los civiles destrozados por las poderosas armas judías, los bombardeos de los hospitales, la tierra condenada ya a una esterilidad larga y triste. Ese embajador no acepta el desprecio y el horror de gran parte de la sociedad que recuerda a los invasores las mil formas que tenían a mano para no generar tanta muerte. Siempre, la voz vengadora emitida desde el poder hebreo. Y, al mismo tiempo, la reverencia en el Muro de las Lamentaciones a un Dios armado hasta los dientes.

Se habla incesantemente de los cohetes lanzados por los milicianos de Hamas, que se hubieran hecho imposibles con una simple fuerza internacional de interposición ¿Pero acaso el orgullo israelí hubiera admitido la presencia de esa fuerza? ¿Acaso la destrucción de unos túneles, sospecho que de antiguo localizados, explica la tragedia proyectada sobre una población civil que vive con la sensación constante del próximo desastre? ¿No es infantil que una potencia como Israel, que tiene sujeto por su rienda al mismo Estados Unidos, diga que los muertos civiles de Gaza lo han sido por servir de trinchera a los milicianos musulmanes? Aún más ¿quién ha producido esa situación sino un Estado que día tras día arrebata su tierra y su dignidad a los palestinos?

En el mundo actual estar con los pobres parece algo incompatible con esa modernidad que han construido los ricos, pero nunca se debe perder de vista que esa riqueza produce vertiginosamente la ruina de la sociedad embutida ya en una sola estantería. Leía hace horas la estadística que refleja un hecho inaceptable si se pretende la mínima justicia social: los norteamericanos son en este momento un 36% más pobres que hace diez años. Resulta clamoroso que en el seno mismo del Imperio se produzca esta degradación hacia la pobreza. Y aún es más doloroso que parte sustancial de las masas que sufren en el seno de ese Impero inciensen al sistema como el único camino viable hacia el progreso. Pues bien, entre esos nuevos pobres hay también judíos, mas paradójicamente esos judíos no reconocen su pobreza simplemente porque la nación judía es rica y esos hebreos de vida estrecha son células del poderoso organismo judío ¿Hablamos del colmo de la alienación? Para qué. No resultaría útil. En recuerdo de la canción que preguntaba maliciosamente aquello de «¡Madre ¿qué tiene el negro?!» podríamos cambiar la letra por la de «¡Madre, ¿qué tiene el judío?!», pero en este caso la respuesta arruinaría el baile; el judío tiene a Dios atado por un contrato. Cada judío comparte, pues, su firma con la firma de Dios. Las consecuencias de este hecho pueden ser tremendas. Han vuelto a serlo en Palestina.