Ayer se visualizaron mejor que nunca las dos tesis sobre los efectos del caso Pujol. A un lado, el ministro Montoro, quien sugería que el proceso independentista queda tocado por el ocaso de quien precisamente fue el encargado de frenar el separatismo en las filas catalanistas durante años. Al otro, movimientos de izquierda como Guanyem y Podemos, que en la presentación de la querella contra el expresident y su familia reivindicaron que de lo que se trata es de un síntoma más del fin del régimen del 78.

La primera lectura queda directamente desacreditada, viniendo como viene de un Gobierno español que, pese a conocer desde hacía años los tejemanejes del clan Pujol, no los ha querido airear hasta que le ha interesado políticamente. Este mismo hecho sirve también para colocar el asunto en el ámbito del fin de régimen. De hecho, que las fuerzas que han modelado el Estado español durante las últimas décadas dejen de taparse las vergüenzas es, probablemente, la prueba definitiva de que, sea lo que sea lo que acabe pasando, algo va a cambiar.

Este argumento llevó ayer a los impulsores de la querella a separar explícitamente el caso Pujol del proceso independentista. Algo que también han hecho en las últimas semanas referentes del independentismo como David Fernández (CUP) u Oriol Junqueras (ERC), que este fin de semana aseguraba que el efecto del escándalo en el proceso es nulo, ya que Pujol era «la máxima encarnación de la política autonomista».

Vale, de acuerdo. Pero cuidado, porque el giro de Pujol y de su partido hacia posiciones más rupturistas ha sido pieza indispensable en la ecuación que ha permitido poner en marcha el proceso catalán, por mucho que haya sido forzado por la movilización social. La desmoralización del votante convergente tradicional sí podría llegar a afectar al proceso, sobre todo teniendo en cuenta que apenas hemos asistido a los primeros capítulos de un serial que promete entretenimiento para todo el otoño. La pregunta del millón: ¿y si el escándalo acaba salpicando a Mas?