Belén MARTÍNEZ
Analista cultural
AZKEN PUNTUA

Lasa y Zabala: la memoria amortajada

Cómo medimos la distancia -infranqueable- entre los medios utilizados en democracia y los que utilizan quienes son considerados «enemigos» de la misma? La respuesta a este dilema nos la ofrece José Paulo Sobral de Figueiredo en el documental «Tierra de nadie», de Salomé Lamas. Figueiredo recurre al proverbio: «A grandes males, grandes remedios», llegando a admitir que, en los GAL, «no éramos guerrilla. Éramos asesinos, y punto».

El susodicho pretende ser Paulo Figueiredo Fontes, mercenario que aparece en el reportaje «GAL: des tueurs d'État?» (GAL: asesinos de Estado), de Bruno Fay y Xavier Muntz. Su confesión parece una enmienda, con carácter retroactivo, a la arenga del general Galindo: «Con seis de estos se podría haber conquistado toda América del Sur».

Cada vez que destapamos la caja negra de nuestro pasado reciente, la atmósfera se vuelve irrespirable, por el olor nauseabundo que desprenden las cloacas del Estado. Películas y documentales pueden contribuir al conocimiento de la verdad, sin ser este un acto militante ni propagandístico. Pero la verdad no basta para resarcirnos de un pasado en el que han imperado la inhibición y la impunidad ante la tortura y los asesinatos perpetrados por el Estado, ni para difuminar la crueldad derivada de una obediencia ciega a órdenes injustas, como la carga de la Ertzaintza ante los féretros de Joxi y Joxean.

No era tiempo de cargas, era tiempo de Antígonas defendiendo la dignidad del cadáver de un hermano, Polynice, a quien le era negada la sepultura. La paz no puede erigirse sobre un accidentado y frágil suelo ético. ¡Queda tanto por contar!