Víctor Moreno
Escritor y profesor
GAURKOA

Ni legalidad, ni ética, caraduras

«Una legalidad que permite tantos chanchullos jamás puede considerarse legal», afirma el autor, que tomando como referente el ámbito religioso y la asistencia de la presidenta de Nafarroa a la beatificación del sucesor del Opus Dei, Álvaro del Portillo, considera que han vuelto a dar una «puñalada trapera» al pluralismo confesional que dicta la legalidad. Para Moreno, ese ejemplo refleja «la caradura y la falacia» de una posición supuestamente subordinada a la ley pero que se guía por sus «particulares alucinaciones teocráticas».

Se les hace la boca cocacola-light defendiendo la legalidad. Tanto que ese Houdini de la responsabilidad política llamado Rajoy no tendrá empacho cínico en decir que hay que «dialogar sin salirse de la legalidad». Pero ¿cómo se podrá dialogar en igualdad de condiciones si de antemano se estigma al interlocutor posible con la amenaza de que está fuera de la legalidad?

¿Solo está dentro de la legalidad cuando se defiende la legalidad? A la vista del monipodio tarjetero, está visto que no. Por ello, ante la habitual charlatanería moralizante de quienes manipulan el poder, estaría bien recordar aquella frase de Cervantes: «cuando la zorra predica, no están seguros lo pollos». Y en esta fábula no hace falta indicar quién es la zorra y quiénes los pollos.

Se olvida que esta legalidad sirve para legitimar actos de bandidaje que un mínimum de ética personal no aceptaría por atentar impunemente contra la más elemental justicia. Una legalidad que permite tantos chanchullos jamás puede considerarse legal. Y quienes se escudan en ella para justificar sus latrocinios no solo adolecen de una ética de plastilina, sino que, peor aún, no son ni legales. La legalidad de estos políticos es una legalidad de chichinabo. Y, cuando la legalidad les da la razón, tras el pronunciamiento de una justicia hace tiempo descafeinada por su subordinación a la ambición política, hay que echarse a temblar. No solo proclaman que su ética personal está en horas bajas, sino que, también, lo está cierta justicia, sometida al poder político y empresarial. Y si la permisividad de meter mano en lo ajeno es tan escandalosa, lo es porque esta justicia, representada por jueces con ideología y con ambición semejante a la de los políticos, también espera obtener sus beneficios.

Cuando estos tipos son juzgados por una legalidad en horas bajas y se les exculpa de sus robos, en vez de bajar la cabeza como bueyes capaos, los muy chulos, se envalentonan y asegurarán que «están con ganas de seguir trabajando como siempre», que es lo que manifestó la ufana Barcina tras el expolio de la CAN.

«¿Cómo siempre?» Encima tienen la desfachatez de avisarnos de que van a perpetrar las mismas trapisondadas en cuanto puedan. Se sienten tan seguros de sus obras ante una justicia y una legalidad permisivas que solo les falta indicar con pelos y señales cuándo, cómo y dónde harán la siguiente para que vayamos a contemplar in situ el espectáculo y aplaudir su artera capacidad para hacer desaparecer el talonario de la chistera correspondiente.

La legalidad de la Constitución que aplauden y recaban como espejo en el que deben mirarse los demás, ellos la maltratan incumpliéndola cuando les conviene e interpretándola como les dicta su cerebro procustiano, demediado por una ambición desmedida. Esta suele llevar a los seres humanos a ejecutar los menesteres más viles, por eso para trepar se adopta la misma postura que para arrastrarse. Jonathan Swift dixit. Y hoy día hay demasiados arrastrados metidos en política.

Barcina no parece tonta, pero, desde su pragmática y legal inteligencia, entiende el alcance que tiene el artículo 16.3 de la Constitución como le dicta su particular ideología nacionalcatólica. O, quizás, no. Quizás obre desde la inconsciencia, lo que, sin duda, sería peor aún.

Está demostrando por activa y por aoristo griego que el concepto de no confesionalidad de dicho artículo no entra en su diccionario de andar por el palacio de gobierno. Todavía no se ha estrenado poniéndola en práctica. Y no será porque no ha dispuesto de ocasiones para demostrar que ella cumple la legalidad de forma escrupulosa.

Quizás, el problema de su percepción sectaria y restrictiva de la realidad no radique solo en su personal pupila ideológica, sino que es muy probable que la culpa esté en que partimos y aplicamos una falacia política mal asimilada y propagada por una democracia cada vez más descafeinada. Hablo de la falacia de aceptar acríticamente que los políticos representan la ciudadanía. ¿La representan?

Si lo hacen, lo será de un modo formal y formalista, pero no real. Lo demuestran una y otra vez los políticos que solo actúan para su parroquia, pero no para la mayoría. La ciudadanía es plural en cualquiera de las manifestaciones que se tomen en consideración: política, cultural, social, religiosa, sexual y gastronómica.

Representar este pluralismo mediante el ejercicio del poder político lo han convertido en un imposible. Lo habitual es caer de bruces en un restrictivo sectarismo y en una falta absoluta de delicadeza hacia quienes forman parte de ese conglomerado de personas tan diversas y dispares en creencias y en intereses, y que denominamos sociedad.

Si tomamos como referente el ámbito religioso, se observa que la presidenta del Gobierno foral las mete dobladas. Si lo hace a posta, mal; si lo hace inconscientemente, peor. No pasaron diez días de la ofrenda de Navarra a santa María la Real, para que cometiera el mismo desliz confesional asistiendo como presidenta de todos los navarros a la beatificación del sucesor del Opus Dei, Álvaro del Portillo.

Se comprende bien que tanto Barcina como Catalán asistan a dicho acto, toda vez que gracias al Opus Dei, Navarra sigue siendo esa Navarra que tanto agrada a la casta empresarial de la provincia. Sin embargo, si la pretensión de Barcina y Catalán ha sido agradecer públicamente al Opus Dei su labor desempañada en la cohesión ideológica conservadora de la sociedad navarra, podrían haberse evitado tanto despilfarro peripatético. De todos es sabida la connivencia existente entre Opus Dei y UPN, en cuyo partido militan varios miembros numerarios de la Obra. Así que, con enviarles una esquela personal en nombre de su partido, pero no de Navarra, habrían cumplido con el expediente y el protocolo. Y habrían ahorrado al erario unos buenos euros que, seguro, han despilfarrado en viajes, comidas, hoteles y guardaespaldas.

Barcina y Catalán han vuelto a dar una puñalada trapera al pluralismo confesional y no confesional de la ciudadanía.

¿Comprenden Barcina y Catalán el alcance pragmático que tiene el artículo 16.3 de la Constitución?

Tal vez consideren que les asiste el derecho mundial para asistir alegremente a cuantos actos consideren una exaltación pública de sus particulares creencias, sean estas religiosas, sexuales y gastronómicas. Si es así, se equivocan. El derecho que dimana de la su Constitución, o, como les gusta decir a ellos, de su querido Estado de Derecho, les obliga a respetar el pluralismo de la sociedad, de tal modo que, cuando asisten a la beatificación de un carcamal en vida, lo único que están manifestando es su propia ideología afín al beatificado, pero en modo alguno están representando a Navarra. A esta, una vez más, se la están pasando por el arco estrecho de sus creencias religiosas.

Y Navarra es mucho más que sus particulares alucinaciones teocráticas.