Antonio Alvarez-Solís
Periodista
GAURKOA

La metrópoli

Al leer un amplio resumen de la conferencia que el general jefe del ejército de tierra español, Sr. Domínguez Buj, pronunció en Madrid con el título de «Un ejército para el siglo XXI», sentí un extraño frío. He de reconocer que ese escalofrío moral no se refería a un texto íntegro, que no conozco, sino a ciertas palabras y frases, reproducidas al parecer en su textualidad, que me ponían una vez más en la estela de la historia de España.

Me sentí mareante en un mar roto. La historia de España, con sus quinientos años a la espalda, es la historia de una autocracia volcada en el cuidado de un mismo agujero. Una historia apoyada en una tierra latifundaria con un horizonte constante, una iglesia represora de la libertad intelectual y un generalato, que no ejército, constreñido a la salvaguarda de un reparto secular en la misma mesa de juego.

Todo ello anudado por una Corona con el motor colocado más allá de las fronteras peninsulares. Reyes reinantes en el balneario español y reyes exiliados de regreso al sol turbio de sus orígenes. Monarcas austriacos, franceses, alemanes..., ligados a una banca flamenca, borgoñona, florentina. No debe sorprender, por tanto, que un hombre formado en la cultura moral y política de otras ciudadanías, por efecto de lazos de sangre y concepciones intelectualmente críticas, se estremezca cada vez que escucha el aullido del lobo.

Pero volvamos al general Domínguez Buj en el momento de alzar su vuelo sobre el conflicto catalán. Dice el general: «Cuando la metrópoli se hace débil, se produce la caída». Y dibuja un paralelo sobre el 1808. Cree el general que la guerra contra los franceses debilita a la Corona española para enfrentarse a los grandes movimientos soberanistas de la América española. El análisis me parece muy sumario. Los movimientos aludidos ya estaban en pleno hervor, algunos con un perfil que habrá que situar en su punto exacto y no mediante una simple mecánica de vasos comunicantes.

Lo que se mueve en América es el criollaje, que no se resigna a depender de una metrópoli exhausta, inmóvil y explotadora. Bolívar viene a España a participar en la batalla contra Napoleón y regresa a su tierra convencido definitivamente de que crear una sociedad potente y propia es el único camino que les queda para alzar la losa española. Y esa voluntad es mucho más significativa para hacer la guerra a España que la debilidad del gobierno que retorna a las manos incapaces y brutales de Fernando VII, que con su política cierra otra oportunidad de hacer de la sociedad española una sociedad culta y progresiva.

Como anécdota añadida cabe apuntar que muchos pueblos indígenas de aquella América expoliada por la metrópoli forman en los ejércitos españoles dado un desesperado temor a que su esclavitud se prolongue en manos de los nuevos amos. Al parecer, el análisis del general Domínguez Buj no es correcto. Pero esto es lo de menos en la reflexión de hoy. Lo importante es que hable, hoy, ahora, de la debilidad de la «metrópoli» como causa del levantamiento moral y político de parte de la periferia del Estado español.

¿Qué significa la locución metrópoli? Hablemos con el diccionario de la RAE en la mano. Primera acepción: «Ciudad principal». A mí me parece una acepción cargada de madrileñidad en este caso. Uno recuerda el Gran Madrid de Franco, aquel gran fracaso. Esto no es bueno para los vascos ni para los catalanes. Ni para España, ya que la modernización muy limitada que ha sufrido España a través de los dos últimos siglos ha sido elaborada con manos vascas o catalanas. Segunda acepción, y esta ya es peor de cara a la pax hispanica: «Metrópoli es la nación respecto de sus colonias» ¿Ha dicho colonias la Real Academia? Sí, ha dicho colonias. Al general se le ha complicado el argumentario. Mas ¿a que no esperaba usted este rebote?

Pero hay más. El general conferenciante se pierde a continuación al enredarse entre una sospechosa subordinación y un apunte de amenaza armada. Dice: «Las fuerzas armadas no son garantes de nada, sino que son la herramienta que tiene el gobierno para hacer cumplir la ley y la Constitución». Dejemos aparte el término «herramienta» por su peligrosa rusticidad y vayamos al fondo de lo expresado. Lo que asusta a este español de lotería, o sea yo, es que sean precisamente las fuerzas armadas la herramienta para cumplir la ley.

El gobierno tiene en su mano vías preferentes para que se cumpla su voluntad como son la negociación política, el recurso a las elecciones, en escalón más bajo los tribunales e incluso la policía si se trata de «disturbio» menor. Posee el recurso supremo de cambiar la ley si ésta ha perdido legitimidad. El emplear el ejército para convertir la política en una máxima coacción no conviene ni a la razón ni a la paz. El ejército está para defender a la nación frente a agresiones exteriores, ya que si las fuerzas armadas se dedican a la represión interior, cabe sospechar que perderían su esencia apolítica al disparar un día frente a una determinada oposición y hacerlo al siguiente contra la fuerza ideológica que acaba de ser relevada de acuerdo con la dinámica admitida por la doctrina democrática. Un cañón no puede girar sobre sí mismo con esa velocidad que resultaría impúdica. Uno sospecha que lo advertido por el general es solo la fachada de una neutralidad profundamente parcializada.

La sospecha que acabo de referir queda superalimentada por las frases que siguen a continuación. El general añade a todo lo anterior que los ejércitos deben «estar preparados para intervenir en la forma que el gobierno decida» ya sea «en el interior» como «en el exterior» y para ir a «Afganistán o a Valencia» ¡Alto ahí, general! No enredemos a Valencia con las acciones exteriores. No me recuerde la canción asturiana que expresa que «a la mar fui por naranjas/ cosa que la mar no tiene./ Metí la mano en el agua/ y saqué un carabinero». Letra que no aclara si el carabinero es un marisco -recomiendo la sopa de carabineros- o un individuo de la guardia arancelaria y anticontrabando, como sucedía cuando la canción fue puesta en circulación.

Como declaraba ut supra sobre mi carácter de reserva genética sajona y celta -cada vez creo más en lo étnico, que es pasaporte cierto- yo admiro mucho a esos oficiales, ingleses, franceses o alemanes que cuando abandonan el cuartel proceden a vestir su ropa civil para no interrumpir el pacífico paisaje urbano. No son «garantes de nada», como dice el general Domínguez, pero tampoco son «herramienta» para marchar sobre Valencia ¿Puede en Inglaterra imaginarse a un general que hable de Afganistán a la par que de marchar sobre Edimburgo? Son gente que únicamente hablan de política en la reserva de su club, con un whisky maduro y un habano de la vieja Cuba.

Pero España no es así. La oferta ha de estar visible tanto por lo que vende con el gesto como por lo que se destapa de través. La presión sobre el poder supera toda prudencia, toda templanza y toda razón. Somos una tierra en la que un ciudadano como Felipe González requiere que se actúe urgentemente contra la corrupción y el enriquecimiento ilícito. ¡Él!

Comprendo a la Maravillas de «La calesera» cuando siente el apremio de lo español: «Yo no quiero querer a una chispero/que finge, embustero, palabras de amor/ y me cansan los majos de plante/ que se echan palante fingiendo valor./Militares tampoco me gustan,/ que a veces me asustan con el espadín,/ y torero tampoco le quiero / porque entre los cuernos/ se tiene mal fin».

¡Que país, Miquelarena!