Raúl Zibechi
Periodista

2017 será un año de conflictos y resistencias

Todos los datos apuntan que 2016 fue apenas el año bisagra que anticipa crisis aún más profundas y virajes abruptos en el escenario global. En 2017 debemos esperar la continuación de la crisis económica planetaria, ahora potenciada por un cambio de ciclo hacia el proteccionismo y un paso atrás de la globalización, por primera vez en tres décadas. Las elites están divididas y eso agrega altas dosis de inestabilidad al sistema.

En América Latina, el dato central es el viraje conservador junto a un aumento de la conflictividad social. El 2016 estuvo dominado por la destitución de Dilma Rousseff, la derrota del Sí a la paz en el referendo colombiano y la llegada al gobierno de Mauricio Macri. Un giro conservador que provoca mayor inestabilidad política, a la que se debe sumar la falta de legitimidad de varios gobiernos que aplican ajustes fiscales contra los trabajadores y sectores populares, las viejas recetas para superar las crisis.

La integración regional, que ya atravesaba grandes dificultades, enfrenta ahora la que puede ser una crisis terminal del Mercosur, donde destaca el largo deterioro venezolano y el proyecto uruguayo de negociar un TLC con China que pondría fin a su continuidad en la alianza comercial.

La crisis de la integración (de la Unasur ya casi no se habla) revela que la competencia estructural impide la profundización de las relaciones entre países que exportan los mismos productos a los mismos destinos, cuando sólo puede basarse en la complementariedad. Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay son grandes exportadores de soja a los mercados asiáticos, a los que además les venden carne, mineral de hierro y otros commodities. El comercio intrazona es casi marginal, con lo que todos los países quedan expuestos a las políticas de las grandes multinacionales que manejan precios y mercados.

La segunda cuestión es que la región latinoamericana no está preparada para las turbulencias que se avecinan. La incertidumbre de lo que será la administración Trump, sumada a los vaivenes de los precios de sus exportaciones, han evaporado buena parte de los logros de la década dorada, en la cual los precios de las commodities permitieron encarar desde proyectos de infraestructura hasta políticas sociales a favor de los sectores populares. Sin embargo, al no haberse producido reformas estructurales, cuando llegan momentos críticos, la dependencia externa, la enorme desigualdad y la crisis de la integración, dejan a la región inerme ante las renovadas dificultades.

Como sucedió en otros períodos de la historia reciente, serán los movimientos sociales los encargados de enderezar esta situación. Pero los movimientos llegaron al fin del ciclo progresista muy debilitados, en gran medida por errores propios por haberse subordinado a los gobiernos o por haber dado prioridad a ventajas inmediatas por encima de la sólida construcción de largo aliento. En este sentido, podemos observar una doble dinámica: la decadencia de algunos movimientos nacidos en la resistencia al neoliberalismo y el nacimiento de movimientos nuevos con gran vitalidad y capacidad de acción.

El primero a destacar es el movimiento de mujeres, muy activo en Argentina, tanto que convocó el primer paro contra el gobierno Macri y ha protagonizado movilizaciones bajo la consigna «Ni Una Menos» (contra la violencia machista) con más de 300.000 personas en la calle. Pero no sólo han crecido las movilizaciones sino también las porciones organizadas de los movimientos de mujeres en todos los países. Los anuales encuentros nacionales de mujeres en Argentina, que desde hace tres décadas congregaban un promedio de 15.000 asistentes, registraron un salto en 2015 con 60.000 participantes y más de 70.000 en 2016.

Además de los cambios cuantitativos que se expresan en la capacidad de movilización, estamos ante un nuevo movimiento de mujeres, más plebeyo y popular. El movimiento ya no está hegemonizado por las académicas blancas de clase media, sino por mujeres indias, negras y mestizas, formadas en los propios espacios de las organizaciones populares. Además, es un feminismo juvenil, en el que abundan las jóvenes de menos de 20 años, combativo, no institucional, de acción directa y no violento.

En segundo lugar, el movimiento negro está impactando en toda la región, en particular en Colombia y Brasil, donde existen las organizaciones más antiguas y donde la población afro está siendo duramente golpeada por las políticas represivas. Están surgiendo nuevas organizaciones y las más antiguas se están revitalizando, llegando a jugar un papel relevante en las movilizaciones nacionales como sucedió en Colombia con el paro agrario de junio de 2016, donde los grupos negros consiguieron realizar importantes movilizaciones autónomas en sus propios territorios.

En tercer lugar, se constata un nuevo activismo juvenil con especial incidencia en Brasil, donde fueron tomados más de mil colegios en protesta contra una enmienda constitucional que introduce reformas educativas que los estudiantes rechazan. Las ocupaciones más importantes se produjeron en colegios estatales de las periferias urbanas, donde estudian jóvenes de sectores populares. El movimiento estudiantil chileno ha mermado en cuando a su capacidad de movilización, pero en cambio ha puesto en pie más de 30 escuelas y colegios autogestionados en territorios populares.

La presencia juvenil no se reduce a movimientos como el de estudiantes, sino que abarca a todos los movimientos y muy en particular aquellos que tienen estructuras más horizontales y menos burocráticas. En todas partes asistimos a un estimulante relevamiento generacional y de género que modificará a fondo las características de nuestros movimientos.

Por supuesto, no son los únicos. Los movimientos indígenas siguen siendo fundamentales, así como la resistencia a la minería a cielo abierto, los monocultivos y las grandes obras de infraestructura. Los tres que he mencionado, merecen destaque porque son los que han crecido y están pautando las resistencias actuales.

Si se observa de modo más general, lo que estamos viviendo es un desborde desde debajo de los muros de contención impuestos por las políticas del Banco Mundial y de las ONG que institucionalizaron a los principales movimientos y limaron sus aristas antisistémicas. Esos muros son a menudo invisibles y abarcan desde la intromisión en los movimientos (a través de su clonación o de la invención de organizaciones que enturbian las luchas), como hacen las fundaciones ligadas a George Soros, hasta las políticas estatales que privilegian unos colectivos en detrimento de otros.

El mundo del feminismo, al igual que el mundo afro e indio, fueron intervenidos por un conjunto de instancias, siguiendo las pautas de las Naciones Unidas, que se propusieron crear una camada de «profesionales» que hablan en nombre de las luchas para desviarlas hacia las agendas de esas macro-instituciones. Todo ese entramado es el que está crujiendo en este nuevo despertar de la acción colectiva. La crisis de 2008 creó las condiciones de este desborde, que se produce cuando el progresismo muestra sus límites y cuando los conservadores toman los estados para imponer políticas regresivas. En 2017 podremos ver el despliegue de esta nueva combatividad antisistémica.

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