Iñaki Egaña
Historiador

60 días

La prisión genera sufrimiento. Y sabemos que la prisión no es el único castigo con mayúsculas, sino que el mismo se amplía en su interior, con medidas anexas, desde el alejamiento hasta el aislamiento, desde la censura (¿quién es el necio que asegura que fue abolida?), hasta la tortura.

Político vasco preso, gravemente enfermo. La posibilidad de pasar sus últimos días en un centro sanitario no dependiente de instituciones penitenciarias, incluso en su domicilio, está restringida a dos meses. Según el Gobierno español. Ni más, ni menos. La medicina es ciencia matemática y el Ministerio de Justicia el filtro para descartar esa política humanitaria de la que España hace gala cuando se propone citar a Colombia, Haití o Namibia.

Los responsables de la Justicia española lo explican con una naturalidad meridiana. En España no hay presos políticos, a pesar de que se aplican excepcionalmente al colectivo vasco medidas que indican lo contrario. Por lo tanto, si los muertos en custodia policial, en este caso penitenciaria, son asumidos por el sistema de forma legal y acrítica, ¿por qué la excepción?

Cada año mueren en prisiones españolas entre 200 y 250 cautivos. La tasa de mortalidad es de tres de cada mil. Por las pocas comparaciones que se pueden realizar (no hay cifras oficiales), mayores números que, por ejemplo, en Afganistán. La mayoría mueren por lo que los médicos de prisiones califican de «enfermedades naturales», no relacionadas con el VIH. Dos de cada tres fallecen en prisión, mientras que el resto lo hace en los hospitales a los que fueron trasladados. Ni siquiera los 60 días de margen para morir con dignidad fueron respetados.

Más de 20 políticos vascos presos han muerto bajo custodia penitenciaria. La desidia de algunos médicos en el tratamiento de los internos llevó a denuncias en los tribunales que, como en el caso de la tortura, tuvieron escaso recorrido judicial. El caso más notorio fue el de la médica de Herrera de la Mancha, a la que el fiscal pidió seis años de prisión con motivo de la muerte del bilbaino Joseba Asensio. Fue absuelta.

Joseba Asensio, Kirruli, apareció muerto en su celda de Herrera de la Mancha en la mañana de un domingo de junio de 1986. La versión del centro señaló que su muerte se debió a un infarto de miocardio. Era mentira, pero nadie lo desmintió ni fue destituido por ello. Los forenses señalaron que su muerte se debió a una afección pulmonar, la tuberculosis. Vergüenza para la España moderna de Almodóvar, Felipe González y Alaska y los Pegamoides. La antigua tisis mataba sin piedad, al igual que en India, Nigeria, Indonesia Pakistán, en... Ciudad Real (Herrera de la Mancha), poco después de que el Ministerio de Sanidad apuntara a un descenso espectacular de la enfermedad. Por eso la contrariedad.

El cuerpo de Kirruli fue rescatado por la familia. Pero ya en Bilbao, el féretro fue secuestrado por la Policía. No sólo no fueron aplicados los 60 días de «cortesía», sino que después de muerto, los agentes apalearon a la familia y se encargaron de trasladar su cadáver hasta el cementerio de Derio. Semejante intención estuvo avalada por Julián Sancristóbal que llevaba ya una buena tacada de años robando de los fondos reservados, un millón de euros según el abogado del Estado. Sancristóbal tampoco sería juzgado por el secuestro de un cadáver, el de Kirruli. Que hubiera tenido su lógica. Como es conocido, Sancristóbal fue condenado a 10 años de prisión por el secuestro de Segundo Marey, reivindicado por los GAL.

Unas horas después, policías de paisano reventaron el homenaje a Joseba que se celebraba en el Arenal, en Bilbo. Dispararon fuego real al menos en 20 ocasiones, dando el pistoletazo de salida para que los agentes uniformados cargaran contra la multitud. La versión oficial fue que los policías de paisano habían sido agredidos y no tuvieron «más remedio que disparar para defenderse». Incluso que uno de ellos tuvo que ser ingresado en urgencias para ser atendido. Nueva mentira, esta vez urdida por Iñaki López, gobernador civil de Bizkaia, condenado también por la Audiencia Provincial de Madrid por apropiarse de fondos reservados, aunque luego el Supremo anuló la misma por entender que eran gratificaciones en sus «éxitos en la lucha contra ETA». Los centros sanitarios negaron que hubieran atendido a policías.

Poco más de 40 años antes que la muerte de Kirruli, otro compatriota suyo fallecía en similares circunstancias. Se llamaba Andrés Gangoiti y era también vecino de Bilbo, aunque nacido en Gorliz. Tenía 23 años, cuatro menos que Joseba. Gangoiti murió por «tuberculosis pulmonar», bajo custodia penitenciaria. No tan lejos de su domicilio, como le sucedió a Joseba. Andrés, vivió sus últimas horas en el centro penitenciario del Fuerte de San Cristóbal, en el monte Ezkaba, sobre Ansoain, a las puertas de Iruñea. Arrantzale de profesión, había sido acusado de lealtad republicana cuando tenia 16 años, al comienzo de la guerra.

El Fuerte de San Cristóbal fue un centro penitenciario «especializado» en presos enfermos de afecciones pulmonares. Y entrecomillo lo de la especialización con toda la intención del mundo. Las celdas se encontraban bajo tierra, acogotadas por una humedad terrible, taponadas a la luz solar hasta el punto que los internos desconocían esa diferencia tan obvia para nosotros, la del día y la noche.

Trasladados desde cualquier localidad de la España franquista, el destino de Ezkaba para un enfermo pulmonar era la firma de su sentencia de muerte. En apenas unos años, cinco, más de 350 presos murieron de «enfermedades naturales». Una mortandad que petó los cementerios de la zona y llevó a los dirigentes militares a tomar una decisión inédita: enterrar a los muertos en una de las laderas del monte. Un cura piadoso identificó a cada uno de ellos, salvando su anonimato para la posteridad. Así, se produjo la paradoja que supimos de la muerte de Gangoiti más de 20 años después que de la de Asensio, a pesar de que una fue en 1943 y la otra en 1986.

Otra paradoja. Las mentiras y la opacidad para evitar conocer los detalles de la muerte por tuberculosis de Gangoiti fueron extendidas y encogidas, según el medio, por militares sin escrúpulos cuyos sucesores aún en 2007 negaban la posibilidad de recuperar el cadáver de Andrés. No 60 días antes, sino todavía 23.500 días después. Con Asensio, los negacionistas no eran militares, sino militantes de una causa llamada erróneamente socialista que mantuvieron, gestionaron e implementaron durante varias legislaturas las históricas razones de Estado, que conformaron la naturaleza hispana clásica: apropiación de lo público en beneficio propio, guerra sucia ilegal, alegal y legal, y sumisión a esos militares que en Ezkaba enterraron bajo toneladas de tierra las huellas de sus desmanes.

El valor político de los prisioneros vascos ha sido una constante. Una línea gruesa, aquí no han valido ni dietas alimentarias, ni periodos más o menos democráticos, que traspasa generaciones. Nos enrocamos en ese argumento de la continuidad, quizás en alguna ocasión forzado, pero que en el caso del cautiverio tiene tantos ejemplos, personales o colectivos, como para no dudar de su validez. El valor político de los prisioneros vascos ha sido una constante utilizada por el Estado para llevar a su terreno el conflicto.

La prisión genera sufrimiento. Y sabemos que la prisión no es el único castigo con mayúsculas, sino que el mismo se amplía en su interior, con medidas anexas, desde el alejamiento hasta el aislamiento, desde la censura (¿quién es el necio que asegura que fue abolida?), hasta la tortura. Los políticos vascos presos no tienen reconocida su condición, pero todos sabemos de quienes hablamos. La administración penitenciaria también, con un seguimiento personalizado, con comillas, sin ellas, con sellos de «confidencial», con informes que traspasan ministerios...

Y entre medidas, los dos meses, 60 días, un número aleatorio, para mostrar que, por encima del mismo, hay una directiva sin abolir, vigente desde que la marca España es marca. Una marca que, por lo que alcanzo, a través de los testimonios de Andrés, Joseba y otros más recientes, tiene en el logo penitenciario uno de sus soportes más destacados.

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