Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Andalucía

Fin de semana. Entretenía el asueto leyendo un texto del gran Quino acerca de Mafalda y sus geniales y pequeños amigos, que intuyeron la hora actual hasta su tuétano. «El problema de la pobreza se resolvería con esconder a los pobres». La frase premonitoria es de Susanita, la malvada amiga de Mafalda, una niña rubita, rellena, maternal y enrulada que definió la función de la democracia, tal como ha quedado, con una inocente y definitiva fijación de límites: «Mis derechos acaban donde empiezan los de los demás, ¡pero sus derechos están tan lejos!».

La frase iluminó en mi cabeza la figura de la nueva Susanita en torno a la que se arraciman ahora los sublevados del PSOE, convoyados masivamente por la prensa y la televisión. Y aparqué la historia de Mafalda no sin preguntarme por qué no le dieron en su día el Nobel a Quino, uno de los más agudos pensadores políticos del siglo, y acaban de concedérselo incomprensiblemente ahora a Bob Dylan. Quizá los mercados, quizá el Washington de las elecciones. Vaya usted a saber…

Ahora lo importante es la nueva Susanita, la Susana andaluza camino de Madrid, en donde alzará su propio monumento para que los ininteligibles y tenaces lunfardos levantados en Ferraz digan también «¡Ahí va doña Susanita,  la madre del ingeniero hijo de doña Susanita!» Y como aclamaban los seguidores de Gil Robles en su batalla contra la II República: «¡Todo para el jefe!». La historia maneja un lenguaje muy repetido.

El caso es que, ya Susana aparecida, abandoné la historia de Quino sobre Mafalda y rebrotó en mí una vieja y renuente pregunta sobre los andaluces: ¿realmente existe una Andalucía surgida de una determinante semilla andaluza? ¿Hay continuidad histórica de Andalucía? ¿No fue inventada súbitamente esta Andalucía tras una hecatombe turbulenta de Al Andalus? No es absurda la cuestión si se aceptan con serenidad los interrogantes.

Releí al Blas Infante que escuchaba desde su balcón a los jornaleros que, con pena en el corazón, cantaban «El pan de Dios» mientras marchaban, sin horizonte en el alma, hacia el trigal para conseguir un salario casi milagroso ¿Pertenecían, y pertenecen, estos andaluces a la espléndida secuencia que duró ocho siglos? ¿Existe realmente la Andalucía que fue horneada en ochocientos años de cultura, ciencia universal, agua en fuentes claras, progreso en la invención, respeto a un Dios de apellido múltiple, con un pueblo que había alzado su poder ante el de un Bagdad remoto? ¡Cómo va a existir esa Andalucía como heredera de la que fue quemada hasta la raíz en el genocidio social dictado por reyes caídos como un rayo desde el ignorante norte! Blas Infante fue asesinado con urgencia en 1936 por unos andaluces que posiblemente llevaban en el alma el odio freudiano, el que mata al padre, hacia una Andalucía que fue invadida y sacrificada colonialmente por unos sobrevenidos antepasados ¿Porque eran realmente andaluces los que fusilaron también a Lorca y mataron andaluces antes y después? Esa es la reflexión que se va, retorna y vuelve cien veces a mi cabeza sin hallar respuesta aceptable para mi interrogante.

Durante sus casi ocho siglos de existencia Al Andalus va madurando una sociedad compleja, vital, consciente de su papel histórico ante sí misma y ante un mundo exterior al que aporta, por diversas razones, una dimensión política y social relevante. Es decir, crea una nación plural repleta de acontecimientos muy complejos y a veces muy graves que generan y mantienen esa poderosa realidad nacional. Si el alma de Al Andalus hubiera pervivido posiblemente la nación árabe habría superado la presión que ha sufrido desde un Occidente de minorías imperiales que le cerraron el paso para seguir viajando al oeste y hoy viviríamos ante otro paisaje más ancho y, en consecuencia, menos viciado.

Por mis viajes conozco con cierta profundidad Andalucía e incluso he tenido casa y residencia en ella. Y de ese prolongado y profundo contacto he extraído la conclusión de que los estratos dirigentes más calificados o al menos más visibles de Andalucía mantienen ante el pueblo que la habita ese espíritu de conquista que ha impedido en el transcurso del tiempo amasar o restituir una verdadera nación andaluza. Estamos ante una rara situación en que incluso se ha rebasado el espíritu de coloniaje para llegar a un sorprendente espíritu de autocoloniaje que refleja un permanente estado de recelo ante todo lo que signifique un reconocimiento de ser nación con todo lo que esto representa respecto a posturas de propiedad y soberanía. La tenacidad con que muchos de los actuales andaluces declaran su españolidad es prueba seguramente de lo que digo. Creo que ese recelo es el que ha malogrado siempre los intentos de crear y mantener organizaciones políticas andalucistas. Los partidos nacionalistas han surgido y desaparecido en Andalucía sin dejar una huella verdaderamente detectable. Andalucía está profundamente castellanizada en sus clases dirigentes a cualquier nivel que se considere. Se nota incluso en las diferencias de concebir su arquitectura. La Andalucía dirigente desde las alturas aristocráticas y económicas, e incluso desde niveles más elementales, tiene sus ojos clavados en Madrid y quizá la golpea en su interior aquel peligroso pensamiento de Susanita que le hubiera obligado a preguntarse con pesar: «¿Y por qué habiendo mundos más desarrollados yo tenía que nacer en este?» Pues ¡Viva Andalucía!

Lo triste es que Andalucía tuvo, en los siglos XVII y XVIII otra ocasión de edificarse a sí misma como nación mediante una burguesía comercial que se malogró por la reticencia, el desdén y las medidas de la corona española, alentada por quienes querían una Andalucía de latifundios y olivar; una Andalucía generadora de rentas fijas y sin el compromiso de la inversión para el desarrollo. Aquella burguesía fue impedida radicalmente para negocios de calado con el resto de España –un tráfico con mercancías multiplicadoras arribadas de tierras americanas– que hubieran constituido el primer paso para el asentamiento y generación de una sociedad progresista y propietaria de sí misma. Pero se determinó, incluso por los andaluces de pro, que esas mercancías continuaran hacia Europa para beneficio de los grandes prestamistas florentinos, genoveses, borgoñones y alemanes que sostenían una corona española siempre en quiebra. Andalucía fue siempre, en manos de Habsburgos y Borbones, una reserva de infantería y un contribuyente neto.

Y ha llegado el confuso y romo presente en que vivimos. Susanita ha alcanzado la mayoría de edad en Susana, ha aprendido a leer lo necesario y ha decidido asirse al ¡Viva España! con lágrimas en los ojos. Ha dejado atrás una Andalucía pobre perpetuamente y enganchada a mitos que ocultan la necesidad de recobrar un pueblo andaluz que sea verdaderamente tal, con las dimensiones que perdió antaño de raíz cuando su mundo fue condenado a la expatriación en masa –genocidio, genocidio, no le demos vueltas al término– tras el grito del conde de Tendilla al flamear el pendón real: «¡Granada, Granada, por los ínclitos reyes de Castilla y Aragón!». Aquel mismo día cien mil granadinos partían para el exilio africano por no abjurar de su religión.

Para terminar, una pregunta muy simple: ¿qué han hecho por Andalucía «populares» y socialistas? Yo, repito, he recorrido esa tierra muchas veces y repregunto: ¿que han añadido unos y otros a la que fuera rica Al Andalus? Han mentido su entrega al pueblo a fin de llegar al Madrid del poder. Y en él suelen quedarse para agitar su pendón y hacer fortuna normalmente. ¡Que bien lo cantó el poeta, también asesinado en la cárcel: «Andaluces de Jaén./ Cuantos siglos de aceituna. Los pies y las manos presos./ Sol a sol y luna a luna/ pesan sobre vuestros huesos.» Bien concluyó Susanita, que debía ser socialista: «El problema es que todos creemos en el país, pero lo que no se sabe a estas alturas es si el país cree en nosotros».

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