Juanjo Arrizabalaga, Iñaki Begiristain, Jon Begiristain, Lauren Etxepare, Ula Iruretagoiena, Javier Puldain, Ibon Salaberria, Koldo Telleria e Ibon Telleria
Arquitectos y profesores de la Escuela de Arquitectura de la UPV

El frontón de Arroka no se ve desde el cielo

«Cerca del cielo hay agujeros/ tan negros como tu corazón,/ cerca del cielo no se oyen las noticias/ con sus charcos de sangre./ Se vive mal cerca del cielo./ No, yo no quiero estar cerca del cielo,/ quiero estar aquí, recostado en la tierra,/ oyendo su palpitación, su amor y su miseria,/ ...» Dionisio Cañas.

Canta Ruper ordorika ‘Zerutik gertu ez da ondo egoten’ tomando prestadas las palabras del poema de Dionisio Cañas. Tanto el poeta como el cantante no quieren estar cerca del cielo porque desde allí no se siente la experiencia real, porque desde el cielo no se perciben los olores, los sonidos, ni las sensaciones que ofrece la vida.

Existe un urbanismo que se practica sobrevolando el cielo, un urbanismo que mira la ciudad desde allí arriba. Desde que la humanidad cumplió el sueño de volar, las «tecnologías-aéreas» fueron inmediatamente utilizadas por un lado como herramientas de guerra y por otro como instrumentos  para «ordenar» el territorio y las ciudades. La mirada aérea es un método asumido en el desarrollo y la planificación de nuestras ciudades.

Como bien dice el poeta, desde el cielo ni se ven ni se sienten los detalles de la ciudad, mucho menos se escuchan. Miradas desde el cielo, las operaciones de regeneración urbana no nos devuelven más que extensiones de barrios estandarizados y homogéneos. La planificación basada exclusivamente en marcos jurídico-económicos define espacios públicos extensos y exentos de memoria o trazo alguno del pasado. Al mismo tiempo, se adoptan falsas estrategias de reparación del daño causado alabando una visión superficial del patrimonio, eligiendo algunas arquitecturas a las que se enmascara para convertirlas en actrices de un nuevo relato tragicómico avocando la ciudad hacia un paisaje repleto de tristes edificios desmemoriados sin capacidad de transmisión alguna.

A falta de una profunda autocrítica, la vetusta práctica de la arquitectura no es capaz de reconocer que más allá de la protección de edificios determinados, la ciudad posee otros mecanismos de transmisión y construcción de su memoria. Éstos son invisibles desde el cielo.

Los que entendemos la ciudad como repositorio de los recuerdos y soporte de la experiencia cotidiana, como bien dice el poeta, preferimos «recostarnos en la tierra» sintiendo la transformación de las calles y plazas que contienen la escala humana, para poder repensar la ciudad desde los sonidos, las esquinas y los trazos que marcan la memoria de los barrios.

Donostia parece haber entrado en un proceso de eliminación paulatina y silenciosa de los frontones-plaza de barrio, tal como ya antes sucedió con sus mercados. Los que creemos que la ciudad se define como un repensar constante deberíamos alzar nuestras voces para que retumben en los silentes frontis de los pequeños frontones de los vecindarios y provoquen temblores en las conciencias, pieles y oídos de los representantes que se disponen a tomar semejante decisión.

Existen otros modos de hacer en los que las ciudades se someten a redefinición constante sin que por ello se elimine la trazabilidad de la memoria y las vivencias contenidas en ellas. De esa memoria y  esas vivencias compartidas nuestras ciudades conforman barrios y son éstos barrios los que hacen habitable la ciudad.

Al fin y al cabo, una ciudad sin diferencias, una ciudad sin diversidad es un cuerpo vacío, nada más que una máscara tragicómica condenada a enmarcar las vidas estandarizadas y el turismo.

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