Víctor Moreno
Escritor y profesor

Cuestión de matices

Digamos para empezar que la libertad de expresión no tiene límites, ni debe tenerlos. Pero añadamos a continuación que cada persona, cuando la usa, debe apechugar con lo que dice y escribe. Porque no todo lo que dice y escribe el ser humano tiene el mismo alcance pragmático.

Por ejemplo, no lo tienen los siguientes actos de habla: “Hace frío”; “Felicidades, Santi Potros; “El terrorismo es cosa de héroes”.

Todas estas frases son actos de habla, pero en ellas hasta el ministro Fernández distinguiría el alcance pragmático distinto que tienen en el oído medio de quien las oye, y seguro que delictivo en el suyo aunque no haya estudiado la lingüística de Austin.

Pero conviene matizar.

Hay una libertad de expresión que se resuelve en insulto, injuria, crítica, ironía, sátira y sarcasmo. En definitiva, una libertad de expresión que trata de poner en el altar de la imbecilidad a quienes uno considera que ese es su sitio natural, sabiendo que, a veces, es verdad, no se puede dar abasto ante el cúmulo de gentes que merecen ser tildadas de ese modo.

Se trata de una libertad de expresión que atenta contra personas hechas y derechas, entes jurídicos y físicos. Es decir, realidades tangibles que se pueden tocar y ver, oler y sentir. Por tanto, entes que pertenecen a la esfera de la física, de la verificación empírica por parte de, incluso, los menos dotados para captar las sensaciones más primarias.

Una persona, que utiliza esta libertad de expresión contra otras personas de carne y hueso, tiene que saber que se arriesga a ser llevada a los tribunales, porque existe una víctima a la que asedia de un modo nada compatible con la normativa vigente del código penal.

Esta libertad de expresión que perjudica la salud física, ética o mental de un individuo concreto pertenece a este mundo y, por tanto, debe ser juzgada por parámetros que pertenecen a este mundo. Nos guste o nos disguste, que seguro que será más lo segundo que lo primero.

Bien es cierto que a muchas personas no las tendríamos jamás en cuenta si no las pusiéramos en el disparadero de la sátira. De este modo, les damos visos de existencia aunque ellas no nos lo agradecerán jamás.

Hay otra libertad de expresión que se ceba, en cambio, en las ideas, en los pensamientos, en las creencias, en las costumbres, en la fe, en la religión, en Dios; incluso, en los sentimientos de las personas.

Tal conjunto de abstracciones no tiene estatuto de entes jurídicos, y, menos aún, gozan de carácter físico, por lo que no es posible pasarlas por el cedazo de la verificación empírica, mediata o inmediata.

No atentan directamente contra la persona, porque se trata de abstracciones más o menos agradables a la inteligencia y a la estupidez de cada cual.

Cuando la libertad de expresión se ejercita en este campo, no existen delitos, porque no hay víctimas físicas, reales.

Las ideas, las creencias, los sentimientos no tienen carne, no tienen consistencia física, aunque parezcan a nuestros ojos lo más sublime de este mudo. Cuando se dice que se atenta contra el sentimiento religioso, este jamás hará acto de presencia testificando lo mal que se siente al ser zaherido de un modo sarcástico.

Cuando alguien ejerce la libertad de expresión, poniendo en la parrilla del desjarretamiento ideas y demás batiburrillo inefable y transcendental, no debería ser juzgado. ¿Por qué? Porque no atenta contra ningún ente jurídico, existencial, como es una persona, sino contra una representación abstracta, idealista, inasible.

Por lo mismo, esta libertad de expresión no solo no tiene ni debe tener jamás límite alguno en su ejercicio, siempre higiénico y profiláctico. Especialmente, cuando se trata de decantar ideas, creencias y sentimientos que llevan a la humanidad, en muchos casos, a odiarse entre sí. De ahí que la existencia de los artículos 522 al 525 del Código Penal sea una dejación del poder civil ante consideraciones abstractas basadas en un fundamentalismo religioso evidente.

Satirizar dioses, fantasmas, entes abstractos, creencias y costumbres de todo tipo jamás debería ser objeto de sanción por ningún código penal. Pues se satirizan abstracciones, construcciones idealistas y fantasmagóricas, asentadas todas ellas en el vacío más gélido.

Una persona no es sus ideas, ni sus pensamientos, ni sus creencias, ni su religión, ni lo que lee, ni lo que no lee.

Juzgar y condenar a alguien por ridiculizar las ideas que otro posee es una aberración jurídica.

A efectos penales, no es lo mismo, no debería serlo, decir de alguien que “es un hijoputa” o descojonarse de las barbas del profeta o de la papada de Dios Padre.

Lo primero, aunque sea verdad, es susceptible de ser llevado al juzgado por aquello del posible 'animus iniurandi'; lo segundo, no. Porque ni el profeta, ni ninguno de los trillizos divinos se darán jamás por aludidos. Solo lo hará algún descerebrado que se crea su albacea aquí en la tierra.

Mientras no se distinga este doble plano de la libertad expresión y de su diferente alcance pragmático, seguiremos mezclando lo que es de Dios con lo que pertenece al sistema corporal de cada persona.

Tanto en el primer caso como en el segundo, la libertad de expresión, sea para satirizar o injuriar, no tiene límites. La diferencia está en que en el primer caso –por ejemplo, ciscarse en Dios-, no hay delito, porque no existe una víctima real; mientras que en el segundo, sí cabe dicha posibilidad delictiva, ya que entra en juego una persona viva, física y, por tanto, sujeto de derechos.

Unos derechos que no vemos cómo pueden aplicarse a seres inexistentes, irreales, fantasmales como son los dioses, las ideas, las patrias, lo símbolos y lo sentimientos. Que te condenen a varios años de cárcel por reírte de una realidad que no hay por dónde cogerla, es un sarcasmo. Mostraría hasta qué punto seguimos necesitando de supuestas explicaciones irracionales para justificar las insatisfacciones y frustraciones, individuales y colectivas, que nos llegan por vía racional.

E inventarnos delitos donde no existen víctimas.

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