Víctor Moreno
Escritor y profesor

De exhumaciones y funerales

En el rifirrafe dialéctico entre la autoridad civil y la eclesiástica sobre la exhumación de los restos mortales de Mola y de Sanjurjo de la cripta del Monumento a los Caídos, se vuelve a escenificar la distancia infinita existente entre el lenguaje civil y el teológico-religioso.

Mientras que alcaldía apela a la titularidad pública del edificio, el arzobispo se refugia en una terminología, si no pasada de moda, inadecuada en un Estado no confesional, según el artículo 16.3 de la Constitución.

Además, el conflicto desvela otra vez la contradicción que envuelve las relaciones del poder civil con el poder religioso. Resulta que el Monumento a los Caídos es propiedad pública, un edificio civil y de todos, pero su uso es privado. Y lo más extraordinario: aunque el Ayuntamiento sea propietario de dicho edificio, no tiene derecho, según el arzobispo, a exhumar y trasladar los restos que se contienen en él. Una opinión que contradice el comportamiento de aquellos ayuntamientos que, por motivos de expansión de su casco urbano y tras previo aviso a los familiares, trasladaron los restos del antiguo cementerio a la nueva necrópolis.

El arzobispo lo sabe. Por eso apela al lenguaje críptico que ha dado a la Iglesia tan buen resultado en épocas pasadas: el Monumento no es un cementerio, sino cripta. ¡Y nosotros sin saberlo! ¡Qué ingenuos! El lenguaje como fuente de propiedad jurídica e inviolable. ¡Increíble! La cripta es lugar sagrado y consagrado, porque lo digo yo. Y, como lo es, está respaldado por una inviolabilidad sagrada. Así que todos quietos. ¿Sí? Pues no. Está bien que el arzobispo lo haya intentado, pero se trata de una jugada demasiado burda, típica de la marrullería de una Iglesia, semejante a su ávida sed por inmatricular a su favor la más humilde cochiquera. Tanto es así que, como al titular del edificio que es el Ayuntamiento, le dé por barrenarlo –según el acuerdo firmado con el Ayuntamiento, incluye esa posibilidad–, tales conceptos transcendentales se han de ir al garete quedando de ellos lo que son: meros significantes. Pero, ¿cómo es posible apelar a tales supersticiones lingüísticas para suplantar el Derecho Civil? ¿Ese es el único argumento del arzobispo? ¿Ir contra la ley civil porque considera que la ley sobrenatural de Dios y de su mánager aquí en la tierra, la Iglesia, está por encima de aquella? ¿Que el hisopo tiene más valor que la ley?

Al hilo de esta polémica se ha trenzado otro hecho relacionado con los muertos, no solo referidos a los que están inhumados en la cripta, sino a los que todavía permanecen en las cunetas, a los que, según el arzobispo, desde los «años 80 los sacerdotes de las parroquias les han hecho funerales y le han dedicado oraciones». Así es. En muchos pueblos de Navarra, desde 1979, las parroquias se vieron sorprendidas por el empuje de un movimiento social de familiares de asesinados en el 36, que, recuperados sus restos, pidieron a los párrocos un funeral como Dios manda.

Repárese en dos aspectos. El primero. En ningún momento, la Iglesia jerárquica y oficial, la que representa el arzobispo, tomó la iniciativa, motu proprio, de oficiar ceremonia religiosa alguna en recuerdo de los asesinados por los fascistas. Si los familiares de los asesinados no lo hubiesen pedido, no se habría llevado adelante ningún funeral. Que la mayoría de los párrocos se prestasen a celebrar misas, es evidencia que no negaré y celebraré.

El segundo. La jerarquía eclesiástica, la Iglesia con mayúsculas, aún no ha celebrado un funeral en la Catedral por las víctimas del 36. Que mi memoria me contradiga si sostengo que ni Cirarda, ni Sebastián lo hicieron; tampoco, el ilustrísimo Sr. Pérez González ha mostrado intención alguna de hacerlo a pesar de albergar en su pericardio tan piadosas intenciones.

Hasta la fecha, y que uno sepa, la Iglesia jerárquica de Navarra solo ha rezado por los verdugos del 36. Y lo hizo bien temprano. Ya en octubre de 1936, en el segundo Ensanche, frente a la Ciudadela, se levantaría un altar donde el obispo Olaechea Loyzaga, el de la Santa Cruzada, oficiaría misa y responso por los caídos de la Falange.

Cuando murió Mola, el 3 de junio de 1937, el mismo jerarca comunicaría a Diputación que el Cabildo Catedralicio había acordado poner a disposición de la Corporación Foral los claustros de la Catedral para que pudiera construirse en ellos el mausoleo que acogiese de forma permanente los restos mortales de Mola. El funeral que se hizo en la Catedral por dicho genocida lo presidiría el cardenal primado Isidro Gomá y el obispo de Pamplona, siendo la misa celebrada por el canónigo Basilio Ruiz. El responso correría a cargo de Olaechea y no concito su contenido, evitando más literatura a su faceta como apologeta del golpismo. Luego, lo enterrarían en Berechitos.

En el mes de marzo, también de 1937, en la misma catedral el solemne funeral sería oficiado en honor de los carlistas, Mártires de la Tradición (sic). Los falangistas harían lo propio con sus particulares caídos en octubre. El Funeral solemne se oficiaría en la Catedral a cargo del vicario general, dejando el responso doctrinal para el obispo.

En 1939, al cobijo del traslado de los restos de Sanjurjo a la Catedral, domingo 22 de octubre, las autoridades políticas, administrativas, institucionales, municipales y religiosas de toda Navarra elevarían a dicho militar golpista, reincidente y perjuro, a la categoría de forjador de la Patria. Y ni que decir tiene que la traca final, perdón, el responso correría a cargo de la máxima autoridad eclesiástica.

Se argumentará que estos actos se celebraron al calor febril de las circunstancias del momento. Seguro que sí. Pero desengáñese el lector perspicaz. En 1961, año en que, precisamente, trasladaron los restos de Mola y Sanjurjo a los Caídos, tendrían lugar dos efemérides que confirmarían que la fiebre de la justificación teológica del golpismo aún no había desaparecido de las molleras de la jerarquía eclesiástica. En la primera, el 2 de noviembre, se oficiaría solemne responso cantado en la cripta del Monumento a los Caídos ante las tumbas de Mola y Sanjurjo y en recuerdo de los caídos buenos en la guerra civil.

En la segunda, el 20 del mismo mes y en la misma cripta, una función religiosa conmemoraría el 25 aniversario de la muerte de José Antonio. Nuevamente, el inevitable obispo junto con las autoridades militares, civiles y jurídicas, policiales, jerarquías y delegados del Movimiento celebrarían el evento.

A la vista de lo expuesto, cabría concluir que la Iglesia Jerárquica se ha pasado durante casi cuarenta años oficiando funerales, misas solemnes y responsos cantados en honor de los verdugos que hicieron de Navarra un pavoroso cementerio.

Quizás, y antepongo el adverbio de duda porque al ser los designios de Dios inescrutables, solo inteligibles para quienes tienen hilo directo con él, quizás, digo, haya llegado el momento de que, por fin, la Iglesia jerárquica de Navarra se decida a celebrar en la Catedral de Pamplona y de Tudela funerales solemnes por quienes fueron asesinados impunemente durante la Guerra Civil, solo por defender el gobierno democrático de la II República.

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