Jesús González Pazos
Miembro de Mugarik Gabe

Defensa de la vida vs. empresas transnacionales

Nos situamos ante un nuevo Día Internacional de los Pueblos Indígenas que, según Naciones Unidas, se celebra el 9 de agosto y, al mismo tiempo, todavía recordamos el asesinato el pasado día 3 de marzo, en Honduras, de la activista lenca Berta Cáceres.

Pero, si bien su muerte y la de otros líderes ha dado pie a un incipiente interés internacional por lo que está ocurriendo con las personas defensoras de la naturaleza, esta es todavía una guerra de baja intensidad que se mantiene en gran medida oculta. Y esto dado que está dirigida en todo el mundo desde los intereses económicos de las empresas transnacionales. Es por ello que no se ha conseguido aún visibilizar otro dato que sobresale en esta dura estadística, como es el hecho de que quienes proporcionalmente más muertes y represión están sufriendo y, por tanto, quienes protagonizan por encima de otros sectores la defensa de la naturaleza, son los pueblos indígenas.

En cierta forma, seguimos pensando que la lucha por la defensa del medio ambiente, por la tierra, es solo patrimonio de occidente, de algunas de sus instituciones y de sus organizaciones medioambientalistas. Pero no es así y los dramáticos datos lo atestiguan: de los más de 1.000 asesinatos cometidos entre 2002 y 2014 contra quienes defienden el medio ambiente, el 40% fueron personas indígenas, pese a que estos pueblos son un escaso 5% de la población del planeta. Esto solo sobre informes conocidos y contrastados, ya que los estudios dicen que hay un alto número de asesinatos de los que nunca se llegan a tener noticias.

Para entender mejor esta situación es necesario comprender la concepción que estos pueblos tienen sobre sus territorios. Ellos defienden que «nuestro territorio no es una cosa, ni un conjunto de cosas utilizables, explotables, ni tampoco un conjunto de recursos; nuestro territorio, con sus selvas, sus montañas, sus ríos y humedales, con sus lugares sagrados donde viven los dioses protectores, con sus tierras negras, rojas y arenosas y sus arcillas es un ente vivo que nos da la vida, nos provee agua y aire; nos cuida, nos da alimentos y salud; nos da conocimientos y energía; nos da generaciones y una historia, un presente y un futuro; nos da identidad y cultura; nos da autonomía y libertad. Entonces, junto con el territorio está la vida y junto a la vida está la dignidad; junto al territorio está nuestra autodeterminación como pueblos». Esto determina que hoy sean los pueblos indígenas quienes sostienen la mayor carga en la defensa de la naturaleza, especialmente porque esa visión choca frontalmente con la idea y utilidad que a estos espacios otorgan gobiernos y transnacionales. Así, la mayoría de los homicidios de defensores  están vinculados con las protestas contra megaproyectos de desarrollo y extractivas mineras, forestales o hidroeléctricas.

El sistema capitalista, en su fase neoliberal, ha entregado con total impunidad la naturaleza a las transnacionales extractivas. No solo por el hecho de que toda la normativa nacional e internacional hoy se establece para proteger sus inversiones y negocios, sino también por el hecho de que esa legislación y/o impunidad supone en la mayoría de los casos la violación sistemática de los derechos humanos individuales y colectivos. De esta forma, se puede afirmar que la defensa de la naturaleza se ha convertido en el nuevo campo de batalla para los derechos humanos. Y esa lucha, aunque invisibilizados sistemáticamente, son los pueblos indígenas quienes la protagonizan.

Las empresas transnacionales tienen cada día un mayor poder económico, con el que pueden someter al político para que defina nuevas normas, o adapte las existentes. El objetivo siempre es el mismo: obtener condiciones ventajosas para sus negocios y para el aumento de sus beneficios. Si bien esta es una constante del sistema neoliberal, es especialmente grave cuando entra en juego la naturaleza. Los impactos más agresivos contra esta, en su gran mayoría, son ignorados o disimulados tras grandilocuentes declaraciones internacionales y pequeñas concesiones/donaciones sociales a las poblaciones más directamente afectadas por la contaminación y degradación causada.

Para el caso de los pueblos indígenas, las empresas transnacionales irrespetan los estándares internacionales de protección a los derechos humanos que les atañen más directamente. Dicho de otra forma más clara, se está desarrollando un contexto de violaciones sistemáticas de derechos, especialmente sobre los territorios o el obligatorio de consulta a estos pueblos ante cualquier gran proyecto de desarrollo a ejecutar en sus tierras. Estas empresas hoy se benefician impunemente de los favorables sistemas jurídicos y legislativos hasta, prácticamente, convertirlas en entidades intocables. A partir de ahí, su abanico comprende la presión a los poderes políticos para la definición de doctrinas y normas en beneficio de sus intereses empresariales, la corrupción y sobornos, o el control y uso de cuerpos policiales y paramilitares para la represión de la protesta.

Además de las muertes individuales, los ejemplos dramáticos de afectación negativa por parte de las transnacionales, principalmente las extractivas pero también forestales y otras, sobre diferentes pueblos indígenas recorren el planeta. Y en este doloroso ranking América Latina sigue siendo la región del mundo más peligrosa para quienes ejercen la defensa de la naturaleza; países como Brasil, Colombia, Honduras o México encabezan esta lista y el 99% de las violaciones colectivas o de los asesinatos quedan impunes. En la misma línea hoy en día siguen produciéndose casos de pueblos desaparecidos o en práctico proceso de extinción como consecuencia de los impactos de las actuaciones de empresas transnacionales. Se aducirá que son «daños colaterales» en aras del progreso, pero lo cierto y denunciable es que son fehacientes violaciones de los derechos humanos. No puede admitirse que esos derechos y la dignidad de las personas se sigan poniendo en la misma balanza que los intereses económicos y siempre salgan dramáticamente perdiendo.

Las Naciones Unidas han reconocido y denunciado en diferentes momentos y documentos esta situación. Relatores especiales de este organismo internacional han señalado que las actividades de las industrias extractivas son fuente de conflictos. Igualmente, reafirman que este tipo de acciones de empresas trasnacionales en territorios indígenas violan constantemente derechos y han llamado a los gobiernos a cumplir con su responsabilidad de protección frente a los intereses económicos de las empresas. Evidentemente, unos y otros hacen oídos sordos a este tipo de llamamientos.  

Berta Cáceres, indígena, feminista y defensora de los derechos humanos y medioambientales, había recibido en 2015 el premio Goldman, considerado el Nobel del medio ambiente. En 2016, Máxima Acuña, indígena quechua (Perú) recibió el mismo premio por su lucha contra el megaproyecto minero en Conga, de la transnacional estadounidense Newmont Mining Corporation. «Por eso yo defiendo la tierra, defiendo el agua, porque eso es vida. Yo no tengo miedo al poder de las empresas, seguiré luchando por los compañeros que murieron en Celendín y Bambamarca y por todos los que estamos en lucha en Cajamarca», afirmó Máxima al recoger el galardón, pese a haber sufrido la violencia de funcionarios locales que actúan en connivencia con la empresa minera y con las autoridades peruanas.

Como señalaba al inicio, nos situamos ante un nuevo Día Internacional de los Pueblos Indígenas y estos, más allá de grandes declaraciones, siguen planteando al sistema dominante y a los gobiernos del mundo la disyuntiva entre los intereses de las empresas transnacionales o la defensa de la vida y la naturaleza.

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