Félix Placer Ugarte
Teólogo

Descapitalizar la Iglesia

Las celebraciones navideñas concluyen con multitudinarias exaltaciones del consumismo promovido por el insaciable mercado, rey de una sociedad sometida al imperio que el capital impone. Los llamados –sin fundamento bíblico– «reyes magos», son su expresión religioso-capitalista que los niños invocan y la multitud contempla en su paso por las calles abarrotadas.

Por supuesto, el genuino mensaje de esta fiesta se ha diluido para una mayoría y ha perdido la originalidad de quien se presentó como persona liberadora para los pobres, oprimidos, cautivos e impulsó todo un movimiento transformador de libertad, de justicia, de solidaridad y de universalidad fraternal y acogedora, representada en los personajes del relato evangélico.

La misma Iglesia así lo trasmitió en sus comienzos; pero, a partir de su reconocimiento político por parte del imperio romano (s.IV), se afianzaron las alianzas eclesiásticas con el poder, utilizadas para extender una cristiandad dominante. Para ello la institución eclesiástica favoreció políticas donde los pueblos no eran reconocidos con su propia identidad y derechos, aprobando «invadir, conquistar, subyugar a pueblos infieles y sus posesiones» (Papa Nicolás V, a.1452). El papa Julio II declaró la conquista de Navarra «justissimum et sanctissimum bellum». Está grabada en la memoria colectiva vasca la «cruzada» franquista bendecida por el episcopado español, todavía sin retractación expresa, que hoy sigue defendiendo la unidad española contra determinados nacionalismos.

Ciertamente frente a estas posiciones legitimadoras del poder político se han levantado siempre voces proféticas. Bartolomé de Las Casas lo hizo con contundencia defendiendo a los indios. Siglos mas tarde la teología de la liberación ponía en evidencia aquel expolio, denunciaba la realidad actual de una economía colonizadora y exigía los derechos de los pueblos. El papa Francisco lo ha hecho con rotundidad en sus viajes a Latinoamérica contra «una economía de la exclusión y la inequidad… que mata». En la Iglesia vasca nunca faltaron voces de defensa de los derechos de Euskal Herria, proscritas en tiempos de la dictadura por la misma jerarquía eclesiástica, pero también reclamados por anteriores obispos vascos.

En la raíz y explicación de posturas tan opuestas late la forma en que la institución eclesiástica ha entendido su poder logrado con el capital simbólico acumulado a lo largo de los siglos. Este capital consiste, según Pierre Bourdieu, en una serie de propiedades intangibles inherentes al sujeto que únicamente pueden existir en medida que sean reconocidas por los demás.

Se ha ido construyendo, en primer lugar, con el capital del conocimiento por medio del control de las ideas (iniciado en el concilio de Nicea, a. 325, convocado por el emperador Constantino) que la Iglesia definía como dogmas de los que ella era depósito y única intérprete. Ha conseguido también un importante capital social consistente, según el mismo Bourdieu, en la pertenencia a grupos, redes de influencia, donde se impone «un capital de obligaciones y relaciones sociales», normas, leyes, moralidad, costumbres que someten a quienes están en esas redes, entendidas como comunidades, a estrictos lazos de adhesión y obediencia.

Además y en consecuencia la institución eclesiástica acumuló un capital económico en posesiones adquiridas, en bastantes casos probados con recursos de inmatriculación, registrando bienes a su nombre y que hoy están siendo denunciados entre nosotros para su devolución al pueblo.

El capital simbólico ha sido la base del poder eclesiástico que, a lo largo de la historia de la cristiandad, ha hecho de esta institución aliada o competidora, según las circunstancias, con el poder civil. Efectivamente sus relaciones con los estados se han establecido de poder a poder; los concordatos entre la Santa Sede y los estados son, todavía hoy, muestra de ello. El Vaticano es un estado con sus embajadores (nuncios) y estructuras de poder temporal, incluido el económico con su propio Banco Vaticano (IOR). Los gobiernos siempre consideran su influencia y sus mandatarios no dejan de solicitar audiencias con el Papa, a quien reciben con todos los honores, hasta militares, cuando visita sus naciones.

Hoy todavía este capital de la Iglesia continúa siendo generador de poder simbólico y contribuye a mantener el modelo de cristiandad en sus estructuras y relaciones donde la lógica del capitalismo –acumulación de beneficios y méritos para lograr la salvación individual– guía conciencias y comportamientos.

Sin embargo si la Iglesia quiere ser coherente con el genuino mensaje de navidad, deberá caminar hacia su descapitalización. El papa Francisco lo ha pedido con claridad: «una Iglesia pobre para los pobres. Ellos tienen mucho que enseñarnos (…). Es necesario que todos nos dejemos evangelizar por ellos… y prestarles nuestra voz en sus causas».

Los pobres son, precisamente, aquellas personas que carecen de capital; por supuesto económico, pero también de poder y prestigio, de influencia política y mediática, cuya voz no se escucha en los foros de los poderosos. Una Iglesia pobre deberá comenzar por poner al servicio de los pobres su capital; no acumularlo y conservarlo, sino distribuirlo entre ellos, como Jesús propuso e hizo. Su poder simbólico tendrá que trasformase en autoridad desde el sufrimiento de los últimos en su lucha por la justicia.

Esto implica un proceso descapitalizador que tendrá que empezar por el anuncio de un evangelio liberado. Encerrado en formas doctrinales, como pensamiento único, ya no es significativo en un mundo secularizado. Menos aún, para el lenguaje de los pobres cuyo vocabulario está basado en la justicia e igualdad. Deberá hacer del contenido de la fe no un depósito de dogmas, sino un manantial de verdad, vida y liberación.

Esto no quiere decir que debe desecharse el bagaje cultural, los valores sociales y personales que se han elaborado en la tradición de la Iglesia. No se puede prescindir de tal riqueza; pero no puede considerarse como exclusivos de la Iglesia y a su servicio, sino que pertenecen al pueblo y, en especial, a los pobres.

De ser una Iglesia piramidal, dirigida y controlada por una cúpula jerárquica de varones, deberá ser auténtico pueblo de Dios, cuya base está en comunidades vivas y eficientes, con diversos servicios sin desigualdades de género donde se lucha por el reconocimiento íntegro de la dignidad de los pobres y se vive en el respeto y cuidado de toda la tierra.

Entre nosotros debemos preguntamos si nuestra Iglesia vasca ofrece hoy su poder simbólico al servicio de su pueblo; si contribuye a lograr una sociedad más justa y solidaria, a afirmar sus derechos; si responde a  los desafíos planteados desde ámbitos políticos, sociales, culturales en solidaridad con las víctimas de un conflicto todavía irresuelto; si promueve procesos de normalización, convivencia, reconciliación. Pero tal como está hoy estructurada, aunque se oyen voces proféticas, carece de opciones audaces, significativas y eficaces. Creo además que le faltan conciencia y convicciones de lo que somos como pueblo y necesitamos para realizar la paz basada en la justicia, donde se respeten la pluralidad y legítimas diversidades desde el diálogo y encuentro.

Ser pueblo de Dios con los pueblos de la tierra implica caminar con los pobres, con todas las víctimas de tantas injusticias, para abrir caminos de esperanza poniendo a su servicio la autoridad simbólica que proviene del sufrimiento compartido y lucha por la justicia. Entonces será Iglesia para Euskal Herria, signo y símbolo eficaz del mensaje que anuncia y reclama la libertad para los presos, la justicia para los pobres, la acogida para emigrantes, la igualdad para todas las personas. Desde estas opciones, urte berri on!

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