Josep Miralles
Historiador

Desprecian cuanto ignoran (Aclaraciones a un artículo del Ateneo Basilio Lacort)

Tras leer el artículo “Banalización, negación, tergiversación”, así como otros artículos publicados en otros medios por el Ateneo Basilio Lacort, quisiera aportar mi personal opinión.

La razón histórica, así como la de cualquier hecho trágico de la vida, nunca está de un solo lado; todos tienen parte de razón y también todos tienen parte de culpa. Sin embargo no he visto o leído en los escritos de los miembros del Ateneo Basilio Lacort ningún atisbo de reconocimiento de responsabilidades por parte de los que ellos defienden. Parece que por estar del lado de los triunfadores de la Historia, todo está justificado. Por el contrario sí he podido ver en casi todos los escritos filo-carlistas reconocer esa parte de culpa que a estos les corresponde.
Analicemos algunas de las cuestiones tratadas en este artículo -u olvidadas- por los cazadores de carlistas.

¿Quién trajo la Segunda República?

Es cierto que la monarquía Alfonsina, detestada por los carlistas, estaba ya tan desprestigiada en 1930 que entre los poderes fácticos eran ya muy pocos los que la apoyaban. Alcalá Zamora, antiguo ministro del rey se convirtió en el promotor del Pacto de San Sebastián realizado el 17 de agosto de 1930. El objetivo del Comité salido de San Sebastián era promover un pronunciamiento militar para provocar el derrocamiento de la Monarquía. Para ello contaban con una buena parte de los militares, entre los cuales se hallaban el tristemente conocido Queipo de Llano o el aviador Franco, hermano del futuro dictador. Los capitanes sublevados en Jaca, Galán (Africanista y Cruz Laureada de San Fernando) y Hernández, ambos muy concordes con la tradición militar, emitieron un bando en el que se decía: «Artículo único: todo aquel que se oponga de palabra o por escrito, que conspire o haga armas contra la República naciente será fusilado sin formación de causa». (Artículo que parece copiado por Mola en 1936).

Como se sabe la llegada de la República del 14 de abril de 1931 no fue fruto de un plebiscito, sino de unas elecciones municipales en las que no triunfaron precisamente los partidos republicanos. Éstos sólo triunfaron en las grandes ciudades industriales que, con absoluto desprecio al mundo tradicional agrario, se impusieron de facto. Se podría decir que el caciquismo burgués triunfó sobre el del campo. A pesar de ello, muchos fueron los carlistas –entre los que se hallaba el titular de la dinastía carlista, Jaime III– que aceptaron la República con la esperanza de que pudiera ser un régimen menos malo que la Monarquía de Alfonso XIII, pero pronto pudieron comprobar que la República no solo atentaba a sus sentimientos religiosos sino que, que en realidad, representaba una continuación del proceso de engorde del Estado.

Y es que la República «democrática» fue, grosso modo, la continuación del proceso de fortalecimiento del Estado todopoderoso, que en época contemporánea se inició con la Constitución de 1812, seguida por los espadones decimonónicos, la Monarquía «liberal» y la Dictadura de primo de Rivera, que venía consolidándose desde que la revolución liberal dio la estocada final a un mundo rural que no sentía ninguna necesidad de un Estado tan fuerte, representado, además, por el centralismo madrileño; un mundo rural que en el siglo XIX estaba inspirado básicamente por la reacción del carlismo con rebeliones diversas, incluidas también las de tipo cantonalista.

La República fue el antepenúltimo eslabón de la larga cadena (antes del franquismo y de la actual democracia) para consolidar un Estado cada vez más absorbente, un capitalismo cada vez más poderoso y una sociedad industrial y tecnológica más alienante que Sociedad rural tradicional. Y para ello no tuvo demasiadas contemplaciones. Entre 1931 y 1936, las fuerzas represoras de la República (Guardia Civil y Guardia de Asalto) se dedicaron a reprimir con gran derramamiento de sangre a todo tipo de levantamientos populares tanto en el campo como en las ciudades que ahora, a diferencia del carlismo, tenían un carácter revolucionario.

Pero el carlismo, defensor de valores tradicionales, y, por temor a esa revolución que se le antojaba podía desembocar en el comunismo internacional, dominado entonces por Stalin –igual que temía al nazismo de Hitler y por eso se enfrentó también a los pro-nazis españoles-, se sublevó, paradójicamente, junto a sus enemigos seculares: el Ejército. O mejor dicho, una parte de él, porque la otra se mantuvo defendiendo la República. Sin embargo esa sublevación militar del general Mola de 1936 contó con una fracción minoritaria del carlismo Navarro representada por un sector de la Junta Central Carlista de Guerra de Navarra –donde Marcelino Ulíbarri era uno de ellos-. Esta fracción minoritaria fue la que quedó a merced de las órdenes de Mola, propiciando la mayor represión junto a falangistas, militares y otros derechistas. Mientras esto se producía, la mayor parte de los requetés navarros, fieles a sus jefes carlistas naturales, y a la Junta Nacional Carlista de Guerra a las órdenes de Javier de Borbón Parma y Fal Conde, y enfrentada a la Junta de Navarra, salieron del Viejo Reino para batirse en los frentes de batalla.

Por otra parte, ninguno de los seguidores de Javier de Borbón Parma aceptó cargos de responsabilidad ni en la Diputación de Navarra ni en otros organismos de FET y de las JONS, y los que sí lo hicieron fueron expulsados o quedaron autoexcluidos de la organización carlista llamada entonces Comunión Tradicionalista. Algunos, aceptaron alcaldías y concejalías en los confusos primeros años de la guerra, pero los que se mantuvieron fieles a la organización carlista, no sólo los abandonaron bien pronto sino que los combatieron, siendo por ello víctimas de la represión del régimen franquista.

Respecto al «socialismo carlista Avant la lettre!», que tratan de ridiculizar los ateneístas, es lógico que no lo puedan entender gentes que tienen una idea presentista de la Historia. Hace más de cien años ya hablaron sobre el «socialismo carlista» Unamuno, Costa o Arturo Campión, incluso Hoswham de manera menos explícita. Pero claro, los que sólo conciben un socialismo de Estado «moderno» no parecen ser capaces de entender que también había comunitarismo antes de la «modernidad», por eso desprecian ese pasado anónimo de los que no salen en la Historia tal como muy bien lo ha estudiado el investigador, David Algarra.

Los ateneístas también desprecian, por clerical, el sindicalismo libre que impulsaron los carlistas en los primeros años del siglo pasado, porque desconocen el profundo estudio de Colin M. Winston sobre el mismo –del que se hace eco casualmente el historiador Jordi Canal-, donde deja claro, siguiendo a su órgano, Unión Obrera, de su carácter reivindicativo en defensa de la clase trabajadora; que fue creado por trabajadores que aspiraban a una lejana meta anticapitalista. No saben distinguir entre los sindicatos católicos amarillos y otros, también católicos, que lideraban hombres como José Gafo, Blas Goñi, o Bruno Ybeas, que se aliaron con los libres, precisamente en un congreso interregional celebrado en Pamplona en 1924, creando la Confederación Nacional de Sindicatos Libres de España. No saben, o no quieren saber, que muchos antiguos militantes y dirigentes de la CNT se pasaron a los Libres sin tener que renunciar a sus convicciones libertarias e incluso agnósticas.

Respecto al boicot carlista al que ellos llaman «Estatuto común de 1932» les recuerdo que el carlismo participó en la elaboración del anteproyecto del Estatuto General del Estado Vasco, en colaboración con el PNV y la Sociedad de Estudios Vascos, aprobado en la Magna Asamblea de Municipios Vascos (casi 400 de los 528 municipios la aprobaron) celebrada en Estella el 14 de junio de 1931, que luego sería «cepillado» en Madrid porque como decía Indalecio Prieto, no quería en Euskal Herria un «Gibraltar vaticanista». Por otra parte, como dice Jordi Canal, el carlismo apoyó también el Estatuto de Cataluña en el referéndum de 1931; ya en 1930 los carlistas catalanes elaboraron un «Projecte d’Estatut de Catalunya» de tipo confederal, y durante la Segunda República, abundando en lo expuesto, para el caso catalán de las tierras del Ebro, el profesor Sánchez Cervelló dice que «la percepción identitaria que como colectividad tenemos los ciudadanos del Ebro, se debe en gran parte a la herencia del carlismo, especialmente en el aspecto de resistencia al Estado que, posteriormente, a partir de esta experiencia, la CNT y el movimiento libertario impulsarán durante la II República y la Guerra Civil».

El carlismo es un movimiento de muy larga duración, contradictorio y de complejo entendimiento, por eso no me sorprende que los miembros del Ateneo Basilio Lacort se limiten casi exclusivamente a cargar sobre las espaldas del carlismo, y sólo sobre ellas, los 3000 asesinados en Navarra en 1936, y «olviden» los miles de asesinados en el otro bando, muchos de ellos en Euskal Herria antes de ser ocupada. Me parece que, como decía Machado, desprecian cuanto ignoran y se hallan instalados al servicio de la ideología dominante de los triunfadores de la Historia, difundida por doquier a través de los grandes medios de la propaganda oficial y políticamente correcta.

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