Aitxus Iñarra
Profesora de la UPV/ EHU

Educación: cómo construir el sufrimiento

En su artículo, Iñarra explica la construcción de esa «forma de percepción que concierne al aprendizaje cognitivo y afectivo y que llega, incluso, a impedir la comprensión de uno mismo y el mundo», como consecuencia de la servidumbre de la educación a un tercero, como son las necesidades del sistema productivo o «la consecución del logro».

La carencia sentida, el fracaso, el deseo anhelante incumplido, la pérdida, el conflicto que se perpetúa... sufrir, en definitiva, por algo. Son tantas y tan diversas las formas en que nos dolemos, y tantas veces viene para quedarse ese sigiloso visitante, que frecuentemente se convierte en propietario de nuestras vidas. Es el malestar que duele, inolvidable, anidando crónicamente en el corazón y la mente del ser humano.

¿Pero, cómo se construye el sufrimiento? Consideramos que esta vivencia tan extendida y democratizada implica una manera de pensar, sentir y percibir. Se trata de una forma de percepción que concierne al aprendizaje cognitivo y afectivo y que llega, incluso, a impedir la comprensión de uno mismo y el mundo. En tal caso la alienación de la percepción o la ausencia de lucidez nos abocan a la frustración, lo que conlleva un sentimiento de aislamiento y ausencia de conexión.

Constatamos que el sufrimiento es un relato universal, reiterado e inevitable del individuo y el mundo. Este hecho suscita la reflexión sobre cómo se crea el malestar en la psique humana, así como sobre la responsabilidad y finalidad de la educación, pues ella es quien, en definitiva, dirige y modifica la conducta del ser humano. La manera de asumir el sufrimiento se adquiere mediante los procesos educativos en los que estamos sumergidos. A partir de este hecho es la percepción trasmitida y asentada en la falta de autoconciencia y en las creencias enraizadas recibidas desde el exterior, la que produce un proceso de mixtificación que impulsa el sufrimiento. Así, la percepción transferida se expresa en desorden y falta de coherencia, se parece a ese llanto cuando no sabemos darle un sentido certero.


Como hemos dicho, es la cultura como fondo y, en la práctica, los actores educativos los partícipes en la conformación del proceso cognitivo-emocional. Una de las funciones del discurso cultural consiste en demarcar y categorizar la condición del sufrimiento humano, vinculándolo a lo rechazable e indeseable. De esta manera se crean las representaciones correspondientes y se determina la denominación que se convertirán en las formas y modos culturales de experimentarlo. En otras palabras, la cultura focaliza y dirige el pensar-sentir individual y social a categorizar los actos, percepciones y sensaciones a un lado u otro de esa frontera, previamente establecida, que separa lo placentero de lo que no lo es. Y, desde ese estrecho universo binario mental, se fomenta y educa en la búsqueda de lo grato y la huida o negación del sufrimiento.


En última instancia, la acción educativa, vehículo de la transmisión cultural, navega por derroteros parecidos. El condicionamiento comienza a gestarse desde edades tempranas a través de los procesos educativos de la familia, la escuela y el entorno del niño. Se marginan las cuestiones fundamentales y universales del ser humano, como son la comprensión de la existencia, la capacidad de entrega, la relación inteligente y afectuosa –que no egocéntrica– con el otro, el aprendizaje basado en las tendencias naturales y la autoindagación o consciencia de uno mismo. Así, la percepción-saber habitual, lejos de abordar y afrontar en el centro de su quehacer un conocer que acoja la búsqueda de una mayor comprensión y coherencia mental en las dimensiones emocionales y cognitivas de los individuos, va en pos de una mentalidad sujeta a los valores inherentes a un sistema fundamentado en el deseo del tener, lo que conlleva consecuencias indeseables tanto individual como socialmente.

En la misma línea, no es frecuente encontrar en los educadores –padres y profesionales de la educación– la necesidad y motivación para desarrollar herramientas que doten al educando de un saber diferente. De hecho lo que nos encontramos es que educar se convierte en un mecanismo al servicio de un tercero, cuya concepción de la condición humana se reduce, fundamentalmente, a la eficacia del sistema productivo. De ahí que la familia y el aula, sobre todo una vez pasada la primera etapa de la niñez, se conviertan en mundos donde emergen los valores prestigiados y las emociones vinculadas a la competitividad, el éxito y el individualismo. De esta manera, la educación, sobreimpone dicha percepción reduccionista del mundo y las cosas, y a través de sus valores y pautas correspondientes se generan las conductas exigidas, fomentando el consiguiente malestar: un sentir marcado por la ansiedad, la angustia, la inseguridad o la falta de confianza.

Una vez que el niño o la niña asimila y asume los reiterados patrones emocionales, acaba identificándose en su malestar obstaculizándole o incapacitándole para acceder a un nuevo aprendizaje. Le impide ir más allá, le incita a intentar evitar o huir del dolor no permitiéndole desanudar la rígida percepción impuesta desde el aprendizaje recibido. Se estructura de esta manera una desnaturalización y violentación consigo mismo. Y, simultáneamente, desde esa mirada el otro es interpretado como elemento susceptible de ser temido, superado y manipulado. Las discordancias entre lo que uno debe hacer, quiere, necesita y siente se hacen evidentes, El niño queda fragmentado por la propia inseguridad y el miedo psicológico, sea por no responder a lo que se le exige, por no poder conseguir dichas metas o no poder mantenerlas. En definitiva, queda apresado en un estrés permanente que obstaculizará a largo plazo el mismo proceso de aprendizaje, resultando ser este un compañero de viaje inseparable que le acompañará en su vida adulta.


Es conocido el resultado de la educación cuando su cometido es responder a las necesidades de la economía o la consecución del logro, objetivos ambos supeditados al interés de un tercero. La educación, desde esa perspectiva, queda incapacitada o mermada para proveer los recursos y herramientas que le permitan al educando gestionar de manera competente y coherente una percepción más integradora. Más bien, atenta contra la naturaleza espontánea y vulnerable del niño. Caotiza su mente, lo que deviene ya desde edades tempranas en un sufrimiento añadido. El resultado de ello acaba en un tipo de ser humano temeroso, poco sabedor de si mismo y conflictivo. Da, en definitiva, como resultado una mente confusa que sucumbe ante sus propias obsesiones.

Si bien el sufrimiento junto con el placer y el gozo es inherente a la naturaleza humana, el cometido principal de la educación es ayudar a gestionar el sufrimiento cuando este sea inevitable, otorgando un nuevo entramado de sentidos que dé coherencia, dignifique y haga más manejable el dolor. Pero, además, es necesario alentar una reflexión para poder transitar a un saber-percepción que atienda las necesidades emocionales y cognitivas, así como la sensibilidad y las tendencias del educando, algo que va a permitir sacar lo mejor de la naturaleza de cada uno. Indudablemente que este conocimiento, más cerca de la sabiduría, implica un cambio profundo en la mente y corazón del educador.

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