Iñaki Egaña
Historiador

El desafío unionista

Hay una tendencia, al parecer mayoritaria en la naturaleza de España, que apela a no sé qué circunstancias metafísicas y naturales para proclamar que su nación, su Estado, empieza en un trozo acotado de tierra y acaba, mirando los polos de norte a sur, por donde los británicos conservan en propiedad una roca de grandes dimensiones a cuenta de la muerte sin descendencia de un monarca Habsburgo que provocó la bienvenida de otra casa/cosa real, la Bourbon.

Ha llegado la modernidad a la piel de toro, aunque no precisamente a la totalidad de su reclamado territorio, y esa circunstancia ha podido retraer antiguas costumbres salvajes sobre la defensa de ese pedazo de tierra estirado al sur de los Pirineos. En otros ambientes, también cargados del mismo fanatismo, los defensores de esa unidad sobrenatural hubieran degollado a los infieles, tanto religiosos como patrios. Los hubieran deportado a colonias, o los hubieran estirado en el potro hasta romper los cartílagos de sus huesos. Ahora, han adoptado posturas más acordes con el entorno.

Aún así, el comodín de la llamada a la División Brunete (acantonada desde hace 10 años en Burgos, en la muga de Hego Euskal Herria) sigue vigente, gracias a una Constitución, en su preámbulo ya se expande con esa expresión de la «indisoluble unidad», que cita explícitamente a las huestes herederas de mitos como Pelayo, El Cid o el capitán Trueno para salvaguardar la integridad de la patria (española). Con permiso de los refajos de la inextinguible Isabel emplazada católica.

Ensalzados con los simios de Atapuerca, esculpidos con el nombre arrogante de homo antecessor, los primeros en todo, los últimos en nada, aquel proyecto fue fraguándose al parecer hace casi un millón de años, en la Gran Dolina. Hasta hoy. No ha habido progreso, ni luchas por la emancipación, ni esos avances que separan al género humano del resto del reino animal. España mide sus ilusiones en términos agostados para la humanidad. Pero España es España, antes «roja que rota». Una situación, sin embargo, que jamás se ha dado. No la de roja, sí la de rota (derrota). Porque España ha perdido en 150 años más del 70% de su territorio.

Porque eso de «roja» queda excluido de la naturaleza española. Ahora que se han cumplido 80 años de la entrada de las huestes fascistas en Bilbao y la posterior limpieza étnica y política llevada a cabo por sus seguidores, hemos podido recuperar las portadas de los diarios escalonados, hoy en Vocento: «Bilbao ya es España», con el añadido de la «vuelta a una vida digna y civilizada». El resto es indigno de merecer semejante apellido. Porque ese resto también es barbarie. Lo dicen los Bourbon, Cánovas, Felipe González o Mariano Rajoy, el último de la serie de mentecatos del tándem Zarzuela-Moncloa.

Aquello o aquellos que no entran en esa ecuación mezcla de la unión novelesca entre Santiago (y cierra España) y Pilar (no solo aragonesa sino española) no son siquiera, como decían algunos acotados en las izquierdas, «malos españoles». No son españoles y punto. Decenas de miles de derrotados en la guerra deambularon por el mundo como apátridas. Cuando catalanes o vascos manifestaron su deseo de caminar bajo un paraguas propio, santiaguinos y pilaricos reivindicaron el territorio, no el alma de los disidentes que, paradojas, seguían siendo considerados como «no españoles».

Ese es el quid de la cuestión. No hay evolución desde que los primates de Atapuerca bajaron del árbol, desde que los macacos de Gibraltar, especie al parecer en extinción, se asentaron hasta la eternidad en un extremo de la tierra de los conejos, Hispania a decir de los romanos. La vida diaria se dirime por el tamaño de los testículos, criadillas para los que aún no han alcanzado la santidad, por el tono colorado hasta la saciedad de las callosidades isquiáticas en las nalgas de los papiones, que comparten la casi totalidad del ADN con nosotros. La vida diaria tiene esa gama que participa, casualidad casual, con los que desafían a la inteligencia proclamando la indisoluble unidad de España.

Tengo tantos años que apenas recuerdo cuando en España había muchos masones y muy poco temor de Dios. Quizás porque quiera olvidar aquellos tiempos que segaron la vida de muchos de los nuestros, cercanos y lejanos. Pero, en esta mezcla de recuerdos asociados y olvidos intencionados, no me queda una solo línea para guardar un único argumento por el que defender esa manoseada y explicitada unidad de España. ¿De qué España? Porque solo he conocido una (por no añadir grande y libre). El resto no es España, nunca ha podido ser España. Y a estas alturas, transitado el calvario desde las cavidades óticas de la Dama de Elche, la espada de Viriato, el miembro de Hernán Cortés y la porra de Roberto Alcázar, solo queda un proyecto unitario. El primario, el animal. El del hábito de marcar con orines el territorio.

Ordeno y mando. No hay otro argumento en esa condenada y reiterativa iniciativa de los defensores del instinto animal sobre el progreso humano. España es indivisible... porque sí. Los argumentos son legión: Cataluña forma parte de la esencia de España, victimismo nacionalista, la hispana somos una gran familia, no podemos contrariar a «nuestros» antepasados, la ruina económica y moral… Al margen quedan los argumentos democráticos: ¿Quiere independizarse de una patria que considera no es la suya?

El argumento de la ilegalidad del referéndum del primero de octubre ha servido a los unionistas para un supuesto lavado de su fanatismo. No se refieren a la justicia, a la legitimidad, escenarios que evitan. ¿Es injusto consultar a hombres y mujeres sobre su futuro? ¿Es ilegitimo pulsar la opinión de quienes conforman una comunidad de intereses? ¿Es punible adoptar una decisión mayoritariamente consensuada por la sociedad catalana? ¿Es pecado desengancharse de una monarquía que arruinó sistemáticamente a un pueblo, hizo valer sus atributos para escapar históricamente de la justicia y exterminó a tantas culturas que hoy ni siquiera somos capaces de enumerar?

Evitarán entrar en esas reflexiones. Solaparán el progreso de la humanidad, huirán de las noticias sobre el descubrimiento de la luz y su velocidad lo que apagaría sus supercherías. Evadirán la razón para batirse desde sus trincheras y nuevamente proclamar la grandeza del Pisuerga, el valor legionario de sus cabras, la pureza del Rocío, el martirologio de los héroes de Paracuellos, y cantarán hasta el amanecer, en escraches callejeros acompañados de titulares mediáticos, estribillos de la eterna melodía: «A por ellos, ¡oeh! A por ellos, ¡oeh!» Salpicados por teloneros y auroros al son de «¡Qué viva España!», en conga militarona en los pasillos del santuario de Lourdes.

El desafío unionista ha alcanzado las mayores cotas de la imbecilidad humana. Ha destrozado en unos meses, en unos años, a centenares de generaciones que pelearon por el dominio de la razón sobre la fábula. Que creyeron aquello de la igualdad, del respeto a los derechos humanos, del trasfondo consultivo de la democracia. Que hicieron suyos los valores por los que la especie humana ascendió por el peldaño de la evolución.

No hay España roja. Tampoco rota. Y es que si España fuera roja alguna vez, también estaría rota. No hay otra posibilidad. Por eso, el desafío unionista marca una hoja de ruta tan especial. El proyecto España es un proyecto conservador y únicamente instintivo, lo que es lo mismo que decir animal (las transnacionales son dueñas de su economía, y sus elites eluden al fisco desde las islas Caimanes).

Por ello, su peligro es notorio. Cuando la razón es secuestrada, las consecuencias de los conflictos, de las soluciones democráticas a los mismos, quedan en un segundo plano. Y es entonces cuando la irracionalidad se impone. Y con caballos desbocados todo es posible. El desafío unionista está a la vuelta de la esquina. Y frente a él debemos estar ya preparados.

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