Raúl Zibechi
Periodista

El Lula que puede volver a la presidencia

Lula puede ganar. Pero difícilmente podrá gobernar. Para hacerlo, tendrá que girar hacia la derecha, realizando un viraje mucho mayor al que en 2002 lo llevó a la presidencia, cuando emitió la “Carta a los Brasileños”, un compromiso con el sector financiero para evitar que boicoteara su candidatura. Este es el gran problema al que se enfrentan las izquierdas y los progresismos en esta coyuntura latinoamericana.

Pese a estar condenado en primera instancia a nueve años y medio de prisión por corrupción, el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva (2003-2010), obtiene un 35% de las intenciones de voto, seguido por el ultraderechista Jair Bolsonaro, del Partido Social Cristiano (PSC), con el 13%. En tercer lugar se encuentra Marina Silva, ambientalista del partido Red, con el 8%. Los demás candidatos están más lejos aún, con cifras en torno al 5%, según la primera encuesta de intenciones de voto, difundida por el diario “O Globo”.

Si Lula no pudiera presentarse, Silva y Bolsonaro estarían empatados en torno al 15%. El problema del candidato de la ultraderecha es que levanta grandes resistencias por su defensa de la última dictadura (1964-1985), por su discurso racista y machista que ensalza las virtudes de la patria y discrimina a gays y lesbianas. De modo que en una hipotética segunda vuelta, Bolsonaro puede perder con cualquiera de sus adversarios.

La cuestión de fondo no es, empero, quién se ceñirá la banda presidencia el 1 de enero de 2019, sino cómo va a salir Brasil de la mayor crisis económica de su historia, cómo va a superar la división de la sociedad en dos mitades fuertemente polarizadas, tanto en lo político como en lo social y cultural. Las clases medias y altas están mostrando elevadas dosis de racismo y desprecio por la población negra y mestiza (más del 50%), de los pobres en general y de las políticas sociales en particular.

Esta tremenda fractura ha llevado a situaciones de absoluta intolerancia, que se vienen profundizando de día en día. Un sector de la sociedad que sigue al Movimiento Brasil Libre (MBL), que jugó un papel destacado en la destitución de Dilma Rousseff (2011-2016), convocando manifestaciones de millones de personas, es parte del viraje conservador.

El MBL impulsa una campaña para retirarle los reconocimientos oficiales a Paulo Freire, referente de la educación popular en el mundo. También desató una ofensiva contra el músico Caetano Veloso al que acusan de pederasta, por haberse casado cuando su esposa era menor de edad, en la década de 1980.

Semanas atrás el MBL movilizó a la opinión pública contra la exposición Queermuseu-Cartografías de la Diferencia en el Arte Brasileño, organizada por el centro Santander Cultural en Porto Alegre. El banco debió cancelarla por el vendaval de reproches que recibió en las redes sociales con acusaciones que aseguraban que la muestra artística promovía blasfemia, por imágenes religiosas, y por apología de la zoofilia y la pedofilia (“El País”, 15 de setiembre de 2017).

En este clima social, no es extraño que puedan crecer posiciones políticas de ultraderecha, sobre todo en los estados del sur como Sao Paulo, Rio Grande do Sul, Santa Catarina y Paraná que contienen el 40% de la población del país y son las regiones más prósperas donde predominan los descendientes de europeos. En estas regiones, particularmente en Sao Paulo, es donde se produjeron las mayores movilizaciones contra los gobiernos del PT.

La estrategia de Lula, seguida por el partido y la central sindical CUT, ha sido la de frenar las movilizaciones que piden la caída del presidente Michel Temer, acusado de corrupción por la justicia y quien tiene apenas el 3% de apoyo popular, el más bajo que tuvo un presidente en la historia de Brasil.

En un acto realizado el 26 de octubre en una ciudad del interior de Minas Gerais, Lula afirmó que ya no es hora de «gritar fuera Temer, sino de gritar el nombre de un futuro presidente, o de una presidenta» (“Valor”, 27 de octubre de 2016). El acto formaba parte de la larga campaña de Lula, que ya recorrió el nordeste donde tiene su mayor electorado, para desafiar los siete procesos judiciales en su contra que pueden inviabilizar su candidatura.

Este viraje explica porqué durante la reciente votación en el Parlamento para permitir que la justicia pueda proceder contra Temer, hubo «silencio de las calles». La estrategia lulista consiste en dejar «desangrar» al Gobierno de Temer para que la situación se siga deteriorando y se fortalezca la alternativa de Lula.

El expresidente teme que la renuncia de Temer puede llevar a alguien aún peor a la presidencia. Pero enhebra otro cálculo más fino: mientras Temer no sea juzgado pese a las pruebas que maneja la justicia y conoce la opinión pública, será más difícil que existan condiciones políticas para procesar a Lula. Un cálculo al parecer acertado, ya que todos sus adversarios, en particular sus archienemigos de la socialdemocracia (PSDB), vienen perdiendo apoyo.

Esta estrategia no toma en cuenta que una sociedad derechizada elegirá un parlamento tan conservador como el actual. Si a eso le sumamos que la nueva derecha representada por grupos como el MBL y Bolsonaro, aliados con la bancada ruralista y la evangélica, tendrán sólidas mayorías; que la derecha social tiene hoy más capacidad de acción que la izquierda social, el panorama resulta muy oscuro.

Lula puede ganar. Pero difícilmente podrá gobernar. Para hacerlo, tendrá que girar hacia la derecha, realizando un viraje mucho mayor al que en 2002 lo llevó a la presidencia, cuando emitió la “Carta a los Brasileños”, un compromiso con el sector financiero para evitar que boicoteara su candidatura. Este es el gran problema al que se enfrentan las izquierdas y los progresismos en esta coyuntura latinoamericana.

Lo sucedido en las recientes elecciones argentinas, donde el partido de Mauricio Macri derrotó con holgura a Cristina Fernández, muestra que las clases medias están dispuestas a apoyar a las derechas a pesar de sus políticas económicas regresivas. La recesión económica, el alza generalizada de los servicios y el aumento de la desocupación no fueron el menor obstáculo para que volvieran a votar por Macri.

Brasil es una sociedad militarizada (hay un millón de policías militares) y controlada férreamente por el 1%, que concentra el 25% de la renta. Esa clase dominante cuenta con aparatos de coerción y de sugestión, como los grandes medios, capaces de atraer y sobre todo de movilizar a las clases medias. Eso fue lo que ya sucedió desde junio de 2013, cuando la izquierda no supo interpretar el desasosiego de las clases medias y se las sirvió en bandeja a la derecha.

Las cosas se mantienen en esa misma lógica. Lula puede contar con el apoyo de los sectores populares, pero éstos se han desmovilizado y no están en condiciones de lanzar ofensivas. La única excepción es el Movimiento de Trabajadores Sin Techo (MTST) que sigue en su ofensiva de ocupación de terrenos en las grandes ciudades. Estos días una gran ocupación en Sao Bernardo do Campo, que lleva ya dos meses, congrega 8 mil familias, entre 20 y 30 mil personas (goo.gl/uJVqJq).

Sólo en el cordón industrial de Sao Paulo, el llamado ABC donde nacieron los sindicatos que condujo Lula en la década de 1970, hay 230 mil familias sin vivienda, un millón de personas. Un gobierno de Lula muy moderado –para no chocar con las elites– puede tener que lidiar con potentes demandas de las bases. Como sucedió en junio de 2013, el PT en el gobierno puede verse asediado, a la vez, por la intransigencia de arriba y por la agitación de abajo.

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