Antonio Alvarez-Solís
Periodista

El monarquismo

El monarquismo es la expresión de una sociedad desarticulada en que la libertad pierde su esencia comunitaria, su colectivismo dialéctico, para convertirse una y otra vez en retórica de cínicos y depredadores.

De la lectura de los últimos discursos de la Sra. Merkel y del Sr. Macron, pronunciados en marcos brillantemente autoritarios, se desprende una conclusión que me parece incontrovertible: vamos hacia la consolidación de una sociedad monárquica basada en una reducida clase media, materialmente robusta y moralmente napoleónica, que servirá para proteger a un capitalismo al que, pese a todo lo que haga por supervivir, sólo le queda una vida corta y más que posiblemente, sangrienta. Dentro de ese diseño Alemania y su protectorado francés protagonizarán ese modelo y en su entorno se movilizará un Plan Marshall que trabajará un adulterado temporalismo estimulante para decenas de pueblos dominados por cónsules que miran ya a Berlín, sobre todo, y a París para sostener su autoexplotación nacional por las castas dominantes. Ese Plan Marshall –cuyos primeros beneficios, como en el anterior, recogerá Alemania– se apoyará, según todos los síntomas, en una derecha cada vez más radical, cruel y alejada de la calle y un socialismo asociado que según las últimas declaraciones del laberíntico Sr. Sánchez consistirá «en una globalización compatible con una democracia social». Como dice una festiva canción de mi Asturias, «como sé que te gusta el arroz con leche / debajo tu puerta metí un ladrillo».

Primera advertencia frente a este desconcierto ideológico que protagoniza el nuevo secretario general del PSOE: la globalización es un invento neoliberal que castró la democracia de clase de los dos primeros capitalismos –el comercial y el industrial– y verticalizó la economía con un proceder basado en la secundarización de la economía productora de cosas para centrar toda su dinámica en la economía especulativa del dinero.

Segunda advertencia: la globalización ha centrado toda su acción en el alejamiento del poder respecto a la calle y en su traslado desde el aparato público –falseando las instituciones– a una capa social que se vela con un secretismo absoluto.

El Sr. Sánchez trata de apoyar su adhesión al poder absoluto neomonárquico con una frase que torpemente revela la mecánica entreguista del socialismo ya condenado a muerte en tiempos de la primera guerra mundial: «Rechazamos ese proteccionismo autárquico (con que tratan de defenderse varios nacionalismos), negador del progreso». Frase que conlleva dos consecuencias catastróficas para la existencia de los trabajadores: la eliminación de toda frontera posible para ampararse e intentar una nueva revolución basada en el consumo preferente de la producción doméstica y la introducción del logos venenoso que constituye el «progreso» ¿A qué se refiere el Sr. Sánchez cuando habla de progreso? ¿de qué progreso y para quién?

Antes de seguir adelante hablemos de la sustancia real de ese progreso. En primer lugar no se trata de un progreso social sino de una creciente dinámica financiera apoyada en la fuerza bélica que normalmente cuida desde el subsuelo estatal –léanse al respecto las últimas declaraciones de la ministra de Defensa, Sra. Cospedal, sobre la posible intervención de las fuerzas armadas en Catalunya– a los dirigentes financiados por los poderosos grupos que están entregados a la digestión del mundo. En segundo término ese progreso no es más que un vertiginoso «crecimiento» sectorial de la minoría que personaliza el proceso alimenticio de la boa.

El monarquismo que se ha apoderado de las naciones está caracterizado además por unas formas bastas, repletas de brusquedad, inmisericordes, que convierten a los conjurados en la gran estafa universal en sujetos horros de toda inteligencia y dimensión de futuro. Un rey de las monarquías que se llevó por delante la revolución francesa jamás hubiera pronunciado ante los llamados Estados Generales de su época el discurso con que ofendió a la inteligencia más elemental el actual monarca español ante el infausto parlamento que padecemos. Ni una sola frase hubo en tal perorata, como advirtió Pablo Iglesias, que dijese algo iluminador sobre la corrupción, el problema social o la plurinacionalidad. Como es obvio no trato con esta comparación entre ambas monarquías de defender la última de los Luises, lo que sería ridículo, sino de subrayar lo recusablemente napoleónico del poder actual, que llevó al pérfido ministro Tayllerand a advertir a Napoleón cuando el nuevo emperador entraba en París: «Señor, con las bayonetas hemos llegado, ahora la cuestión está en sentarse sobre ellas». Esa es la cuestión de la España actual y de tantos otros partidos y gobiernos cuando embastan sus leyes con tan diversas «bayonetas» de espaldas a la auténtica soberanía que desde la Ilustración hasta hoy viene atribuyéndose a los ciudadanos, pues un ciudadano lo es cuando puede extender la soberanía a si mismo ¿Qué ha sido aquí y en tantos lugares de esa soberanía? ¿Qué han hecho tantos «monarcas» con esa fuente de la verdadera legalidad, flexible ante el paso de los días y las realidades que reclama la conciencia popular? ¿Dónde está aquella combativa sociedad de la Francia de los siglos XVIII y parte del XIX, aquel socialismo alemán alzado en la calle y que destruyó el traidor Ebert y su ejército de asesinos, aquellos republicanos españoles levantando una verdadera libertad podrida de inmediato con la agresión fascista del 36? No, no fue acertada aquella frase de un premier inglés cuando dijo a las puertas de la modernización «dentro de un siglo sólo habrá cinco monarcas en el mundo: el inglés y los cuatro reyes de la baraja». Pues la baraja ha sido marcada espuriamente por manipuladores del tapete.

Lo más peligroso del monarquismo es la destrucción que hace del sentimiento colectivo al reducir al individuo a una dimensión rigurosamente individual y a un liderazgo personal de la vida, que solamente admiten transformada en trofeo de victoria propia o como derrota ajena. Ese monarquismo recocido en el espíritu profundo de apropiación lleva a tales sujetos, deslumbrados por las poderosas trapacerías del gran poder y de sus frágiles intelectuales, a considerar a sus próximos como una creciente amenaza que justifica su destrucción a no ser que acepten una estúpida esclavitud. Son, en definitiva, reduccionistas de almas que exhiben tras masacrarlas física o moralmente como muestra de  su superioridad sobre el entorno, del que roban el sol, encadenan el viento, pudren los bosque, hieren la tierra, hacen de los mares vertederos, degradan el comercio y aplastan y contaminan todo noble y difícil esfuerzo colectivo para elevarse a un futuro aceptable por parte de esas naciones primigenias en la Africa mártir, en la agotada Latinoamérica o en la misma «ilustrada» Europa. Y cuando acontece la necesaria revuelta con afán liberador la juzgan de populismo envenenado, término que ciertamente fabrica el capitalismo en su oscura sentina para justificar la destrucción del levantado ¿Qué se puede esperar –dicen– de esos tales que arruinan la disciplina del trabajo con sus reclamaciones laborales, rechazan la dirección de los expertos, protestan de su salario y no respetan la sacralidad bancaria como clamaba hace poco el Sr. Junker, el descarado luxemburgués exportado desde la dirección del gobierno del Gran Ducado al de capitales enfoscados en que se ha convertido la máquina bruxelense?

El monarquismo es la expresión de una sociedad desarticulada en que la libertad pierde su esencia comunitaria, su colectivismo dialéctico, para convertirse una y otra vez en retórica de cínicos y depredadores. Para ser libre hay que pertenecer al «todo» social que hace realmente válidos los derechos y justifica las leyes. Entonces, en ese ambiente de libertad y democracia, de igualdad y dignidad sí es válida la frase de que «fuera de la ley sólo hay arbitrariedad, imposición e inseguridad». En España esa frase pertenece a la herencia republicana, que quiso transformar en democracia cierta la impúdica vida repleta en todo lugar de reyes de la baraja: oros, copas, espadas y bastos. La gran corrupción.

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