Iñaki Egaña

El Triángulo de las Bermudas

En 1964, un periodista de Ohio que perseguía fantasmas, fenómenos extraños, misterios sin desentrañar y farándulas por el estilo, escribió una crónica en una modesta revista que tituló con el nombre de este artículo. Su trabajo creó tendencia y, aunque el reportero al que me refiero, Vincent Gaddis, escondido tras unas gafas de gran aumento, una alopecia frenada probablemente con crecepelos de la época y un semblante afilado, falleció ya pronto dos décadas, su nombre cuajó en enciclopedias y relatos sobre las incógnitas de un escenario caribeño que engullía aviones y barcos sin dejar rastro.

Al calor de sus narraciones, surgieron otros triángulos misteriosos, en Alaska, en cadenas montañosas elevadas, en otros enclaves marinos. Todos ellos tenían por denominador común la desaparición de hombres y mujeres, a veces compartiendo un aparato, un avión, un coche. Otras, los desaparecidos adquirían la catalogación de ausentes al perderse en la frondosidad de un bosque, o entre las calles adyacentes a una gran avenida. Incluso, en la cercanía, en Otxate (Trebiño), otra revista de misterios arcanos nos contaba hace unos años que los desaparecidos, burgaleses por imposición, alaveses por naturaleza, entraban en una cuarta dimensión.


Lo esotérico de la interpretación de las desapariciones misteriosas, tomó la delantera a los dramas humanos. El espectáculo es una de las claves del presente. Una predisposición a alejar de las verdaderas claves que nos envuelven. Una cadena televisiva ha mostrado recientemente a la ocultista Sociedad Thule como origen de las ideas nazis. Recordamos la fijación enfermiza de Franco con los masones. Son, sin duda, matices. Nada que ver con la razón.


Recuperando el sentido del triángulo, resulta que nuestro territorio vasco tiene unos límites que coinciden con esa figura geométrica. Con cierta imaginación. Sería un triángulo equilátero, quizás isósceles, qué más da, con sus vértices en Karrantza, Barkoxe y Kortes. No tiene que ver con las bermudas usadas por los colonos británicos en las islas del mismo nombre, pero me viene al pelo para abrir otro escenario de desapariciones, nada exotérico, por cierto.


El Triángulo de las Bermudas vasco, no he encontrado otro nombre sin caer en la vulgaridad, merecería encontrarse en los tratados universales de las desapariciones. Y no me refiero a las casuales, accidentales, sino a las forzadas. Tanto en su aspecto humano, el más significativo, como en el de esas referencias que buscamos con ahínco los investigadores de la infamia.
Los datos sobre los desaparecidos vascos en las últimas décadas son notorios. Los conoce Naciones Unidas a través de su relator, tanto en sus visitas como en nuestros viajes a Ginebra. Desde que Areilza puso copyright desde la alcaldía de Bilbao a aquella frase, «vaya que si ha habido vencedores y vencidos», 10.000 hombres y mujeres fueron condenados al noveno infierno que describió Dante, el de los traidores, en este caso a la causa totalitaria hispana. Parece mentira que tantos años después sigamos buscando muertos para darles nombre y apellidos.


La tropelía no descansó. Cuando anunciaban la aparición de un grupo de jóvenes irresponsables, arrogantes y altivos que volvían a reproducir el bucle eterno, aquellos que adoptaron el nombre de ETA, los cachorros del «vencedores y vencidos» destriparon fosas para trasladar, con nocturnidad y alevosía, a 433 de esos desaparecidos a la sierra de Guadarrama, a cientos de kilómetros de casa. A un lugar al que algún funcionario de espalda encorvada puso el nombre de Valle de los Caídos.


Aparentemente no hubo causa-efecto o viceversa, es decir, el nacimiento de ETA no tuvo que ver con el traslado de desaparecidos republicanos vascos al mausoleo fascista, sin conocimiento de sus familias que no sabían siquiera en qué cuneta estaban los suyos. Pero vaya usted a saber. La venganza tiene muchas de sus letras alzadas en mayúsculas cuando escrutamos la gestión política de los gobiernos apoyados en sillones de la Carrera de San Jerónimo.
Fue entonces, entre 1959 y 1960, cuando los traslados a Guadarrama, que hubo varias razias en Bizkaia y Gipuzkoa, que se saldaron con decenas de torturados. Sus testimonios fueron desgarradores, aún hoy impresiona su lectura. La bestia abrió sus fauces descomunalmente, extendió sus zarpas para aterrorizar. El clero evangélico los envió al Vaticano, los delegados del exilio los tradujeron al inglés para ampliar el eco.


Todo aquello, también se esfumó. Porque en nuestro país, no solo desaparecen hombres y mujeres. También se evaporan documentos, papeles, legajos, aquellos precisamente cuya custodia corresponde al primer sustantivo de la frase que popularizó, para desgracia nuestra, el citado Areilza.


En 1981 una Comisión parlamentaria culminó sus trabajos sobre la tortura en Euskal Herria. Los de la Carrera de San Jerónimo. No consta. Por dos veces, el Gobierno Rajoy ha denegado el acceso a aquellas conclusiones y testimonios. Lo que no se ve no existe. Dicen que es marketing cultural. Más bien un atropello en el proceso de beatificación del nuevamente citado Areilza.
Unos años antes de esa comisión, cuando Martín Villa se hizo con Interior, decenas de miles de fichas utilizadas para la represión terminaron en la hoguera. Aún se pueden ver en los archivos de la Administración, gracias a la torpeza o el hastío de funcionarios, el proceso de lavado: contenido, trascendencia, propuesta, decisión. Destruir.


Cuando quisimos rescatar los nombres de los muertos en el bombardeo de Gernika, una jueza nos prohibió el acceso. Cuando fuimos al archivo militar de Ávila a desentrañar las órdenes y responsabilidades en la masacre cuya tragedia encuadró Picasso, las carpetas correspondientes, bien catalogadas, estaban vacias. Cuando hace un año, el Ayuntamiento donostiarra homenajeó a quienes habían pasado por la prisión de Ondarreta, rescatamos todos los nombres de los presos. Excepto de los varios centenares de ejecutados, muchos todavía desaparecidos. Sus expedientes, guardados por Instituciones Penitenciarias en la cárcel de Martutene durante décadas, también se habían evaporado.


Hace unas semanas, algunos investigadores han puesto el grito en el cielo. Han pasado 50 años, la ley permite desclasificar documentos, y la negación continúa. Como en tiempos de Franco, de Martín Villa. Sin soportes, sin testimonios, sin demostraciones de la infamia, el único relato al que se le abre la puerta para sobrevivir es al de «vencedores y vencidos».


Voy volando sobre los párrafos y me asaltan decenas de decepciones en archivos, robos encaminados, portillos blindados. Aquel portazo en el Archivo Histórico Nacional, cuando seguía la pista policial, luego manipulada por presuntos periodistas, con la niña Begoña Urroz. La constancia en el archivo de prisioneros de Alcalá de Henares del hurto de la fichas sobre las Trece Rosas, cuya película me había acercado a ver en una sala madrileña.


Hace un año, con motivo del bicentenario de la quema y saqueo de Donostia, los defensores del mito de que la nacionalidad y cohesión española se forjaron con el alzamiento «espontáneo» contra Napoleón, me dedicaron un buen número de párrafos contra diversas dudas que intenté transmitir sobre un relato, al parecer, inmutable. En ese escenario local, también comprobé, en primera persona, que del archivo municipal, desconozco si hace dos años o hace veinte, manos interesadas habían arrancado páginas y hecho desaparecer documentos. Con el interés que la historia siga siendo una hagiografía.


Hace ya 34 años que desapareció Joxe Migel Etxeberria, Naparra. Tampoco consta para los dueños de la Carrera de San Jerónimo. En segunda instancia, así lo han hecho saber, es un asunto francés. Aunque la línea de investigación más coherente tenga que ver con mercenarios a sueldo de grupos que ahora, eufemísticamente, tilden de «tardofranquistas». Otros los llaman «contraterroristas».


Con Naparra se mezclan las dos líneas que, apresuradamente, he volcado en esta descripción de ese Triángulo de las Bermudas tan cercano, quizás debí escribir «cercado», y que tanto nos acogota: la física y la documental. Al parecer, el relato único sigue siendo una de las columnas fundamentales de esa cohesión y naturaleza que conocemos con el apelativo de España.

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