Joseba Garmendia
Profesor de la UPV-EHU

Emprendimiento desde lo público

Cuando se multiplican los mensajes de «todas las personas debemos ser emprendedoras», y «proactivas en la
creación de nuestro propio puesto de trabajo –cual si fueran consejos de un
manual de autoayuda–, se está cometiendo un gran fraude

Nuevas retóricas y nuevos conceptos suelen despuntar en épocas de crisis y de impotencia real o simulada de las administraciones públicas. La difusión del concepto de emprendimiento es análoga a la del concepto de autoempleo divulgado en la crisis de la década de 1980. Definida como la iniciativa de un individuo que asume un riesgo económico o que invierte recursos con el objetivo de aprovechar una oportunidad que brinda el mercado, su fomento se ha extendido desde diferentes escalas gubernamentales. Se han promulgado leyes al respecto y se han articulado programas de impulso, tutelaje, ayuda y subvenciones. Se han multiplicado plataformas para el sostenimiento de experiencias emprendedoras como los viveros y semilleros de empresas, espacios coworking, redes hub, iniciativas start-up, empresas spin-off… Incluso se han introducido programas curriculares sobre esta temática en las escuelas a edades tempranas. Se clasifican distintas modalidades, como el emprendimiento clásico individual o colectivo enfocado a la generación de un negocio privado, por lo general, no innovador; el emprendimiento innovador; el comunitario o colectivista que pivota sobre la colaboración en red, la innovación social o la economía social; el intra-emprendimiento en el seno de una empresa; o el inter-emprendimiento entre varias empresas o entidades.

Nada cabe reprochar a cada una de estas iniciativas tomadas individualmente. Convertirse en autónoma, en empresaria, en cooperativista; crear una microempresa o pequeña empresa; crear experiencias innovadoras no debería suscitar debate, y mucho menos juicios de valor en un contexto de desempleo estructural y pauperización de las condiciones laborales. Incluso, desde la perspectiva de la transformación social progresista, algunas de estas experiencias constituyen esfuerzos interesantes por construir otros modelos de empresa y de relaciones a nivel interno y externo. Por ejemplo, banca ética, redes de cooperativas, experiencias de la economía solidaria (REAS), plataformas de emprendimiento comunitario (Bagara, Red Sakantzen, OlatuKoop), grupos de consumo local, mutualidades y redes colaborativas entre baserritarras (Sutearo)…

Lo criticable reside en el discurso y la política que en torno al emprendimiento se construyen desde las administraciones públicas. Un discurso y una política que pretenden trasladar la responsabilidad de la insuficiencia de medios y condiciones para llevar una vida digna al conjunto de la sociedad y a las personas desempleadas. La centralidad que ha adquirido el impulso del emprendimiento trata de difuminar el contrato social vigente hasta hace pocas décadas, según el cual el estado se ocupaba de asegurar unos estándares de bienestar y de rentas. Para ello el objetivo se establecía en la consecución del pleno empleo mediante políticas keynesianas de impulso de la demanda agregada y en la construcción del Estado del Bienestar (welfare) que asegurase rentas suficientes en periodos de inactividad laboral. La centralidad del emprendimiento es una expresión más de la transición a un nuevo modelo de Estado, que en términos de Robert Jessop se puede denominar como Estado Competitivo Schumpeteriano o Estado Trabajista (workfare). Las nuevas prioridades consisten en fomentar la competitividad y el emprendimiento desde una óptica liberal que prima la iniciativa privada, y en sustituir un modelo basado en los derechos de ciudadanía a otro modelo sustentado en la responsabilidad individual donde los derechos se subordinan a obligaciones como tener un empleo. En este esquema, el emprendimiento sería el anverso de los programas que incentivan la búsqueda de empleo amenazando con la pérdida de prestaciones sociales o presionando a la baja sobre estas prestaciones. Se combinan también con las desregulaciones del mercado laboral o la introducción de políticas de flexiseguridad, e incluso se puede vincular con el fomento de los planes privados de pensiones.

Cuando se multiplican los mensajes según los cuales todas las personas debemos ser emprendedoras, responsables en el diseño de nuestro futuro y proactivas en la creación de nuestro propio puesto de trabajo –cual si fueran consejos de un manual de autoayuda–, se está cometiendo un gran fraude. Similar a los mensajes tipo «hemos vivido por encima de nuestras posibilidades», «¿quién no ha defraudado a Hacienda no solicitando una factura?», «todo el mundo ha especulado», etc. Fraude porque llanamente es mentira. No es posible que todo el mundo sea autónomo o empresario. Desde 1986 el máximo nivel de empresarios y autónomos sobre ocupados ha sido del 20 %. Si nos fijamos en los bienes que consumimos cotidianamente nos daremos cuenta que la gran mayoría de los mismos no se pueden fabricar en microempresas o pequeñas empresas, que son la gran mayoría de los resultados de los programas de emprendimiento. Por otra parte, no todo el mundo dispone de los recursos –financieros, conocimiento…– para poder crear empresas.

Quien sí puede, pero intenta trasladar su responsabilidad a los ciudadanos, es la propia administración pública. Puede porque dispone de recursos financieros y humanos, de capacidad de regulación y de implementar políticas adecuadas para el acompañamiento, y de conocimiento en la gestión empresarial. La propia administración pública puede ser emprendedora proactiva, bien creando empresas públicas productivas, bien animando y liderando proyectos público-privados. A veces se nos olvida que el mayor empleador de nuestra economía es la administración pública en su conjunto: en nuestro país un 18 % de los asalariados son públicos. A pesar de que en las últimas dos décadas se ha asistido a un profundo proceso de privatización de empresas públicas, en numerosos países (Alemania, Canadá, EEUU, Francia...), perdura un significativo sector empresarial público o semipúblico en actividades variadas como bancos, energía, transporte, telecomunicaciones, salud, educación, pensiones, seguros, automoción, aeronáutica, astilleros, ferrocarril, siderurgia, etc.

El descrédito que tiene la empresa pública en nuestro entorno tiene en gran parte su origen en la nefasta gestión del conglomerado de empresas públicas en torno al Instituto Nacional de Industria durante la época franquista y de los procesos de reconversión industrial de la década de 1980. No existe una evidencia empírica de la mayor eficiencia de la gestión privada frente a la pública. De hecho, la opinión favorable a la reversión de ciertos procesos de privatización se está reforzando, por ejemplo, del transporte por ferrocarril en el Reino Unido.

Además, tal y como ha ayudado a aflorar la economista Mariana Mazzucato, el papel de la administración pública en la innovación y el emprendimiento innovador ha sido históricamente clave en muchos casos que atribuimos a la iniciativa privada. Se puede ejemplificar entre otros en la influencia de los Institutos Nacional de Salud en las empresas farmacéuticas; el algoritmo que está en la base del dispositivo de búsqueda de Google; las tecnologías del iPhone como internet, redes sin cable, GPS, incluso el asistente SIRI, que surgen de siete décadas de innovación tecnológica públicamente financiada; la nanotecnología; las turbinas eólicas y los paneles solares;  y muchos casos más. El papel del sector público en los procesos de innovación ha sido minimizado, y la realidad es que la administración pública ha sido muy proactiva y emprendedora en la asunción de riesgos, en la visión a largo plazo, en la creación de nuevos mercados y en el desarrollo y comercialización de nuevas tecnologías. En otros parámetros, las profundas y rápidas transformaciones que han experimentado los países del sudeste asiático o Japón, que en pocas décadas pasaron a ser potencias industriales, no se pueden explicar sin el papel emprendedor de los Estados.

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