Antonio Alvarez-Solís
Periodista

En torno al terrorismo

Los que manejan el terrorismo, sean estados o individuos, saben que el terror originario o el de respuesta crea relaciones de subordinación muy intensas al poder que las respalde.

Algún día nuestros sucesores conocerán con sorpresa la estructura interna del terrorismo, e incluso el nombre ahora insospechado de sus dirigentes, que han sellado el paso del siglo XX al siglo XXI. Será un momento que acabará con la fe en muchas cosas, entre ellas la fe en no pocas organizaciones encargadas de la seguridad pública y en la política de paz exhibida cínicamente por muchos gobiernos ¿Existe realmente esa política de paz? Horas antes de que sucediera el asesinato de Manchester contemplé una serie de fotografías en que aparecía el presidente Trump en actitud de oración ante el Muro de las Lamentaciones –él, que es presbiteriano por decantación paterna– tras unas conversaciones con el jefe del gobierno judío para estimular el conflicto con Irán, que acaba de elegir un presidente para la paz. La paz, Sr. Trump, que le reclamó personal y seriamente el Papa Francisco. Previamente a este viaje del Sr. Trump la Casa Blanca había autorizado una venta de armas valorada en miles de millones de dólares con destino a Arabia Saudí, una monarquía que tiene las manos empapadas de sangre de musulmanes chiítas, aparte de su oscuro comportamiento en la asoladora guerra de Oriente Medio.

Continué mi recorrido de la muerte y en un rincón de los medios de información descubrí la existencia de algo desolador: la kill list, o sea, la lista que se hizo en tiempos de Barack Obama para matar sin más proceso a quienes son considerados como enemigos de la seguridad norteamericana y al margen de cualquier tipo de información que pudiera obtenerse de la supervivencia del individuo aniquilado ¿Se acuerdan ustedes de Bin Laden, enviado a la tumba con todos sus secretos? Pregunta fundamental: ¿Qué secretos quedaron enterrados para siempre con esa muerte; afectaban a la seguridad americana o incrementaban la inseguridad de otros países desde el Washington turbio e inmisericorde? Una muerte, además, sencilla e imprevisible, ya que si usted ve sobrevolándole un dron nunca sabrá si le lleva el correo a casa o quiere acabar con  su vida ¿Qué vale ahora un individuo, qué derechos efectivos tiene, qué paz pueden asegurar públicamente los gobiernos? ¿qué debemos entender por terrorismo o por defensa ineludible ante un ataque súbito? ¿quiénes han decidido acabar sin más con la Convención de Ginebra? ¿Ha resurgido como una mala hierba el imperialismo, del que escribió Schumpeter: «El imperialismo es la disposición infundamentada de un Estado hacia la expansión violenta y sin limitaciones…Tal expansión es, en cierto modo, su propio objetivo y la verdad es que no existe un objeto adecuado por encima de ella misma». Quizá esta cita sea condenada por dirigentes muy sospechosos como pura fraseología, pero el autor a quien acabo de citar subraya: «La necesidad de esa fraseología es un síntoma de la actitud popular y esta actitud hace cada día más difícil una política de imperialismo». Ciertamente puntualiza Schumpeter que «existen motivaciones económicas y algunas otras pasajeras, como no, en muchos conflictos (con perfil imperialista, sin serlo), pero esos motivos ceden ante la exigencia de algo más profundo: la barbarie». Y la barbarie nace de la ansiedad de sobrevivir por parte de lo que se muere, que es una ansiedad históricamente imperialista. La última dentellada la da el tiburón en cubierta tras su captura.

Miremos a nuestro alrededor, llegados a este punto, y preguntémonos si no estamos en la agonía de la moral, esa hermosa voz secreta que nos interroga y nos califica pese a toda maldad con que nos pronunciemos. Vivimos un mundo repleto de furor que sus protagonistas explican  con algoritmos perversos. Los dirigentes de ese mundo quieren trabajar con seres muertos que sirven por su única capacidad de abono ¿Exagero? Todos estamos en una lista killing que maneja una ingeniería perversa. De vez en cuando los dirigentes se unen y se abrazan en nuestro nombre como muestra de su afán pacífico, pero nos miran de costado, nos valoran como armas y deciden quién puede vivir y quién no.

Lo peor del terrorismo es su capacidad de adhesión. El terrorismo es un vehículo esencial para crear una pasión terrorista de respuesta en no pocos de los supervivientes al ataque. Esta pasión necesita para justificarse exteriormente con revestir la legalidad un uniforme o un aplauso de las masas ciudadanas para intentar la misma violencia. Los que manejan el terrorismo, sean estados o individuos, saben que el terror originario o el de respuesta crea relaciones de subordinación muy intensas al poder que las respalde. Unas relaciones que inhiben el pensamiento de los que ya han entrado en la rueda del odio que acaba por invalidar en un sentido o en otro todo pensamiento moral. El mundo actual, amargo y doliente, necesita para ejercerse verdaderos ejércitos proclives al uso de la fuerza enferma. El espíritu del terrorismo bulle  soterradamente en muchas almas cándidas que están ya predispuestas al crimen por su reducción a la pobreza, por la múltiple explotación y demérito a que se las somete, por la desesperación de estar inermes, por ser víctimas de un peligro mortal que llega a ellas sin provocación alguna. La impotencia ante estos distintos y numerosos terrorismos, nunca calificados por la legalidad como tales, somete la voluntad de muchos ciudadanos a una militarización perversa de su proceso de inteligencia. En una película dedicada a la formación de marines se revelaba la certeza de lo que digo cuando el patriótico sargento instructor marcando el paso preguntaba sobre la marcha: «¡Soldados! ¿Qué deseáis?» Y los marines respondían vigorosamente «¡Matar, señor, matar!». Y el sargento recobraba la firmeza del paso del pelotón: «¡Izquierda, derecha, izquierda, uno, dos, tres, cuatro!». Luego, al atardecer, formaban ante la bandera.

Hay en la violencia, no pocas veces, un extraño motor de arranque mediante la imposición de valores que no son tales para edificar un buen ciudadano. Recurro otra vez al gran Schumpeter: «Todas las clases, incluidas las dirigentes, ejercitan sus derechos por el mero gusto de sostenerlos». ¡Mandar, sí, señor, mandar! Incluso muchas iglesias ejercieron la crueldad azuzadas por este motivo. Ahora mismo eso está ocurriendo en varias tierras musulmanas que han olvidado el amor y la concordia ecuménica con que el Profeta escribió las primeras páginas de «El Coran».

La violencia íntima y múltiple que sufrimos cada día para subordinarnos a un poder que no quiere una sola grieta en su ideología ni en su práctica  crea múltiples tipos de represión que muchas veces van degradándose hasta el terror. Un terror moral, un terror legal, un terror económico y social, un terror finalmente liberado en lo bárbaro y sangriento. El problema está en saber cómo y cuándo se produce la escalada desde el atentado individual decimonónico a la bárbara agresión presente a las multitudes. Más aún, quienes son verdaderamente los que lideran secretamente cada forma de ejecución y para qué. Si no se identifica el patógeno es muy azaroso o literalmente imposible proceder a su destrucción.

Como sucede con muchas infecciones no está la solución para eliminarlas únicamente en la administración masiva de antibióticos. Todo remedio urgente y superficial acarrea en caso de abuso una resurrección intensa de lo mortal. El remedio está en disponer de una moral profunda y razonable, hecha de dignidad y soberanía real de los ciudadanos. Y esa moral hay que elaborarla en el gran laboratorio de una política hecha con justicia, con igualdad, con libertad y el protagonismo de la clase obrera. Como dice el gran economista austriaco, conservador razonable: «Ninguna iniciativa dirigida a una política de fuerza emanó jamás de esta clase social».

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