Raúl Zibechi
Periodista y escritor

Ganar por izquierda para gobernar por derecha

Un profundo desasosiego atraviesa a la izquierda brasileña. Buena parte de ella, aun la que no había votado por la candidata del Partido de los Trabajadores (PT) en la primera vuelta, se movilizó para evitar que el derechista y neoliberal Aécio Neves venciera a Dilma Rousseff. La derecha fue derrotada, en particular, gracias al activismo de los movimientos sociales. Aunque no todos pidieron abiertamente el voto por Dilma, el posible triunfo de Neves fue unánime.

Una parte de quienes apoyaron a la candidata del PT no abrigaban esperanzas de que el nuevo Gobierno implementara políticas progresistas, pero creían que era el modo de impedir el retorno de políticas neoliberales. En contra de esa creencia, la presidenta anunció días atrás que el próximo ministro de Economía será Joaquim Levy, considerado un Chicago boy por su defensa del modelo neoliberal y del sector financiero.

Levy se desempeña hasta ahora como director de Bradesco Asset Management, brazo de gestión de recursos del segundo mayor banco privado de Brasil. Desde 1992 trabajó para el FMI y entre 1999 y 2000 lo hizo en el Banco Central Europeo. Fue parte del Gobierno neoliberal y privatizador de Cardoso y en 2003 Lula lo nombró como secretario del Tesoro con el objetivo de poner las cuentas en orden. En ese cargo tuvo roces con ministros del PT y con la actual presidenta, por su pretensión de imponer un ajuste fiscal.

Una de las principales críticas que la izquierda realizó a Marina Silva, candidata por el Partido Socialista, fue su cercanía a una de las propietarias del banco Itaú, el otro gran banco privado del Brasil, Neca Setúbal, quien se convirtió en su principal asesora de campaña. Ahora todos aquellos argumentos se volvieron en contra de la presidenta, y del propio Lula que fue quien le sugirió el nombre, sembrando el desconcierto entre sus afiliados y votantes.


Esta semana Dilma envió una carta a un evento realizado por J. P. Morgan en Sao Paulo, al que fueron invitados mil inversionistas, en la que afirma que «la economía brasileña atraviesa un momento de transición, en el cual aún sufrimos los efectos externos del lento crecimiento mundial y la reducción del precio de las commodities». En la misma carta, leída por el presidente del BNDES Luciano Coutinho, defendió a su nuevo equipo económico, afirmando que «trabajará en medidas de elevación gradual, pero estructural, del resultado primario de la Unión, de modo de estabilizar y después reducir la deuda bruta del sector público en relación al PIB». Un lenguaje y unos conceptos en línea con la ortodoxia neoliberal.

Las explicaciones para dar cuenta de semejante nombramiento revelan la orientación del nuevo Gobierno. La economía está estancada, la confianza en Brasil ha menguado, se registra una fuerte ofensiva de las grandes empresas vinculadas a Wall Street contra los países emergentes, siendo Brasil uno de los más frágiles de los BRICS, en un mundo cada vez más polarizado y caótico. Para salir de esta situación, se propone, palabras más o menos, «devolver la confianza a los mercados». Para ello, nombrar al frente de la política económica a un gestor destacado del sistema financiero parece la fórmula mágica.

Una de las mediciones elementales por la que se juzgan los gobiernos es la evolución del PIB. En los ocho años de Fernando Henrique Cardoso (1995-2002), creció a un promedio de 2,3% anual. Durante los siguientes ocho años de Lula (2003-2010) la tasa de crecimiento fue superior, alcanzo un predio de 4,1% anual. En los cuatro años de Dilma, fue de apenas 1,6%. En los diez primeros meses de este año, la industria cayó un 3% y el PIB es negativo. En suma, un pobre desempeño económico.


Lo que se espera ahora es un duro ajuste fiscal porque el estancamiento no hizo sino empeorar las cuentas. Algunos economistas, como Carlos Lessa, exdirector del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social con Lula, espera que por lo menos el ajuste no afecte los salarios y los ingresos de los trabajadores. Pero reconoce que la situación es difícil y que Dilma deberá «caminar por el filo de la navaja» para no fracasar.
Dilma decidió dejar al frente del Banco Central al economista Alexandre Tombini, bajo cuya conducción la «tasa Selic» (tasa referencial de interés) pasó de 7,25% en marzo de 2013 a 11,25% a fines de octubre de este año. La medida se justificó por la necesidad de controlar la inflación, pero permitió que la renta financiera de las 20 mil familias que controla el 70% de los títulos de deuda interna se enriquecieran en 50 mil millones de dólares mientras las cuentas públicas se siguen deteriorando. Los intereses y las amortizaciones de la deuda pública consumen nada menos que el 42% del presupuesto del Estado.

La situación ya de por sí compleja se agrava por la extendida corrupción que la Justicia está develando en la estatal Petrobras, la empresa más importante de Brasil, con un saldo provisorio de varios altos cargos enjuiciados y encarcelados.

Si todo lo anterior parece configurar un escenario delicado para el nuevo Gobierno, debilitado por los resultados electorales en los que el PT vio disminuir su bancada, para los movimientos sociales resulta difícil de aceptar el profundo giro a la derecha que está promoviendo Dilma. Existe la posibilidad de que el Ministerio de Agricultura sea entregado a Katia Abreu, la más conspicua defensora del agronegocio, ahora aliada de la presidenta, quien ha jugado un papel muy negativo en relación a los sin tierra y al conjunto del movimiento campesino.

Puede argumentarse, como han hecho estos días algunos destacados dirigentes del PT, que durante el primer Gobierno de Lula ya habían sido nombrados economistas neoliberales en puestos clave del Gobierno y que ahora, con un escenario global mucho más incierto, no hay márgenes para el error. El problema es que esta mirada no toma en cuenta el principal cambio registrado en la política brasileña: la irrupción de millones de personas en las movilizaciones de junio de 2013, que colocaron otros temas en la agenda, básicamente la cuestión de la desigualdad.

Si el ensayo que ahora proponen Dilma y Lula, quien espera volver como presidente en 2019, saliera bien, puede esperarse un repunte del crecimiento y la reactivación de la industria. Con ello se puede esperar la mejora de las tasas de empleo y la disposición de más fondos para políticas sociales. Pero no se puede soñar con atacar la desigualdad. Este es el punto crucial. Brasil es uno de los países más desiguales del mundo y los más ricos tienen al Estado agarrado del cuello: si se les aumentan los impuestos (que sería la medida más racional), hacen huelga de inversiones, con lo que la economía marcharía a los tumbos.

Lo verdaderamente importante es que luego de doce años de gobierno, el PT no puede seguir esgrimiendo el argumento de que la reducción de la pobreza es su gran conquista. Eso valió para los primeros años. Ahora se trata de mostrar que se pueden encarar los cambios estructurales necesarios para que las políticas sociales focalizadas hacia la pobreza no sean más necesarias, porque el desarrollo «natural» de la economía es capaz de ofrecer a los más pobres la posibilidad de vivir dignamente.

En este punto están entrampados todos los gobiernos progresistas de la región. Es la encrucijada de esta década, de la cual no se puede salir sin entrar en conflicto con las clases dominantes y, sobre todo, sin afrontar las consecuencias de crisis políticas y desestabilizaciones. Para superar el desafío no debe recurrirse a los técnicos del sistema, sino la capacidad de movilización de los sectores populares.

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