Raúl Zibechi
Periodista

Gatillo fácil: la policía argentina mata un joven cada día

Estamos ante una forma de acumulación de capital tan brutal, que al concentrar la riqueza en el 1% en detrimento del 99%, la fuerza es la forma principal de regulación de las relaciones sociales, ya que las elites han abandonado todo proyecto para integrar a las mayorías.

El gobierno de Mauricio Macri incrementó la represión y le dio un cheque en blanco a las fuerzas represivas, lo que se traduce en mayor brutalidad y en un aumento de los casos de «gatillo fácil», como se denomina en Argentina al uso abusivo por la policía de armas de fuego, presentada como una acción accidental o de legítima defensa.

Estas semanas la sociedad argentina está convulsionada, por lo menos la parte que aún tiene memoria del genocidio perpetrado por la última dictadura. La desaparición forzada de Santiago Maldonado el 1 de agosto, en medio de un operativo de Gendarmería contra una comunidad mapuche en el sur, es la más terrible muestra de la complicidad entre el Gobierno y una policía corrupta y mafiosa apoyada en un poder judicial que le cubre las espaldas.

Los datos de la represión, tanto de gatillo fácil como de desapariciones, son alarmantes. Según la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (Correpi), entre 1983 (fin de la dictadura militar) y fines del año 2016, la policía mató a 4.960 personas, de las cuales un 46% fueron víctimas de gatillo fácil y otro 39% murieron cuando estaban detenidas.

El 52% de los muertos por gatillo fácil son jóvenes de entre 14 y 25 años, pobres, de piel oscura y habitantes de barrios periféricos en su inmensa mayoría. Desde que se instaló el gobierno de Macri (el 10 de diciembre de 2015) los crímenes policiales crecieron. Según la Correpi, en 2015 la estimación era de un asesinado por las fuerzas de seguridad cada 28 horas, pero en los primeros diez meses de 2016 se produce un asesinato cada 25 horas.

Resulta necesaria una mirada larga sobre la represión policial, para comprender dónde estamos y hacia dónde pueden ir las cosas. La Correpi elabora informes desde 1983, o sea durante 34 años, un tiempo suficiente para comprender el tipo de represión que existe en plena democracia está pasando en democracia. Hay que agregar que a los casi cinco mil muertos por la policía deben sumarse casi 220 desaparecidos.

Si se desglosa la evolución de los muertos por la policía según gestiones políticas, se observa que durante la década que gobernó Carlos Menem (julio 1989 a diciembre de 1999) hubo un promedio de 61 muertos por año. Durante los cuatro años y  medio de Néstor Kirchner (mayo de 2003 a diciembre de 2007), el promedio anual de muertos por la policía fue de 215. Bajo la gestión de Cristina Fernández (diciembre 2007 a diciembre de 2015) la policía mató un promedio de 243 personas cada año.

Dejo de lado los años más convulsionados de la crisis en torno a diciembre de 2001, ya que en esos momentos la represión fue extraordinariamente violenta, pero sin embargo no superó los registros de los últimos años.

Lo que pretendo argumentar, es que los gobiernos progresistas tuvieron cuatro veces más muertos que un gobierno neoliberal y antipopular como el de Menem. Por muchas limitaciones que hayan tenido los gobiernos kirchneristas, se empeñaron en defender los derechos humanos, en dialogar con las organizaciones populares y en poner límites a la represión. Todo lo contrario de lo que hizo Menem.

Este tipo de violencia institucional no es caprichosa ni un desvío de la norma, sirve ciertos intereses y debe ser desmenuzada para comprender qué está sucediendo hoy en Argentina.

Hay dos razones de peso para comprender esta nueva realidad que podemos definir como un «Estado policial», en el cual las fuerzas represivas tienen alianzas potentes con la justicia y los gobiernos nacionales y provinciales, a los que sirven pero también ponen condiciones.

La primera es la profundización del modelo extractivista, asentado en los monocultivos de soja, la minería a cielo abierto y la especulación inmobiliaria urbana. Este modelo económico, pero también político-social, tiene como principal consecuencia la exclusión de aproximadamente la mitad de la población de los más elementales derechos laborales y sociales, incluyendo el acceso a la vivienda, la educación y la salud.

Estamos ante una forma de acumulación de capital tan brutal, que al concentrar la riqueza en el 1% en detrimento del 99%, la fuerza es la forma principal de regulación de las relaciones sociales, ya que las elites han abandonado todo proyecto para integrar a las mayorías. En las grandes ciudades argentinas alrededor del 50% de las población tiene graves problemas de vivienda, ya sea porque viven en casas precarias, porque no tienen acceso a la tierra o no pueden pagar un alquiler por tener empleos precarios.

De esa mitad de la población no integrable por el sistema económico-político, se ocupa la policía, en particular de los sectores juveniles que suelen ser siempre los más rebeldes e indisciplinados, según la lógica del sistema.

La segunda cuestión se relaciona con la autonomización de los cuerpos represivos nacionales y provinciales. Aquí aparecen dos fenómenos paralelos. Después de la dictadura militar el orden interno pasó exclusivamente a la policía, pero no se desmontó el aparato conceptual y material del «enemigo interno» que apenas viró de «la subversión» a la «delincuencia». La doctrina de la seguridad nacional fue sustituida por la seguridad a secas.

En paralelo, las policías fueron estableciendo alianzas de hecho con las mafias del narcotráfico, con las que mantienen fluidos lazos de colaboración en los territorios de la pobreza urbana. Muchos efectivos policiales con cargos jerárquicos, reciben más ingresos del narco de lo que perciben en concepto de salarios.

Lo anterior no quiere decir que no haya responsabilidad del sistema político, todo lo contrario. El papel de los gobiernos es encubrir esta realidad. Incluso los gobiernos kirchneristas se rindieron ante desapariciones como la de Julio López (2006), un testigo clave en el juicio a los militares genocidas.

Debe entenderse el gatillo fácil, así como la desaparición de Santiago Maldonado, como funcional al modelo extractivista. No es casual que la firma Benetton posea casi un millón de hectáreas en la Patagonia (equivalente a toda Navarra), donde funciona un destacamento de la policía para reprimir a los mapuche que reclaman parte de esas tierras.

Una investigación del diario “Tiempo Argentino”, asegura que en la hacienda Leleque, de 90 mil hectáreas en Chubut, «no sólo hay una comisaría de la policía provincial abocada exclusivamente a su custodia sino también una base logística de Gendarmería sobre el casco; o sea, dentro de dicha propiedad privada. Y las camionetas del establecimiento, tripuladas por una suerte de guardia blanca, suelen secundar a los de aquella fuerza en sus virulentos operativos contra la comunidad mapuche de Cushamen, así como lo hicieron la mañana que Santiago Maldonado desapareció».

Podría concluirse con una frase del filósofo italiano Giorgio Agamben, para quien una parte de la sociedad vive bajo un estado de excepción permanente donde la forma la seguridad es la principal técnica de gobierno. Sostiene que para esos sectores, se implementa «una guerra civil legal, que permite la eliminación física no sólo de los adversarios políticos sino de categorías enteras de ciudadanos que por cualquier razón resultan no integrables en el sistema político».

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