Iñaki Egaña
Historiador

Inhabilitación

A Alfredo Espinosa Orive, consejero de Sanidad del lehendakari Agirre, los jueces le condenaron «a la pena de
muerte con las accesorias en caso de indulto de interdicción civil e inhabilitación absoluta», según rezaba el
sumario 1014/37. No hubo lugar a la inhabilitación porque Espinosa fue ejecutado en Gasteiz, en junio de 1937

Ernesto Ercoreca Régil fue alcalde republicano de Bilbo. El golpe militar le pilló de vuelta de Madrid al botxo. Detenido y canjeado, siguió ejerciendo en su Bilbo natal y luego, desde la lejanía, en Barcelona. Salvó el pellejo exiliándose en el Estado francés, pero fue detenido por los gendarmes que le entregaron a la Policía española en agosto de 1940. Una entrega directa como las que comenzaron con otros refugiados vascos a partir de 1984. Un año más tarde de su extradición, en junio de 1941, fue condenado a 15 años de confinamiento en Valladolid y a igual tiempo de inhabilitación especial para «toda clase de cargos políticos y sindicales». Una burla porque, como es sabido, Franco arrasó con todo el pasado político. Pero, por si las moscas, Ercoreca estuvo inhabilitado hasta un año antes de su muerte, en 1957.

Su compañero Alfredo Espinosa Orive no corrió la misma suerte. Fue consejero de Sanidad en el Gobierno del lehendakari Agirre. Por una traición de su piloto que le trasladaba de Baiona a Bilbo, fue detenido en Zarautz, donde aterrizó el aparato. Zona franquista. Le juzgó un tribunal en procedimiento sumarísimo. Los jueces le condenaron «a la pena de muerte con las accesorias en caso de indulto de interdicción civil e inhabilitación absoluta», según rezaba el sumario 1014/37. No hubo lugar a la inhabilitación porque Espinosa fue ejecutado en Gasteiz, en junio de 1937.

Cuando las tropas de la Convención francesa dirigidas por Adrien Mocey entraron en Gipuzkoa, en 1794, el alcalde donostiarra Juan José Mitxelena Larrainzar entregó las llaves de la ciudad a los invasores. Sin pelea previa. Las tropas españolas mercenarias habían huido, incluido el corregidor real (una especie de gobernador moderno, de los impuestos por Madrid), y la leva que imponían los Fueros había sido un fracaso. La mayoría de jóvenes guipuzcoanos no asistió a la llamada a filas, refugiándose en los montes y bosques del territorio. Donostia no tenía defensa posible y Mitxelena hizo lo que hubiera hecho cualquier persona en su sano juicio.

Llegó la paz entre Francia y España, la firmada en Basilea un año después. Sin embargo, la Corona española no tuvo suficiente con el armisticio. Mitxelena, el segundo alcalde y siete concejales fueron detenidos y juzgados por alta traición. Durante tres años se sentaron en el banquillo de los acusados, en un consejo de guerra sumarísimo. Mitxelena fue condenados a seis años de destierro y a inhabilitación a perpetuidad para cargos públicos.

Una década más tarde llegaron las guerras napoleónicas, el incendio y saqueo de Donostia en 1813 y, de nuevo, la paz. Resultó que los supervivientes elegirían el nuevo alcalde, una vez la ciudad se sacudió de la presencia de las tropas francesas. Y el elegido fue Juan José Mitxelena, el proscrito. En 1814, Mitxelena fue detenido en dos ocasiones porque el Ayuntamiento donostiarra no pagaba los impuestos de guerra al Ejército español. Pero, al tratarse de una cuestión administrativa, a las semanas quedaba en libertad. Hasta que el Consejo Supremo de Castilla (en cuestiones judiciales y salvando las distancias una especie de Audiencia Nacional de tiempos recientes) le recordó al gobernador militar de Gipuzkoa que Mitxelena estaba inhabilitado a perpetuidad. El alcalde fue destituido fulminantemente. Una decisión política, porque el gobernador destituyó también drásticamente a los sucesivos tres alcaldes donostiarras, a pesar de que ninguno de ellos estaba inhabilitado.

Saltando en el tiempo, incluso los estertores de la guerra civil, la lectura de miles de expedientes judiciales me ha llevado a una conclusión en el tema del que escribo. Centenares de vascos juzgados fueron condenados a penas de prisión entre 6 y 20 años y a la misma accesoria de inhabilitación. Fue una constante. Tanto de cárcel, tanto de inhabilitación.

Me dirán, con algo de razón, que son historias viejas, ajadas por el paso del tiempo. ¿Nos movemos únicamente en el presente? No lo creo. Lean con atención los siguientes párrafos, si han resistido los anteriores. En abril de 1982, el alcalde y cuatro concejales de Larrabetzu fueron juzgados en la Audiencia Nacional por apoyar una propuesta en la que se calificaba a la monarquía española «indigna de pisar suelo vasco» y notificar el acuerdo al resto de Ayuntamientos vascos.

El fiscal pidió seis años de cárcel para cada uno de ellos. Finalmente fueron condenados a un año de prisión menor como autores de un delito de injurias al jefe del Estado y a la inhabilitación de sus cargos, así como de sus derechos de sufragio durante ese mismo periodo. La sentencia, una de las más inauditas de las últimas décadas, se remontaba a la raigambre histórica de «las ofensas contra el crédito del Monarca», calificadas desde las “Siete Partidas” y reguladas como delito de traición en los códigos penales de 1848, 1870 y 1932. Las Siete Partidas, partida valga la redundancia para la condena e inhabilitación, las dictó el Consejo de Castilla en tiempos del monarca Alfonso X (1252-1284). Sí, han leído bien. Siglo XIII para condenar en el XX.

La disidencia institucional no fue únicamente castigada e inhabilitada con relación a la monarquía. También en la defensa de los símbolos del proyecto nacional español. Y también para amparar a su Ejército que, como es sabido, hasta hace bien poco reclutaba por la fuerza.

Tres concejales de Herri Batasuna retiraron del mástil la bandera española. En la Semana Grande donostiarra de 1983. Fueron condenados. “El País” definió con exactitud la extensión del castigo: «La pena de inhabilitación absoluta implica la privación de cargos públicos del afectado y la incapacidad para obtenerlos durante la condena, así como la privación del derecho de elegir y ser elegido en el mismo período».

La desanexión al Ejército trajo una cascada de inhabilitaciones. En mayo de 1994, el alcalde de Etxarri Aranatz, Manolo Campos, miembro de Herri Batasuna, fue inhabilitado por seis años como responsable de un acuerdo municipal en 1991 negando la colaboración de su Ayuntamiento con el Ejército español en el reclutamiento de las quintas. Le siguieron otros.

El 25 de junio de 1998, el Congreso hispano aprobaba la excarcelación de todos los insumisos, aunque mantenía la inhabilitaciones para ejercer cargos públicos y recibir subvenciones institucionales. Las reformas del Código Penal previstas que entraran en vigor durante aquel mes de junio quedaron pendientes de su debate en el Senado hasta el mes de septiembre, por lo que los insumisos pasaron sus vacaciones en los penales. Y la inhabilitación se mantuvo, esta vez como venganza.

Recuerden inhabilitaciones más recientes, como las del Tribunal Constitucional español a Juan María Atutxa, Gorka Knorr y Kontxi Bilbao, miembros de la mesa del Parlamento vasco, por no haber disuelto el grupo Ezker Abertzalea, formado por las diputadas de EHAK en 2005.

No hay, como supondrán, un rasero similar. La «justicia» no es igual para todos. Por lo general, las penas a agentes policiales llevan también su inhabilitación. Inhabilitados, todos ellos por torturas, fueron José Antonio Hernández del Barco, uno de los mandos del Servicio de Información de la Guardia Civil, José Pérez Navarrete asesor personales del ministro del Interior, José Luis Corcuera, Rafael Masa, como pez en el agua en la época de los GAL, Antonio Santamaría Linuesa, que se gana la vida dando conferencias sobre protocolos de detención, avalado por el Ministerio del Interior.

Me reprocharán que en un artículo sobre inhabilitaciones no cite la de Arnaldo Otegi Mondragón. ¿Qué quieren que les diga? Condena cumplida, inhabilitación cumplida. Desde los primeros códigos penales del siglo XIX. Y Otegi Mondragón cumplió integra su condena el 1 de marzo de este año, ya hace medio año.

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