Josu Iraeta
Escritor

Inteligencia y Poder

Los resultados de las elecciones generales celebradas el pasado mes de junio, ponen de manifiesto un hecho –en mi opinión extremadamente importante– sobre el que no se reflexiona en profundidad, a pesar de la gravedad de lo que revela. Me estoy refiriendo a los (7.906.185) sufragios obtenidos por el Partido Popular.

Conocida su trayectoria, hoy no se puede negar que el Partido Popular defiende –con diferencias de matiz– el mismo proyecto político que el dictador Franco. Un proyecto político que se sustenta en la consideración indiscutible de la existencia de un único sujeto colectivo –el pueblo español– dotado de una única lengua propia  –el español­– y de «identidad nacional». Motivos por los cuales son también únicos en detentar el derecho a proclamarse nación y constituirse en «Estado».

Un proyecto político, que en mi opinión, es ilegítimo porque en aras del mismo, el dictador Francisco Franco sembró cadáveres allá donde quiso; desde Estaca de Bares a Santa Pola, desde Hondarribia a Ayamonte. Y quiero subrayar esta argumentación, por ser precisamente, la que arguyen desde la muerte del dictador, todos los gobiernos españoles, negando legitimidad al proyecto político que defiende la izquierda nacionalista vasca.

Hay quien denuncia desde Madrid –por escandaloso– la mayoría de sufragios nacionalistas en el Parlamento Vasco. Siendo esto así, ¿dónde queda la salud democrática de los españoles, cuando el Partido Popular, además de compartir el proyecto político de un dictador como Franco, y sus dirigentes generan centenares de actuaciones delictivas multimillonarias, no padece ninguna consecuencia en las urnas?

Es evidente que una pregunta como la expresada en el párrafo anterior, compleja y con muchas «aristas», requiere una respuesta argumentada y seria. Entiendo que la argumentación por mí desarrollada, pueda ser cuestionada, vale; la seriedad espero que no.  

La cabecera del artículo induce a una obviedad –aunque no siempre lo es– pero que en este caso sí; el poder en el Estado español, es inteligente. No hay duda.

Entiendo que el poder se manifiesta en y desde diferentes posiciones, pero el poder en su simplificación más clara y natural se muestra cuando uno «el yo», se considera capacitado para imponer, e impone sus decisiones, sin necesidad de considerar a «el otro», aquel a quien se impone.

Tampoco puede negarse que el verdadero poder puede acceder –en caso extremo– a denigrar al inferior, «al otro», cuando este asume y llega a querer expresamente de motu propio lo que desea el poder, es decir «el yo».

De ahí que la consecuencia máxima del poder se da cuando, sin necesidad de bloquear o interferir de manera coercitiva en la masa-sociedad, consigue definir y configurar su futuro.

Espero que mi argumentación vaya siendo entendida, de modo que se identifique el paralelismo entre los argumentos que se expresan, y la realidad política que se vive en el  Estado español.
Si establecemos que el poder es en sí mismo complejo, no resulta fácil definirlo de forma correcta –máxime en el ámbito de la política– ya que sería un error reducirlo a una simple aritmética electoral.

Estando como estamos, inmersos en el quehacer político, es afortunadamente cierto que un poder menor puede originar deterioro y perjuicio a quien ostenta la supremacía, porque en este terreno, el pequeño, incluso el exiguo, adquiere o puede adquirir mucha, muchísima importancia.

Es por eso, que en situaciones como la actual, cuando la supremacía no es tanta, el poder se ve obligado a admitir, incluso a generar interdependencias, ya que aún detentando el poder, no está en condiciones de formular exigencias.

Este «juego» al que algunos denominan desarrollo democrático, de hecho no es tal, sino un cambio de actitud, consecuencia de la debilidad del propio poder, pues si este acudiese a la coerción con ánimo de fortalecerse, podría encontrarse con una negativa a la colaboración. Lo que supondría no un contratiempo, sino algo mucho más serio; prescindir del modelo de «poder jerárquico».

Resumiendo, que quien habiendo ostentado y ejercido el modelo de «poder jerárquico», donde se administra desde arriba hacia abajo, y dada su debilidad, se encuentra en la imperiosa necesidad de generar interdependencias, siempre trata de soslayar el ejercicio del «poder dialéctico», tratando de conmutar su debilidad en poder. Y no solo porque no se encuentra cómodo en ese terreno, sino porque no lo conoce.

Es en esta disyuntiva, donde la inteligencia del poder activa los mecanismos propios de las democracias formales, previstos para la defensa de sus posiciones.

Con frecuencia escuchamos –allá donde nos movemos– distintas opiniones intentando profundizar sobre la dimensión del Poder Judicial dentro de un Estado de Derecho.

Normalmente se equipara con la administración de justicia y es ahí donde llegan las opiniones respecto a la dependencia ante otros poderes del Estado, concretamente del Poder Ejecutivo.

Es cierto que disponen de un Consejo del Poder Judicial como órgano de los jueces y magistrados, con sus competencias; selección, nombramiento y régimen disciplinario, pero, lo cierto es que quienes integran la Judicatura del Estado, están claramente subordinados a la actuación del Poder Ejecutivo.

He aquí un ejemplo claro y conciso: la retribución económica que se abona a los jueces –funcionarios públicos cualificados– por la labor jurisdiccional que realizan y que es en sí mismo, un elemento esencial de la relación jurídico-profesional que les vincula con el Estado, no la abona el Consejo del Poder Judicial, –como pudiera parecer lógico– sino el Ministerio de Justicia.

Ante esta barbaridad democrática, una pequeña y tímida reflexión: Solo unos pocos, a quienes prescindo nombrar, muerden a quien les da de comer.

Cuando en democracia se otorga el ejercicio del poder y se ejerce sin manifiesta coerción, puede llegar incluso a disolverse en el consentimiento –de esto algo saben los españoles– ya que el objetivo del poder inteligente se traduce en que, «el poder del poder», llegue a obtener sus objetivos sin un mandato expreso. Algo que espero no tener que conocer.

La experiencia acumulada a lo largo del tiempo conduce de manera clara y evidente a una conclusión que nos indica que, al poder, «siempre» se le debe exigir intermediación, evitando confundir la tolerancia con el respeto. Porque de no ser así, si no hay participación y respeto, indefectiblemente, el poder se conmuta en violencia.

Una pregunta: En estas condiciones, ¿es serio plantear la bilateralidad?

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