Iñaki Egaña
Historiador

La caspa foral

Levantarse a la mañana, leer el informe de la prensa y otros medios, tomar un café y sentarse a resolver qué decir en las próximas horas, es un ejercicio bastante habitual en la clase política vasca. Los informes de los asesores inciden en las urgencias y, en la mayoría de los casos, las mismas triunfan sobre la sensatez que surgiría de una reflexión pausada.

El escritor brasileño Jorge Amado, en ‘La desaparición de la Santa’, destacaba la improvisación «breve pero inspirada» de uno de sus personajes, Manolo Moreira. Pero mucho me temo que no es el caso de la espontaneidad que ha mostrado el otro protagonista al que me quiero referir, Iñigo Urkullu. Su verso apareció fluido en un debate parlamentario y ya asentado, como mensaje en el último Alderdi Eguna. Ni breve, ni inspirado: la Nación Foral.

Los bandazos en el seno del PNV sobre el proyecto político a desarrollar para la nación vasca han sido notorios en estas semanas. Las reclamaciones de Josu Erkoreka sobre el incumplimiento de transferencias estatutarias, aquel programa jeltzale con el nuevo «estatus» para la CAV para 2016 rescatado y enterrado en una fracción por Andoni Ortuzar, la tabarra de Juanjo Álvarez sobre lo de hacernos fuertes con el Concierto Económico, el planteamiento modernizador que despliega el exlehendakari Juan José Ibarretxe («small is beautiful and powerful»)...

Demasiadas divergencias, al parecer. Por ello, llamamiento a la unidad de criterios. Vuelta al pasado, al núcleo duro del discurso, el mismo que transmitían los amigos de Washington a los que el ya retirado Xabier Arzalluz consultaba con frecuencia. Derechos históricos, foralidad, y poco más. España es intocable.

En aquella maravilla de crónica que escribió Rafael Chirbes («Crematorio»), el recién fallecido escribía que siempre llega algo para lo que no estamos preparados, «que coge por sorpresa a los profetas». No soy el único, probablemente legión, y tampoco profeta, dios me libre. Si de eso se trataba, Urkullu me ha sorprendido.

Lo digo de manera sentida, sin pizca de ironía. Pasamos por un desierto ideológico sostenido, por guerras dinásticas de bandos hemofílicos y alcoholizados, por demasiados atrasos en la construcción de la Europa moderna, enfrentamos comunidades, rescatamos para hacernos valer nuestro RH, adoramos a los falsos ídolos vaticanistas hasta la extenuación. Sin embargo, rompimos con todo aquello.

¿Para qué? Para volver adonde estábamos. A la reivindicación de la Nación Foral, una antigualla política como la de los menonitas en Paraguay, la misma que nos traslada a los mitos de la arcadia vasca, la felicidad foral. La que ocultaba una sociedad clasista, incluido el género, dominada por jauntxos en sus casas-torre y sus ejércitos particulares, derecho de pernada comprendido, con una mano tendida a dios y otra al diablo (dinero). Para reivindicar y actualizar nuestro ideario carlista. Puf.

Bien es cierto, y me lo recuerda mi hijo más joven después de apuntar una explicación apenas exhaustiva de carlismo y fueros, que las señales de esa Nación Foral no han desaparecido del todo. Markel Olano acaba de recuperar el Cuerpo de Mikeletes en Gipuzkoa, el Athletic ofrece la supercopa a una imagen religiosa en Begoña, los escopeteros de Hondarribia convierten a las mujeres en perros «san bernardo», la inauguración esperpéntica del cuartel benemérito en Fitero...

La Nación Foral es una boutade, que en política se traduce por un proyecto grotesco. Rompe precisamente con la reflexión de Sabino Arana, con aquel también mítico juramento de Larrazabal. Arana se alió con el romanticismo europeo para quebrar el pasado político vasco y apuntó que había sido carlista per accidens. Sus palabras nos las repitieron nuestros abuelos jeltzales: el carlismo no es un «medio para obtener un aislamiento absoluto y toda ruptura de relaciones con España, sino simplemente una tradición señorial, no sólo innecesaria sino inconveniente y perjudicial». Hasta que llegó Urkullu.

La foralidad, per se, tampoco resultó, como alguien dijo, el espejo de una supuesta Constitución vasca. Los fueros resultaron normas que nos salvaban de la quema de la conquista castellana, de la francesa al otro lado de la muga. Bajo la batuta permanente de reyes y reyezuelos, en tiempos de imperios labrados a la sombra de altares y palacios insultantes. Que crearon instituciones propias, es cierto, pero con la expulsión de ellas de quienes no hablaran las lenguas de Cervantes o Moliere.

Convivieron con aquellas reglas medievales, y no quiero aburrir con referencias añejas, algunas de carácter excepcional. Lo habrán adivinado. El Pase Foral, aquello de «se obedece pero no se cumple», cuando los prohombres del país (la mujer en casa y con la pata quebrada) determinaban que la ley madrileña chocaba con la vasca.

Como toda regla, encontramos su excepción para trasladarla, en un hueco de gusano galáctico, hasta hoy. En esa Nación Foral que nos presenta Urkullu, ¿hará uso el departamento de Interior de Gasteiz que dirige Estefanía Beltrán de Heredia del Pase Foral cuando la Audiencia Nacional disponga la incautación definitiva de las 107 herriko tabernas? ¿Retendrá el Grupo Especial de Intervención de la Ertzaintza a los emisarios del tribunal especial español en los límites del Árbol Malato?

No puedo remediarlo. La vuelta al pasado, al pacto eterno con la monarquía, al buen rollo vintage, me suscitan múltiples preguntas. ¿Facilitarán concubinas al monarca español cuando llegue con su séquito a Gernika a jurar los Fueros? ¿Recuperarán el traje de golilla los consejeros del Gobierno de Gasteiz? ¿Volverán a separar a hombres y mujeres en recepciones, escuelas y parroquias?

Europa, Euskal Herria, han evolucionado en comunidades que no se reconocerían en absoluto con las históricas si cabría esa posibilidad. El historiador Eric Hobsbwan, recomiendo su lectura para los asesores del lehendakari de la CAV, repasa con detalle ese trayecto evolutivo de conceptos que denomina primitivos a los modernos. No se trata de una evolución darwiniana, sino humana. Social. Los fueros son ideas primitivas, la Nación Foral incluida.

Es indudable que el freno foral, tras las conquistas, impidió la asimilación. Pero aquello sucedió antes de la Revolución Industrial, la francesa, la rusa, las guerras mundiales, la Guerra Fría, la globalización, la llegada del hombre a la Luna y la desencriptación del genoma humano. Antes que la impresora 3D y la apertura del ciclo que destruirá al Homo Sapiens, el que se abre con la Inteligencia Artificial. ¿Tiene encaje en Europa una Nación Foral vasca, como en los tiempos del Imperio Otomano? No acierto a encontrarlo.

Las señas de identidad nacional de la modernidad, para bien y para mal, pasan por otros valores. Antagónicos. La Nación Foral elude un sujeto vasco, de decisión también, para deslizarse sobre múltiples sujetos, provinciales. Un paso atrás, una reminiscencia de la arcadia feliz para transferir un producto invendible.

Como ese anuncio de una multinacional que vende informática y electrodomésticos, creo que no soy tonto. No tengo, sin embargo, la certeza. Y adivino la «improvisación» de Urkullu, aún a pesar de las mofas que he deslizado en este artículo a cuenta de la caspa foral.

El PSOE, su socio de gobierno en Gasteiz, le marca en corto con la negociación de la Ley de Territorios Históricos. Urkullu, por otro lado, se acerca a Nafarroa Garaia a través de su presidenta foral Uxue Barkos. La derecha levantisca le espera con los dientes afilados. Y las elecciones a Cortes en Madrid auguran escasos cambios en Madrid. No habrá segunda Transición española. Aún esperamos la primera vasca.

Aún así, las miras siguen siendo extremadamente cortas. Más de lo mismo, revival de 120 años de historia, de 400 si lo desean. Levantarse a la mañana, leer el resumen de prensa y actuar en consecuencia, sigue siendo una costumbre nefasta para construir ese proyecto nacional que nos debemos a nosotros mismos.

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