Iñaki Egaña
Historiador

La doctrina Bartolín

En 1974, antes de la muerte de Franco, ETA planeó secuestrar al aristócrata Luis Gómez-Acebo, casado con Pilar Borbón, hermana del futuro rey de España, el conocido como Juan Carlos I, hoy emérito. No era un objetivo económico, sino relacionado con la situación de los presos, su canje. Gómez-Acebo veraneaba en Zarautz, donde, dicen, Txiki Paredes hizo labores de seguimiento.

Más de cuarenta años después, en 2015, Txiki fue ejecutado en setiembre de 1975, se supo que la citada Pilar Borbón acababa de cancelar una sociedad offshore en Panamá. De esas para evitar al fisco hispano. Gómez-Acebo murió en 1991 y su esposa Pilar continuó con la titularidad de la sociedad panameña. Hasta cinco días después de la proclamación de su sobrino como nuevo rey, con el nombre de Felipe VI. La Borbón se defendió señalando que la creación de su sociedad panameña se debía a ETA, para atornillar su «seguridad personal».

El actor Imanol Arias tuvo cuentas en Suiza hasta 2012. Le confesó al juez Ismael Moreno que la razón era «la amenaza de ETA». Javier Nart, eurodiputado de Ciudadanos y en la misma línea, justificó su cuenta helvética, herencia de su padre, por la extorsión de ETA. Rita Barberá se escudó en sus supuestos delitos en que «no sé si saben ustedes que la ETA vino a mi casa». Al parecer, tuvo que protegerse.

En 1996, el periodista Martín Prieto saltó a las portadas de los diarios. Había sido secuestrado por ETA. Un día más tarde se supo que, en realidad, había pasado la noche en compañía anónima, «rubia de unos 35 años», en un hotel de Madrid. Dos años después, el concejal Bartolomé Rubia, Bartolín, en Jaén, simuló su secuestro. Apareció en Irun. Pronto se supo del montaje. Fue condenado a pagar una leve multa de 1.600 euros. «Estaba amenazado por el terrorismo», adujeron y dieron paso a esa excusa eterna, la hoy conocida como Doctrina Bartolín. En 2012, Rafael Bengoa, entonces consejero de Sanidad del Gobierno vasco, afirmó que no podía investigar la supuesta trama de los bebés robados porque ETA había hecho explosionar los juzgados donde se guardaba la documentación al respecto.

La existencia de ETA ha sido utilizada como una excusa permanente. George Bush, tras los atentados yihadistas de 2001, dejó una frase para la posteridad: «O estás conmigo o estás con los terroristas». En los mismos términos la había repetido Aznar. Y, en ese territorio de polarización, todo estaba permitido. La tortura, la guerra sucia, las ilegalizaciones, las exclusiones, los cierres de diarios… pero también la corrupción, evasión fiscal, adulterios, desviaciones de personalidad, errores de táctica política, etc.

ETA, sin embargo, anunció hace cinco años el cese definitivo de su actividad armada. Aún los incrédulos siguen hablando del cese como una tregua, de la disolución como única prueba del algodón. ¿La razón principal para semejantes lecturas? Entre ellas, sin duda, para que el argumento siga siendo el de que «por culpa» de ETA, la democratización del Estado español debe, debía, pasar a un segundo plano. En 2015, Juan Carlos Monedero se agarró a este argumento en una conferencia que ofreció en México: «En los países donde había algún tipo de violencia no podía ganar la izquierda nunca las elecciones. Si había algún tipo de guerrilla la izquierda no ganaba las elecciones, y si no había lucha armada la izquierda podía ganar». Arrimó el ascua a su sardina: «Nunca hubiera existido el movimiento de los indignados, y por tanto nunca hubiera existido Podemos, si ETA hubiera seguido asesinando».

En el otro extremo, Jaime Mayor Oreja, aquel que dijo recientemente que «el aborto es propio de bolcheviques», apuntaba que los partidos políticos catalanes que promueven el referéndum soberanista están «reforzando a ETA». Hace unas semanas, apenas, Alberto Núñez Feijoo, presidente en funciones de la Xunta gallega, «denunciaba» que el Gobierno central «no puede negociar con el separatismo con una pistola encima de la mesa». La lógica nos dice que Feijoo se debería referir a los servicios españoles, pero la realidad mediática nos ha transmitido que se refería a ETA, cuyas pistolas llevaban cinco años inutilizadas.

Esta reflexión me ha llevado a la constatación de una paradoja de enormes proporciones. Fue la propia ETA la que marcó su continuidad en la llamada transición: «nos opusimos al franquismo y ahora lo haremos ante el juancarlismo», dijeron en un documento de entonces. Se quedaron huérfanos en su continuidad con la ruptura que poco antes reivindicaban para sí las formaciones opositoras al franquismo. Y ETA elaboró dos propuestas tácticas que, de salir adelante, anunciaban su caducidad como organización armada: la Alternativa KAS (1976) y la Alternativa Democrática (1995).

La paradoja se ha dado, precisamente, a partir de que ETA anunció su cese. Ha sido entonces cuando las vergüenzas de la Transición han salpicado el escenario español. Cuando el reconocimiento de errores ajenos y propios se ha propagado con una ventisca otoñal. Una especie de runruneo que corre entre bambalinas: «la izquierda abertzale tenía razón en su análisis de la transición, pero no podíamos decirlo. Hubiera sido como apoyar a los insurrectos vascos, validar el ‘terrorismo’». La espera ha sido demasiado larga.

Se han cumplidos cinco años de la Declaración de Aiete, efectivamente: «Hemos venido al País Vasco hoy porque creemos que ha llegado la hora y la posibilidad de finalizar la última confrontación armada en Europa». Cinco años del escrache a la Declaración por parte de asociaciones y grupos adjuntos a la presidencia española: «Los extranjeros que vienen a una supuesta conferencia de paz en el País Vasco realmente no tienen ni puñetera idea del país en el que se encuentran ni qué tipo de conflicto se ha vivido».
Se han cumplido cinco años de aquel 20 de octubre de 2011 cuando ETA anunciaba el «cese definitivo de la actividad armada». Un mes después añadía: «se necesita el acuerdo democrático que ponga en vías de solución el conflicto político y que sitúe el suelo democrático». Cinco años de un momento histórico en el que el vértigo se mezcló con la esperanza, la expectación con la perspectiva.

Los cambios han sido visibles, pero no profundos. Se mantienen las constantes de un conflicto político prolongado en el que ETA, como se ha visto, era un síntoma y no la causa. Otros actores de este conflicto, en cambio, siguen activados como si ETA no hubiera declarado el fin de su actividad armada. La Doctrina Bartolín. Los cinco años sin violencia de ETA han supuesto, obviamente, un alivio para un sector del pueblo vasco, así como para agentes acantonados en Euskal Herria y sus familias. Se ha humanizado parte de la vida cotidiana.

Pero no para todos. Aún hay otro sector muy visible en la sociedad vasca que sigue siendo considerado como objetivo de políticas de venganza. Se han superado ilegalizaciones, cierres de medios de comunicación, aunque con una espada de Damocles permanente. Y ello ha permitido conocer de manera más fehaciente, al numerarse en términos electorales, los alineamientos del pueblo vasco. Ello ha constatado que las tendencias aparentemente hegemónicas no lo eran.

Y que los eternos inmovilistas se habían servido de la trampa de «todo es ETA» para imponer sus criterios. Sin ese argumento, similar al de las «armas de destrucción masiva», ha aflorado lo que estaba en cuestión: derecho a decidir, la falacia de la transición, la gestión por decreto (delegados del Gobierno) y no a través de mayorías y minorías, el proces catalán... Aunque Imanol Arias, Pilar Borbón o Rafael Bengoa, hoy profesor en Harward, sigan en esa amenaza de ETA para justificar la Doctrina Bartolín. Al igual que aquel mega-escenario auspiciado por el ahora inhabilitado Garzón: todo es ETA, desde la enseñanza vasca, hasta las cooperativas, pasando por “Egin”, “Egunkaria” o AEK. ¡Bartolín lives!

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