German Kortabarria
Autor de “ELA 1976-2006: No pudimos ser amables”

La «neutralización política» de la ELA de los 70

Acababa de salir de la imprenta el libro de Idoia Estornés “Cuando Marx visitó Loyola (Un sindicato vasco durante el periodo franquista)”, cuando nos han abandonado en el espacio de escasos días dos de sus protagonistas: el sacerdote jesuita Balentin Bengoa y el médico José Antonio Ayestarán, Baroja. La «visita» que da título al libro refiere cómo el grupo de ELA que en el III Congreso (1976) se hizo con el control del histórico sindicato resultó de la síntesis entre la aportación ideológica de Ayestarán, militante político buen conocedor del marxismo histórico y sus actualizaciones, con la efervescencia de los grupos de jóvenes que pululaban en torno a lo que se conocía como «cuestión social» bajo el patrocinio de Bengoa, jesuita de Loyola.

El libro de Estornés, que abarca mucho más que la «visita» de su título, refiere las vicisitudes de los grupos de ELA del interior, sus conflictos con la dirección histórica, fundamentalmente a raíz del encuentro de fuerzas antifranquistas de Munich (1962), la ruptura con aquella tras transformarse en ELA-MSE (Movimiento Socialista de Euskadi) y las peripecias de sus integrantes en los ámbitos de la política y el sindicalismo. De ELA-MSE se desgajó el grupo al que Estornés se refiere como «grupo Baroja-Bengoa», que se decantaría por el carácter estrictamente sindical del proyecto y la recomposición de la relación con la dirección histórica, una apuesta que Baroja apoyó, aunque terminara suponiendo su separación de una organización que recalcaba su perfil obrero.

Para Estornés, el reentronque con la legitimidad histórica –que metaforiza como regreso de «los chicos de Loyola» a la «casa del padre»–, habría supuesto la «neutralización política» del grupo, que se habría echado en brazos del PNV y delegado en él, como antaño, la responsabilidad de la estrategia política. La defección política de los sindicalistas ha sido también acremente criticada por antiguos miembros del MSE, que parecen atribuir a aquella alguna culpa en el hecho de que la gran ELA-STV de los 60 –un núcleo que, por su capacidad y visión políticas, consideraban llamado a tomar las riendas del país– no obtuviera en los 70 el éxito político que se merecía.

Vengo a sostener, por mi parte, que el grupo sindicalista, dirigido por Alfonso Etxeberria, su hombre fuerte hasta 1988, hizo lo que la situación exigía para que ELA pudiera optar a ser un sindicato de referencia en el inminente postfranquismo: acabar con la escisión e incorporarse a la continuidad orgánica –personificada en el presidente histórico, Manu Robles-Arangiz– y al reconocimiento institucional, tanto interno internas, como de las internacionales.

Es cierto que la distancia que «los chicos de Loyola» marcaron respecto del proyecto de partido socialista vasco del MSE –cuyos promotores habían sido expulsados de la organización por Robles-Arangiz– facilitó el acuerdo con la dirección histórica, y que la radical incompatibilidad de responsabilidades sindicales y políticas que establecieron los retornados –insólita en el sindicalismo circundante y ajena a la tradición de la STV histórica– pudo tranquilizar al PNV al descartar que ELA fuera a actuar como brazo sindical de un proyecto político concurrente. Ello no significa, contra lo que sostiene Estornés, que ELA se echara en brazos del PNV, ni que se convirtiera en su apéndice sindical, como quedaría claro para quien quisiera verlo cuando en octubre de 1977 el sindicato lanzó una dura campaña contra los Pactos de la Moncloa, que Juan Ajuriaguerra acababa de firmar en nombre de su partido, en llamativo contraste con la asunción por UGT y CCOO de los compromisos de PSOE y PCE.

Considero que solo se puede entender la escasa dedicación prestada por el sindicato a la trascendental agenda de institucionalización política de aquellos años –el rutinario, aunque inequívoco, sí al Estatuto fue una muestra de ello– si se tiene en cuenta que, obsesionado por garantizarse un sitio en el nuevo e incierto marco, se guio por el «primum vivere». La obsesión por la supervivencia del proyecto llevó al equipo de Alfonso Etxeberria a centrar su esfuerzo en dos cuestiones fundamentales. La primera, la de crecer, y hacerlo rápido, como apremiaba Etxeberria al marcar las prioridades para 1977: «Lo que en una situación normal sería tarea de años, lo tenemos que hacer en meses: no basta con hacer, hay que hacerlo rápido». ELA debía asegurarse un sitio entre la maraña de siglas y la pugna de modelos que emergían de la clandestinidad y constituirse en una realidad insoslayable en la configuración del nuevo marco jurídico.

La otra cuestión, a la que ELA dedicó cuantos recursos y resortes pudo movilizar –instancias sindicales y políticas, vascas, españolas e internacionales–, fue la de garantizar que la nueva legalidad amparara el reconocimiento jurídico del sindicato vasco y su capacidad de obrar, fundamentalmente en lo que consideraba su función medular: la negociación colectiva. No eran gratuitas las prevenciones de ELA: CCOO aspiraba a que el sindicato vertical fuera sustituido por una central sindical única y unitaria –algo similar a la Intersindical constituida en Portugal tras la revolución de los claveles de 1974–, aspiración que, gracias a la prevención anticomunista y las presiones de las fuerzas vivas del «mundo libre» no terminaría logrando, para alivio de los históricos UGT y ELA. En materia de negociación colectiva sería precisamente la UGT la que, mediante el pacto con la CEOE (junio 1979) y el respaldo de UCD y PSOE, implantara un modelo centralizado capaz de vaciar de contenido los ámbitos vascos, aunque luego –como deploraría el ugetista Jose María Zufiaur, uno de los artífices de aquel pacto– no se fuera capaz de desarrollar toda la virtualidad del modelo.

Permítaseme la digresión precedente porque creo que explica por qué la ELA que salió del III Congreso estuvo entregada a «sus cosas» –entre las que no he mencionado la gestión de las consecuencias de la grave crisis industrial, la negociación de los nuevos convenios colectivos o la organización de la atención jurídica de sus afiliados– y prestó menor atención de la que en rigor hubiera sido exigible al cuestionamiento del nuevo marco jurídico-político, tanto desde la perspectiva nacional como de la del modelo de sociedad esbozado por las resoluciones congresuales.

Dado que ni la vida ni la historia se repiten, las especulaciones sobre lo que hubiera pasado si las opciones de los nuevos responsables de ELA hubieran sido otras no contarán con el contraste de la realidad. Sostengo, por mi parte, que la entidad embrionaria que era ELA, en proceso de recomposición de la unidad orgánica, acosada por el cisma de Lejona, peleando por un espacio entre la clase trabajadora en competencia con organizaciones que, si nos atenemos a los resultados de las elecciones sindicales de 1978, le superaban ampliamente, no podía asumir en los últimos 70 mayor iniciativa y compromiso políticos que los que asumió sin gravísimo riesgo de ruptura interna y truncamiento de su desarrollo. El balance que arroja el «pragmatismo» –que no dudo en calificar de brillante– de Alfonso Etxeberria fue la recomposición de la unidad orgánica (1975), la refundación del sindicato sobre nuevas referencias ideológicas y organizativas y su control por los nuevos cuadros (1976) y, por último, el éxito del desarrollo de una organización que para 1980 se había convertido en la primera sindical vasca, con amplia base afiliativa y representativa, y una sólida estructura organizativa y económica.

Es cierto que, entretanto, se habían difuminado los objetivos de transformación política y social enunciados en el III Congreso y que ELA –que Ayestarán veía convertida en «chiringuito laboralista»– se centró en exceso en «sus cosas», entre las que, en el ámbito político, destacaba la institucionalización del marco propio de relaciones laborales como elemento esencial del autogobierno. Pero, gracias a aquella apuesta por «la primacía de lo sindical sobre lo político», el sindicato había alcanzado el desarrollo que le permitiría ir asumiendo perspectivas y responsabilidades políticas más amplias, como se vería a partir de la década siguiente.

“Cuando Marx visitó Loyola” termina con una telegráfica referencia a la fase de mayor compromiso político que inicia ELA en los 90, con cuya orientación la autora está en radical desacuerdo, como no se recata en dejar claro: «su soledad política» y puede que también «su bagaje neocatólico que le acercaría a algunos posicionamientos políticos del episcopado vasco» son los dos brochazos con los que Estornés explica dicha orientación; ninguna mención de la influencia de los reiterados incumplimientos del Estatuto, sobre todo en las materias más sensibles para ELA, de los problemas en las relaciones intersindicales, de la necesidad de transformar la estrategia reivindicativa para responder a la precarización del mundo del trabajo… La simpleza de lo que parece un pequeño ajuste de cuentas –no es el único que contiene el libro– no empaña el interés del trabajo de Idoia Estornés, que contiene algunos capítulos de indudable utilidad para conocer la ELA de los 60 y los primeros 70.

Bilatu