Mikel Bueno y Gotzon Garmendia
Historiadores

La revolución que conmocionó al mundo

El triunfo de la revolución rusa acontecido hace cien años fue el hecho histórico más transcendental del siglo pasado, ya que influyó, directa o indirectamente, en los acontecimientos socio-políticos más importantes ocurridos a posteriori.

Por primera vez se pusieron las bases, bajo la dirección de Lenin, de un Estado obrero y campesino para conseguir instaurar el modelo de producción socialista y la eliminación del sistema capitalista en Rusia. Se nacionalizaron los medios de producción; se introdujo la educación y sanidad pública y gratuita; y se desarrollaron una gran variedad de derechos sociales y políticos, en donde la igualdad y los derechos de las mujeres alcanzaron cotas que no existían en ningún otro país de aquella época y que aún, a día de hoy, estamos muy lejos de lograr.

Gracias a la planificación socialista, la Unión Soviética (URSS) pasó de ser un país socialmente polarizado y con una estructura económica de carácter preindustrial, durante la primera década del pasado siglo, a ser la segunda potencia económica mundial y la primera en el ámbito espacial –llevando al primer hombre y la primera mujer al espacio– en menos de 50 años. Los impresionantes logros sociales, económicos y científicos se llevaron a cabo a pesar de las agresiones que sufrió el país de los soviets, desde el inicio de la revolución, por parte de la coalición militar liderada por las potencias capitalistas más industrializadas del planeta.

El triunfo revolucionario en Rusia conmocionó al mundo. Por primera vez la alternativa al capitalismo era real y la clase obrera y campesina mundial tenían un referente sobre otro modelo social y económico que respondía a sus aspiraciones. Las potencias democrático-burguesas vieron a la URSS como su mayor enemigo y en este contexto histórico fueron gestándose aquellas opciones ideológicas que, para importantes sectores sociales de los poderes socio-económicos occidentales, pudieran ser útiles para frenar al comunismo, como ocurrió con el fascismo. El auge de los regímenes totalitarios en la Europa capitalista se volvió en contra del modelo de desarrollo demócrata-liberal. La victoria militar de la Unión Soviética sobre el nazi-fascismo supuso un auge de la simpatía hacia la URSS y el comunismo en Europa occidental. La opción probable de que los Partidos Comunistas ganasen las elecciones en varios países europeos tras la Segunda Guerra Mundial (II G.M.), obligó a la burguesía a realizar concesiones a la clase trabajadora que hasta entonces había evitado: debido a la fortaleza del movimiento obrero y al miedo del triunfo revolucionario se creó el «Estado del Bienestar» como freno al «peligro» comunista.

Tras la victoria de la URSS en la II G.M., el mundo se dividió en dos bloques antagónicos. Los regímenes capitalistas intentaron aplastar cualquier movimiento de liberación social y/o nacional porque veían, obsesivamente, la mano de Moscú detrás. Lo cierto es que ni Stalin primero ni Jrushchov después –y mucho menos los burócratas que dirigieron el país hasta su desintegración– estuvieron nunca interesados en que se produjesen revoluciones armadas en ningún lugar del mundo. Ambos dirigentes estaban convencidos de la superioridad moral del socialismo y creían que era cuestión de tiempo que este ganase al capitalismo en su propio terreno. Obviamente erraron en ese diagnóstico. Sin embargo, la Guerra Fría obligó a la URSS a involucrarse en los procesos de liberación de otros pueblos del mundo, lo que devino en un ingente gasto económico que, con el tiempo, le pasó factura. Del mismo modo, la retórica bélica de Estados Unidos forzó a la Unión Soviética a una carrera armamentística que le supuso un gran lastre económico.

La guerra contra el comunismo liderada por las potencias capitalistas provocó que estas financiasen y armasen a regímenes totalitarios y genocidas o a grupos religiosos extremistas, a modo de parapetos ante la expansión de los movimientos de liberación nacional y social. Un ejemplo es el caso de los muyahidines afganos que fueron financiados y armados por el eje EEUU-Israel-Arabia Saudí, con el objetivo de hacer caer al gobierno afgano pro-soviético. Ese mismo eje ha ido actuando desde entonces, siendo Siria el escenario más actual de sus intervenciones.

La desaparición de los países del «socialismo real» europeo, con la caída del Muro de Berlín como símbolo de ese desplome, y la posterior implosión de la URSS, dejaron a la izquierda revolucionaria mundial, y especialmente a la europea, sin uno de los grandes referentes socio-políticos e inmersa en una crisis identitaria en la que aún continua envuelta. La desaparición del enemigo comunista supuso la aceleración en la implantación del sistema neoliberal fortalecido durante la época del presidente norteamericano Reagan y la «dama de hierro» británica Margaret Thatcher, cuyos gobiernos fueron los máximos exponentes de las «terapias de choque» en contra de las conquistas sociales del movimiento obrero y su desmantelamiento como agente efectivo de confrontación. Todo este proceso lo sufrió muy especialmente la población de los antiguos países socialistas, en donde, tras la reimplantación del capitalismo, todos los índices de desarrollo social y humano bajaron bruscamente, ocupando en la actualidad, según el último informe sobre desarrollo humano de las Naciones Unidas (2016), la penúltima posición de los países desarrollados, con enormes diferencias sociales, bolsas de miseria y grandes descensos en la esperanza de vida.

En Europa occidental el avance del neoliberalismo ha conocido distintas fases entre las que cabe destacarse la firma del Tratado de Maastricht en 1992, a partir del cual la población europea hemos ido sufriendo continuos recortes que han ido desmantelando las conquistas de los movimientos sociales, que se materializaron en el «Estado del Bienestar», con la complicidad del conjunto de la socialdemocracia europea que, por otra parte, no sido capaz de diferenciar su discurso y proyecto de la derecha liberal-conservadora.

El ascendente hegemonismo neoliberal se traduce también en el campo de la confrontación ideológica utilizando para ello todos los medios sociales de comunicación a su alcance, como instrumentos de propaganda contra aquellos pueblos que cuestionan su implantación. Son representativos los casos de Ecuador, Bolivia y, especialmente, Venezuela. Este último ejemplo demuestra que el colapso socio-económico al que se quiere someter a Venezuela, desde la victoria de Hugo Chávez en 1998, es una respuesta clara de los centros de poder económico y financiero mundial (Banco Mundial, FMI) así como el militar, a cualquier posibilidad de desarrollo de un sistema alternativo al neoliberalismo.

El triunfo revolucionario en 1917 abrió una nueva etapa para la clase trabajadora mundial, tras el cual se lograron importantes conquistas socio-políticas debido a las luchas sociales y al miedo, por parte de la burguesía, al contagio revolucionario. Cuando las potencias capitalistas perdieron el miedo a la revolución y al movimiento obrero llevaron a cabo una ofensiva contra este con el objetivo de revertir las concesiones realizadas. Si bien esa ofensiva se inició antes de la caída de la URSS, se intensificó y profundizó tras la implosión de la Unión Soviética y la desaparición del llamado «socialismo real». Estas cuestiones no significan que el socialismo, o su fase suprema el comunismo, sean sistemas que se hayan mostrado fracasados ni obsoletos. Lo cierto es que ninguna sociedad ha construido aún el socialismo y mucho menos el comunismo. Lo único que se ha demostrado es que el sistema soviético colapsó debido a factores endógenos y exógenos complejos. Aún hoy se sufren las consecuencias de su desaparición, tanto en cuestiones que afectan en el día a día como en lo que se refiere a la política internacional y a la geopolítica. Los derechos políticos, sociales y económicos solo se pueden lograr con la auto-organización y la lucha popular. La realidad es siempre dialéctica; ante la ausencia de una alternativa al capitalismo, este actúa en su forma más depredadora. Esta es, probablemente, la mayor enseñanza que podemos obtener de la revolución rusa.

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