Sandra Barrenetxea
Socióloga

La tortura situada

Lo primero que me llamaron los guardias civiles que me torturaron fue puta. También me desnudaron, me manosearon y amenazaron con violarme. Me volvieron a llamar puta y me acusaron de acostarme con hombres. Tal y como le acusaron en 1609 a la anciana Graxiana de Barrenetxea, supuesta amante del Diablo.

Y es que, a diferencia de los Monty Phyton, sí, desde hace unos cuatro siglos, aquí sí esperamos a la Inquisición Española.

A pesar de todo, el Estado español, en virtud de los diferentes tratados internacionales en los que toma parte (Cedaw, Pacto Internacional de Derechos Civiles y políticos, Convención contra la tortura…), así como por su propio ordenamiento jurídico (Ley Orgánica 1/2004, Ley Orgánica 6/1984…), tiene la obligación de prevenir y combatir la violencia de género y la discriminación contra las mujeres, así como la prohibición de torturar e infligir tratos o penas crueles y degradantes. Como bien sabemos, este marco legal, en principio garantista, se ha revelado absolutamente insuficiente para prevenir, investigar y castigar los casos de tortura que durante los últimos 40 años han tenido lugar en este país. Las leyes estatales y autonómicas contra la violencia de género tampoco han evitado cientos de muertes y agresiones a mujeres, ni su restitución ni, por supuesto, el abordaje de todas aquellas violencias que, fruto de un sistema que mantiene y legitima la desigualdad de género, se imprimen en nuestros cuerpos y en nuestras vidas.

En el caso de las mujeres, además, la falta de un tratamiento conjunto de ambas temáticas implica la imposibilidad de hacer frente a las realidades específicas que de aquí resultan. Como bien señala Amnistía Internacional, el marco de protección contra la tortura ha ido evolucionando en respuesta a prácticas y situaciones que afectaban principalmente a los hombres. En consecuencia, no se ha conseguido analizar la cuestión desde una perspectiva de género, ni se han tenido en cuenta los efectos de una discriminación arraigada, de unas estructuras de poder patriarcales, heteronormativas y discriminatorias y de estereotipos de género socializados. Así, las mujeres en Euskal Herria somos torturables, por nuestra actividad frente al sistema y por nuestra condición de mujeres, y es en función de esta última que se nos imprime la violencia destinada a castigar el comportamiento fuera de la norma. Frente a la mística de la feminidad y el rol impuesto de buena mujer, madre, limpia, correcta y pura, las mujeres torturadas hemos sido putas, estériles, violables, desconsideradas con nuestras madres e hijos, sucias y feas. Esta es la subjetividad que la tortura crea para nosotras y esta es a su vez, la subjetividad torturable, el cuerpo carente de derechos, de contexto y de norma.

Es innegable que las diferentes leyes por la igualdad y contra la violencia de género han permitido hacer frente desde la institucionalidad y la responsabilidad común a elementos que anteriormente se situaban intencionalmente en el espacio privado. Pero también lo es que su parcialidad, dando luz tan solo sobre algunas formas de violencia que las mujeres vivimos, ensombrece la existencia de muchas otras, ocultando que el problema de fondo es la organización de las relaciones desiguales de poder entre mujeres y hombres.

Por su parte, parece que por fin comienzan a darse tímidos pasos en el abordaje institucional del problema de la tortura en Euskal Herria. La importancia del estudio dirigido por Paco Etxebarria en el reconocimiento de esta práctica como ejercicio sistemático por parte del Estado es innegable. Pero de nuevo resultará parcial si a partir de aquí no se realiza una reflexión acerca de los elementos necesarios para la reparación desde una perspectiva situada, que nos ayude a entender qué consecuencias ha tenido la tortura como dispositivo en el que se entrelazan diferentes elementos de dominación, entre ellos los correspondientes al sistema patriarcal. De esta forma, podremos entender y definir mejor qué tipo de indemnización, restitución, rehabilitación, satisfacción y garantías de no repetición necesitan desde su especificidad las personas que han sido torturadas. Es necesario pues, ampliar el abanico del tipo de violencia machista a la que desde la ley se hace frente, de la misma forma que es imprescindible abordar la tortura desde la especificidad de las personas, los cuerpos y las subjetividades torturadas.

Construir espacios de seguridad y bienestar para las mujeres, reconocer el daño causado y restituir la pérdida es una responsabilidad colectiva que nosotras, las mujeres, ya comenzamos hace tiempo. No dejemos de hacerlo, no dejemos de hacer frente al caleidoscopio de violencias que el sistema patriarcal imprime en nuestros cuerpos, no dejemos de dar pasos. Pero sobre todo, como dice Itziar Ziga, no dejemos de disfrutar de estas vidas que nos hemos ganado a pulso.

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