Iñaki Gil de San Vicente
Pensador marxista

Lucha político sindical contra el desahucio

La muerte por suicidio de Miren Peña, provocado por la situación en la que le había hundido la lógica capitalista que le amenazaba con desahuciarle de su vivienda, plantea reflexiones necesarias siempre y más en estos momentos en los que LAB ha abierto muy oportunamente un debate sobre la problemática sindical. Aquí sólo bosquejamos cuatro de las muchas a debatir.

La primera y la más obvia es la que indica que los desahucios son un arma intimidatoria y represiva de la burguesía contra el pueblo trabajador aplicada desde los inicios del capitalismo como ya dijo Engels en 1845. Sabemos que a comienzos del siglo XX los desahucios se aplicaban contra la clase trabajadora vasca y que en 1903 la reacción de las mujeres de Barakaldo impidió un desahucio y propició una muy nutrida y dura reacción popular. Desde que la crisis entró en una fase nueva en 2007, los desahucios se han multiplicado en Euskal Herria. Por ejemplo, según datos oficiales de Hegoalde en 2013-2014 hubo 2821 desahucios, a casi cuatro por día…


El desahucio es una de las formas más atroces mediante la que se manifiesta la precariedad vital en la que malvive quien sólo tiene su fuerza de trabajo para, mediante su venta por un salario, disponer de condiciones mínimas de existencia. La precariedad en la vida es consustancial a toda persona que depende de la voluntad burguesa para vivir, aunque disponga de un salario alto y relativamente seguro, porque por muchas razones puede ser expulsada al desempleo. Ya en este agujero negro y en el peor de los casos irá agotando sus ahorros hasta que ni las ayudas privadas y públicas puedan evitar la tragedia del desahucio.


Sin una sistemática, paciente y pedagógica tarea de concienciación política, la precariedad vital crea dependencia, angustia, cobardía e insolidaridad, y el desahucio es el arma material y psicológica que impone la obediencia por el miedo, arma contra todo el pueblo trabajador pero destinada especialmente a sus sectores más concienciados, los echados del trabajo por las huelgas, los sobrecargados con multas y embargos, los que no encuentran patrones que les exploten porque ya están fichados, los que saben que sus personas queridas sufrirán penurias si ellas son encarceladas. El suicidio por desahucio o por cualquier otra agresión causada por la crisis, es el asesinato selectivo legalizado e invisibilizado.


La segunda es que esa arma va adaptándose a las transformaciones de la acumulación del capital. En el primer capitalismo, el desahucio suponia la expulsión de la vivienda y de las tierras propias, comunales o mixtas. En el segundo muchas de las viviendas y los economatos, incluso las pocas escuelas e insalubres centros sanitarios eran de la empresa, y en algunos casos del ayuntamiento, de la diputación y de organizaciones de caridad, lo que significaba que el desahucio podía dejar a la familia obrera en la miseria más absoluta. En el tercero el miedo a la fuerza obrera,  a la URSS y al socialismo hizo que la burguesía creara el Estado de menor malestar, o keynesiano, como alternativa pasajera lo más corta posible, y el desahucio casi desapareció. Y el cuarto capitalismo, el actual, quiere volver lo antes posible a la barbarie del primero y segundo, dejando por ahora algunas  concesiones insignificantes de la semibarbarie del tercero, del keynesiano, para aparentar humanidad, y por eso la burguesía dice que va a suavizar la ley de desahucios pero nunca lo hace.


Las cuatro fases diferentes tienen peculiaridades propias incuestionables, pero nos remiten siempre al mismo capitalismo, al igual que el permanente cambio de dentadura nos remite siempre al mismo tiburón. En el arma de los desahucios la dialéctica entre forma y contenido se plasma en el hecho de que primero fue el capital comercial quien expulsaba a los pueblos de sus tierras y aldeas comunales o mixtas; luego fue el capital industrial el que golpeaba con los desahucios de los cuchitriles húmedos e infectos de su propiedad; más tarde fue el capital financiero, el bancario-industrial, el que mediante su Estado keynesiano reguló con tan astuto oportunismo los desahucios y otras agresiones que mucha ex izquierda añora aquél redil; y ahora es el capital especulativo, de los fondo-buitre, que desde el cibercapitalismo ordena expropiaciones masivas y desahucios recurriendo a bancas, cajas y asesorías autóctonas de los pueblos esquilmados, y a sus fuerzas represivas: ¿habría desahucios y expulsión de las y los trabajadores que recuperan las empresas cerradas por la burguesía –otra forma de desahucio–  si no interviniera el brazo armado del capital?


La tercera es que esa arma de terror afecta a mucho más que a la vivienda, afecta al «hogar», en el sentido que este concepto tiene para la antropología. Hemos visto cómo las formas que adquiere el capital  –comercial. Industrial, financiero y especulativo– sólo confirma la existencia de un capitalismo básico en su identidad explotadora de fuerza de trabajo para producir mercancías, lo que le lleva a sucesivos cambios de piel como la culebra. El capital se basa también en la propiedad privada de las fuerzas productivas, al igual que el feudalismo y el esclavismo. Pero la antropogenia, es decir,  la evolución humana a partir de ella misma como parte de la naturaleza y no como creación divina, se ha basado hasta hace muy poco tiempo en el comunismo primitivo, en los «bienes comunes».


Uno de los factores decisivos de la antropogenia es el espacio simbólico-material en el que se reproduce la vida colectiva e individual, se aprende, se disfruta, se intenta racionalizar la muerte y se re-vive a las generaciones pasadas mediante la memoria colectiva que, a su vez, se inserta en la cultura popular como la producción planificada y distribución colectiva de los valores de uso. Eso es el «hogar», tan decisivo para la transmisión de la lengua como el ser comunal que habla por sí mismo. La antropogenia nos ha hecho especie social, comunal, que no gregaria, y esta es una de las razones que explican por qué todos los sistemas explotadores, basados en alguna forma de propiedad privada, han recurrido al desarraigo, al destierro de pueblos rebeldes. Castigos que anunciaban los desahucios actuales. Y explica también las estremecedoras quiebras psicológicas, afectivas y emocionales de quienes sufren semejante inhumanidad, y explica los suicidios. Mitológicamente hablando, el primer desahucio fue el de Eva y Adán, expulsados del paraíso.


Y la cuarta es que el sindicalismo ha de abarcar estas realidades.  A nivel aislado, los desahucios muestran el aumento del empobrecimiento absoluto y relativo y las limitaciones estructurales del sistema de ayuda pública basado en la propiedad capitalista; a nivel social confirma  que la explotación se ejerce también fuera del centro de trabajo, en la cotidianeidad extralaboral en la gran barriada industrial en crisis; a nivel del sistema patriarco-burgués confirma que es la mujer trabajadora la más golpeada por el capital, aunque esté sin empleo; a nivel popular muestra la debilidad relativa del movimiento de lucha contra los desahucios; a nivel de la lucha colectiva indica la urgencia de avanzar en la recuperación de espacios autogestionados con fines socialistas; a nivel institucional indica la incapacidad para plantear medidas radicales que abran el debate sobre la propiedad burguesa y el capital-buitre; a nivel de objetivos históricos descubre qué atrasados estamos en el diseño elemental de la Comuna o Estado euskaldun que sea el «hogar» de nuestra historia hecha futuro.


Hemos citado unas pocas de las implicaciones que tiene el terrorismo del desahucio para el sindicalismo de liberación nacional de clases, pero nos queda la fundamental: sin independencia socialista seremos desahuciados de nuestra propia nación por el capitalismo mundial.

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