Simón Martínez
Licenciado Universidad de Lovaina

Pensando en la República Catalana

Las clases que detentan el poder y disfrutan el «bienestar» tienden a estar reconciliados con su presente y es imposible que creen utopías. Por el contrario, los grupos que tienen conciencia de que su situación es de privación, que viven dominados, son los que miran su presente como un tiempo a ser abolido.

El hombre está habituado a proyectar y construir estructuras, estados nacionales, regionales etc. con carácter definitivo, pero descubren con dolor en el tiempo la  provisionalidad radical de sus creaciones. Esta dialéctica de la vida social está admirablemente reflejada en el mito de la Torre de Babel. En un primer momento se ve a los hombres todos juntos, desplegando una unidad extraordinaria de objetivos, de propósitos y de acción. Construyen la estructura que todos desean y esperan. La convergencia de sus valores y propósitos es la base para la unidad de su lenguaje. Pero súbitamente ya no entienden más los unos a los otros. Los símbolos y las palabras pierden su significado original, los deseos y las acciones comunes llegan a su final y la Torre es abandonada.

Esta es la dinámica de la vida social. Cuando los valores ya no coinciden con las instituciones administrativas y políticas, con los servicios que ellas desempeñan y dispensan a la comunidad, los hombres «emigran», y las sociedades emprenden nuevos caminos, proyectos y modelos organizativos más acordes y ajustados a los intereses y valores de la comunidad.

Cuando la situación es de consenso y hay coincidencia total entre la lógica y la dirección de las instituciones por un lado, y los valores sustentados emocionalmente por otro, decimos que esa sociedad disfruta la estabilidad. Se habla un solo lenguaje y es entendido por todos. El «qué debe hacerse» no se plantea a nivel de conciencia, dado que creen que el modelo de estado en el que vive es el mejor. Esta situación influye en el hombre para pensar que el orden social en que vive es el único orden viable. La posibilidad de otro modelo no existe: no hay lugar para las dudas y menos para el cambio.

Sin embargo la historia no conoce una sola sociedad que haya tenido éxito y capacidad para mantener un estatus permanente, un estado perpetuo de convergencia y coincidencia entre las instituciones, las aspiraciones y los valores humanos. Al final siempre hace acto de presencia la «confusión del lenguaje» y la empresa es abandonada.

Las instituciones y los estados no están libres de contradicciones internas. A pesar de estar planeados, y dotados para lograr determinados resultados, dejan siempre escapes de residuos que socavan su equilibrio. Tarde o temprano hace acto de presencia este fenómeno que inevitablemente plantea la necesidad del cambio. Y esta contradicción interna hace imposible su existencia indefinida en un estado que está enfrentado a los valores y deseos.de una comunidad

Cuando las instituciones del Estado comienzan a exhibir contradicciones internas la sociedad entra en una «situación de crisis» que, en opinión de los analistas más preparados, constituye una de las constantes que mejor definen “«la situación española en los últimos 40 años».

Contrariamente a lo que ocurre con los animales, que están totalmente adaptados a su hábitat, el hombre es un eterno descontento. En el lenguaje sociológico diríamos que nunca está «plenamente socializado». Parece que su vocación fuera la de «eterno emigrante», siempre navegando a nuevos horizontes, a construir nuevos proyectos de vida y organización social.

Los animales viven dentro de la naturaleza. El hombre, en cambio, sufre de una claustrofobia metafísica que le obliga a estar en permanente búsqueda de nuevas salidas.

Mantiene una tendencia casi biológica a construir nuevas «utopías». Y éstas son producto y construcciones de la imaginación y deseos de cambio. A partir de ellas denuncian las carencias de la presente organización de la sociedad-Estado y anuncian la necesidad de salirse de ella y crear otra estructura social integrada por sus valores.

Cuando las comunidades comienzan a protestar, a contestar, a idear y crear nuevos modelos de organización, nos encontramos ante algo que es cierto, seguro y objetivo: las instituciones dominadoras no son aceptadas como englobadoras de los valores reales de la masa social; existe un desfase radical entre unas y otras; éstas ya no tienen capacidad de ajuste y contenido para mantener a los hombres juntos. Y las múltiples «utopías» que aparecen son signo claro de que se ha llegado a un momento, no sólo de crisis, sino de «ruptura».

La utopía no es sólo algo serio, sino algo necesario y consustancial al hombre, y es muy distinto de lo «fantástico» o de la mera ilusión. La utopía tiene un arranque en lo biológico del ser humano y constituye la fuerza motriz necesaria a la acción del hombre si no quiere abandonarse a una situación estática, inmóvil. Ha escrito el filósofo y sociólogo del realismo Emilio Durkhein que «una sociedad no puede crearse ni recrearse a sí misma sin, al mismo tiempo, crear un ideal y luchar por él».

Esta estructura de los valores, aspiraciones y esfuerzos que orienta la actividad del hombre es lo que llamamos «utopía».

Las clases que detentan el poder y disfrutan el «bienestar» tienden a estar reconciliados con su presente y es imposible que creen utopías. Por el contrario, los grupos que tienen conciencia de que su situación es de privación, que viven dominados, son los que miran su presente como un tiempo a ser abolido. Podríamos decir que la mentalidad utópica aparece siempre cuando un grupo ha decidido «emigrar» del presente. Cuando aparece la mentalidad utópica podemos estar seguros de que ha llegado el momento de la ruptura con el sistema imperante. Más aún, cuando el hombre construye utopías está ya en el proceso de crear un nuevo orden social.

En el espacio real de la vida de un estado central despótico, corrompido, depredador de bienes, de propiedades y del dinero público, con un sistema social, por otra parte, que no respeta en su actuación política derechos humanos universales, libertades básicas, proyectos de futuro, valores culturales, etc., de las llamadas «Comunidades Autonómicas», es normal que aparezca con toda fuerza la «utopía de la República Catalana», que seguramente, en un segundo embate triunfará por completo, logrará el reconocimiento universal y, además, abrirá las puertas de salida para otras comunidades nacionales.

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