Bittor de Prado

Regateo colectivo

En todos los momentos de la vida de cualquier artículo, desde la adquisición por el usuario hasta su colapso, así como en toda la cadena de producción de ese artículo, desde la obtención de su materia prima hasta su venta, solamente hay un momento, un punto, en el que la clase obrera tiene el control. Un sólo eslabón en el que el proletario es vendedor, vende algo, en el que es la clase trabajadora la que vende. No es baladí.

Oigo hablar de negociación colectiva, cada día, por uno u otro motivo, por una u otra causa. Pero lejos de aclararme, cada día me enturbio más, las dudas no sedimentan y más posos se levantan.

Cuando empecé a trabajar, de chaval, tenía súper-híper-mega-claro lo de la lucha de clases y a qué obedecería esto de la negociación colectiva. Qué bonita teoría, ahora veo los hechos. Pero lejos de ser ciencia, la teoría se desploma y me parece que nos vacilan.

Cada vez que hay una huelga o previsiones de ella, sea por la estiba, las residencias o los geriátricos, por los profes o los controladores, sea por el metro o la basura, sea por los taxis o el transporte, los autobuses urbanos o los aeropuertos, los alimentos, la construcción o el entretenimiento; sea en la empresa o sector que sea, los medios de comunicación o mass media, claramente al servicio del capital o al servicio del sistema, siempre miran al mismo sitio y ponen el acento en los perjuicios que ocasionan a la sociedad dichas huelgas, en lugar de ponerlo en los motivos que conducen a ellas.

Cada vez que en una empresa o sector ejercen su cada vez más limitado derecho a la huelga (lo de los servicios mínimos da para otro artículo), la sociedad o el resto de la ciudadanía ve coartada su libertad y se dice secuestrada. Esta es la versión oficializada.

Pero aunque así sea, esto solo es una consecuencia del problema y los problemas se solucionan yendo a la raíz.

No obstante, lo que con ello se busca y consigue es que el sector en concreto se vea aislado y presionado por dos frentes, por la patronal y por el resto de la sociedad, que incluye a sus familiares. Se olvida con facilidad que tarde o temprano pasará cada sector por la misma circunstancia y que entonces, como ahora, estaremos en soledad.

Se nos aplica el «divide y vencerás» con tremenda eficacia. Y todo esto se hace mientras dure la dichosa negociación colectiva, con el ánimo de facilitar la asunción por parte de los trabajadores de peores condiciones laborales de las que la dignidad humana exige o requiere. Se emplea el juego sucio, pero vaya si funciona.

Si atendemos a la definición y a la intención que, dice la Organización Internacional del Trabajo (OIT), tiene la negociación colectiva, ésta se considera un derecho fundamental (a saber para quién) adoptado o establecido en 1998.

Según esa organización, ésta negociación es un mecanismo a través del cual se pueden convenir salarios justos y condiciones de trabajo adecuadas, que constituye, además, la base del mantenimiento de buenas relaciones laborales. Su objetivo es, dice, el de establecer un convenio colectivo en el que se regulen las condiciones de empleo de un determinado grupo de trabajadores, en lo que a salarios, tiempos de trabajo, formación y capacitación profesional, seguridad y salud en el trabajo e igualdad de trato se refieren.

Y yo me pregunto porqué. O más bien, por qué solo en este tema, por qué sí aquí.

Porque si se plantea con otro punto de vista, con otro enfoque, apenas se entiende.

Veámoslo, por ejemplo, como si de un artículo de consumo más se tratara, como uno más de los ahora en boga mercados. Veámoslo como una cosa más de todas las que compramos.

Compramos vivienda. Compramos su mantenimiento y sus arreglos. Compramos su alimentación: su agua, su luz y su gas. Compramos vehículo, su mantenimiento y sus reparaciones de taller. Compramos su alimentación: su gasolina o gasoil, sus baterías o su luz. Compramos nuestra ropa. Compramos nuestro aire y alimento, nuestra agua y educación. Compramos nuestra recogida de basuras, nuestros teléfonos y nuestras dentaduras. Compramos todo tipo de tareas, compramos lo que sea. Desde lo más importante hasta la más menuda mierda. Compramos la policía, el ejército y la monarquía; los jueces, el gobierno, el senado y el congreso. Compramos por quitarnos y hasta por coger peso.

Compramos necesidades, pero también nimiedades. Y por todo pagamos, eso sí.

Todo se paga y nada de eso se negocia. Todo tiene un precio y quien no llega se queda con las ganas. Cueste lo que cueste, es lo que vale: o eso o nada. Con mucho, se regatea. No se pregunta al que compra, no se nos consulta, a qué precio queremos pagarlo; sea pan o lo más extravagante. Vale tanto, y punto.

En todos los momentos de la vida de cualquier artículo, desde la adquisición por el usuario hasta su colapso, así como en toda la cadena de producción de ese artículo, desde la obtención de su materia prima hasta su venta, solamente hay un momento, un punto, en el que la clase obrera tiene el control. Un sólo eslabón en el que el proletario es vendedor, vende algo, en el que es la clase trabajadora la que vende. No es baladí.

Vendemos nuestro trabajo; tiempo o mano de obra digamos, dado que en el resto de ocasiones somos compradores y compramos.

Sin embargo somos inconscientes de que algo vendemos, o no sabemos venderlo y somos malos vendedores. No sabemos qué es ser vendedor y desconocemos el poder o control que tenemos. Y bastaría con observar y recapacitar sobre cómo actúa el vendedor mientras somos compradores, cuando es el empresario o patrón quién tiene el control. Cada cosa cuesta tanto, pero ellos fijan otro precio.

Fijan ese precio en base a sus cosas, a sus movidas. En base a los costes de producción, a las plusvalías; a los rendimientos, beneficios, operaciones bursátiles, opas, acciones y especulaciones. En base a razones pero también elucubraciones.

Sea como sea, con el que compra no hay negociación y por nada se nos pregunta.

Resulta paradójico que para una vez que vendemos algo, sea la única que hay que negociar el precio con el comprador, ya que aquí sí hay normas al respecto. Y, casualidad o no, también resulta paradójico que sea el único momento en que es el empresario el que ha de comprar.

No solo tenemos que escuchar sus ofertas, sino que debemos aceptarlas casi sin rechistar, hasta el punto de que es el comprador más que el vendedor quién, en definitiva, pone el precio al artículo, a nuestro trabajo, a nuestro tiempo o mano de obra en este caso.

¿No debería ser la negociación colectiva, en todo caso, única y exclusivamente entre trabajadores? Digamos del sector. En plan, «¿Cuánto queremos cobrar por nuestro tiempo y/o trabajo?».

Como ellos, en base a nuestras movidas. En base a lo que aspiramos en la vida y a su coste. En base a los beneficios que queremos, o que queramos, como ellos, que si para la casa, para los hijos, para el coche, o para los vicios y las vacaciones. Que si cuántas necesitamos, por salud mental y corporal, por re-conciliación familiar, o porque no tenemos prisa por producir hasta acabar con el planeta, pues no hay a dónde ir.

Negociar, a nivel global, cuánto nos han de pagar si nuestro producto, el tiempo, quieren adquirir. Negociar, en el sector, por cuánto nos han de comprar. Negociar, entre currelas, no solo lo que cuesta sino lo que la mano de obra vale.

Y luego decir: «Tanto vale, y punto».

Como el resto, ¿no debería esto también ser así?

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