Iñaki Egaña
Historiador

Relato diferido

Desde que en 2002 un informante en Zaldibia diera aviso de la existencia de una fosa común con los restos de dos milicianos ejecutados en retaguardia por franquistas, la recuperación de desaparecidos y sus exhumaciones siguen conmocionándonos con una cadencia que sorprende.

Al poco de la muerte del dictador en 1975, se abrieron diversas iniciativas, en especial en Nafarroa, que lograron recuperar los restos de varios cientos de ejecutados, en ese gran cementerio bajo la luna que fue y es el Viejo Reino, como escribiría Bernanos.

Nada menos que el 8% de la población navarra que no había votado a las derechas en 1936 fue borrada literalmente del mapa, fusilada, violentada cuando no violada, arrojada a escombreras o agujeros preparados para evitar los camposantos santificados por una iglesia que alentaba la masacre.

Llegó el golpe de Estado de febrero de 1981, a la mayoría de cuyos autores la historia oficial exime de responsabilidad, en especial a guardia civiles, y aquellas iniciativas pioneras de investigaciones y exhumaciones se desvanecieron. Por temor. Por terror.

Hasta 2002. Si entonces, ahora 14 años, me hubieran preguntado por el recorrido de aquellas segundas iniciativas jamás hubiera supuesto que en 2016 andaríamos aún abriendo fosas, atendiendo todavía a hijos y nietos sobre el destino de los suyos. Han pasado casi 80 años desde que se iniciara una razia étnica e ideológica que llevó a la hegemonía del fascismo en el sur de nuestro país. Muchos años para provocar un interés en quienes nacieron lejos de aquella tragedia.

Ocho décadas que son casi una eternidad, vista la velocidad de crucero en la que se ha embarcado nuestro barco colectivo. Ocho décadas, tres-cuatro generaciones suficientes en la mayoría de los casos para romper con los recuerdos más traumáticos del pasado. Y, sin embargo, la razia franquista nos acompaña con un eco sostenido, como ese que dice proceder del fondo del universo.

Un eco que tiene sus relatos en diversos escenarios de nuestro país. En Larrabetzu hace unas semanas fueron recuperados los restos de Ramón Portilla, combatiente de un batallón de gallegos anarquistas que habían formado, solidariamente, su propio grupo del Ejército vasco, el Celta.

Más recientemente, en Olabe, los restos de 14 aún desconocidos, ejecutados fríamente cuando abandonaron en aquella espectacular fuga la prisión del fuerte de San Cristóbal, en Ezkaba, diseñada especialmente para empeorar la salud de los que padecían afecciones respiratorias.

No me cabe duda que en los próximos meses, en los próximos años, seguirán las exhumaciones, se animarán nuevas familias a preguntar el destino de los suyos, saldrán del armario historias escalofriantes que nos ayudarán a comprender un poco más la naturaleza de aquel sistema que echó a dos generaciones vascas al cubo de la basura.

Soy consciente, asimismo, que mientras esto ocurre, mientras estas viejas novedades alteran el ritmo de vecinos, familias, nietos, barrios o comunidades, otra gran parte de la sociedad apenas sabe de semejantes emociones. Una parte de la sociedad que desconoce si estamos hablando de Franco o Napoleón, de Suárez o Azaña, de rojos o azules. Una parte de la sociedad cuya mayor preocupación reside en la última tendencia del corte de pelo de su estrella futbolística o en los cambios de pareja del reality show de moda.

Pero no es esta parte del rebaño la que me sorprende, sino la anteriormente citada. ¿Por qué 80 años después seguimos con un interés tan intenso sobre nuestra generación que vivió los tiempos más lóbregos del siglo XX? ¿Por qué en vez de investigar la materia oscura, el genoma del txakoli, o los algoritmos del IPC nos (des)conforta el destino de nuestros antepasados?

Las respuestas están en las dinámicas populares. Es evidente que no ha existido un impulso institucional, sino que ha sido al revés. No ha sido la Academia hispana de la Historia la que ha puesto todo patas arriba. Desde lo popular se ha llegado al compromiso institucional. Numerosas dinámicas populares, relacionadas con la historia además, en tiempos de desmovilización. El mérito es mayor aún. Porque va contracorriente.

Hay otra razón que, entre las múltiples, me gustaría destacar. Investigaciones y exhumaciones de las víctimas del franquismo criminal vienen a desmontar la que ha sido verdad única. El húmero destrozado por un culatazo, la fosa repleta de testigos mudos de la tragedia, las familias al borde de la trinchera, la noticia misma… nos gritan que la mayoría de lo que nos han contado era una gran mentira. Lo que nos han contado los patriarcas de la información, los académicos de la historia, los políticos del terror.

Las exhumaciones, las iniciativas populares nos devuelven al relato original, aquel que nos hurtaron durante décadas. Y el éxito de ese recuerdo permanente e interés por recuperar e identificar a las víctimas del franquismo criminal tiene que ver con el ansia de verdad que tiene, que necesita nuestro pueblo.

Creo que esa es la clave. Es previsible anunciar el futuro, aunque en esta ocasión se trate de un pedazo, un gran pedazo de nuestro pasado. Llevamos quince años inmersos en descubrir ese pasado que nos han negado, en alentar soplos de vida a los muertos que nos robaron y, sin embargo, esto no ha hecho sino comenzar.

Porque la reclamación del relato de la verdad, el mismo que hoy nos siguen negando en referencias a épocas más cercanas, es una ola imparable que penetra desde el fondo de nuestra naturaleza colectiva. Lo que nos han hecho, lo que nos hicieron a nuestros antepasados de ayer y de anteayer refuerza precisamente nuestro sentimiento de comunidad de hoy.

Este tsunami contemporáneo aporta, asimismo, una gran novedad. Su contraste con los protagonistas, el empuje de quienes sufrieron los efectos de esa maquina apisonadora identificada como terrorismo de Estado. Algo que, cuando nos referimos a crónicas lejanas brilla por su ausencia, por razones biológicas.

Y que, en los tiempos que nos tocará vivir, no será así. Porque, como señalaba, seguirán las exhumaciones de aquellos cientos de jóvenes que fueron ejecutados con las manos atadas en la espalda, que fueron obligados a cavar su tumba antes de recibir el tiro de gracia, que sufrieron después de muertos todo tipo de humillaciones a través de medios de comunicación (propaganda) que aún hoy destilan su arrogancia.

Seguirán porque en esa «batalla del relato» inventada y escenificada por los modernos falangistas, los perdedores tienen ya nombre y apellido: los verdugos, el franquismo, la mentira. Y, como la vida es una cascada, un torrente que no deja de fluir, la continuidad nos va a trasladar golpe a golpe hasta el presente.

Porque el hambre de verdad es imparable. No sólo por conocer los rostros imaginarios y la fosa a la que fueron arrojados aquellas y aquellos que nos precedieron y jamás conocimos, sino porque queremos conocer, asimismo, los semblantes reales del resto. Desde entonces hasta ayer.

De ese resto que se acerca emocionadamente hasta nuestros días. Desaparecidos algunos también, torturados por miles, violadas en sede oficial, discriminadas por razón de género, ejecutados extrajudicialmente, negados en sus derechos civiles, detenidos arbitrariamente bajo leyes injustas, clasificados por jueces parciales...

Un relato multifacético que, aunque llegue en diferido como el del franquismo criminal, está a la vuelta de la esquina. Alentado por el ansia de conocer la verdad, auspiciado por la falta de credibilidad de esos estados de naturaleza embustera.

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