Julen Zabalo y Txoli Mateos
Profesor y ex profesora de la UPV/EHU

¿Revolución o transformación?

¿Podríamos decir que el término revolución está agotado? Así lo podríamos afirmar si nos atenemos estrictamente al modelo clásico.

En el vocabulario utilizado por la izquierda occidental, se ha venido denominando revolución a un cambio drástico, corto en el tiempo y relativamente violento, que tiene como modelo por excelencia a la llamada revolución bolchevique, liderada por Lenin en 1917. Se plantea especialmente en el campo de la política, porque las ideas del momento imaginaban el cambio social intrínsecamente unido a los cambios en la estructura política y económica, y entendían que el conflicto fundamental de la sociedad era el expresado en la lucha de clases.

En este modelo, de gran repercusión a escala mundial, la revolución se planteaba de una manera vertical, valga el término, liderada por un partido político que se erigía en vanguardia del proceso, y que, tras un análisis objetivo y científico de la situación social, buscaba apropiarse del poder político, y así incidir en la estructura económica, verdadera clave de las desigualdades. Si bien es cierto que la teoría y práctica socialista y anarquista del momento mostraban una dimensión moral, la construcción de lo que se denominaba el Nuevo Hombre se veía generalmente como un logro a más largo plazo, posterior a la revolución, y consecuencia del nuevo orden social.

Pero a lo largo del siglo XX comenzaron a hacerse patentes las carencias de dicho modelo. Los pueblos colonizados, las mujeres sometidas y discriminadas, las naciones oprimidas y la preocupación ecologista por el funcionamiento desarrollista, entre otras, fueron una fuente incesante de insatisfacción y de crítica al modelo revolucionario y a la filosofía que lo sustentaba. De esta crítica fueron surgiendo nuevas líneas de trabajo y análisis de la realidad social, y el pensamiento de izquierdas se fue poco a poco complejizando, en la medida en que acogía las nuevas preocupaciones. De aquí se han derivado tres importantes consecuencias para la actualidad.

La primera es la diversificación del pensamiento: ya no hablamos sólo de los problemas del proletariado. No se puede entender ser de izquierdas y no ser sensible, por ejemplo, a las reivindicaciones feministas, ecologistas o identitarias, las cuales no sólo afectan al proletariado.

La segunda es la subjetivización de las reivindicaciones: ya no se trata tanto de hacer un análisis lo más científico posible de las condiciones objetivas necesarias para el cambio; sino que el cambio se vive más como una necesidad vital, un sentimiento relacionado, normalmente, con alguna identidad de grupo.

Y la tercera se refiere al momento de la revolución: ya no existe un día D para el cambio. Más que de revolución, se habla de transformación, de un proceso largo, continuado, complejo.

Es decir, en la tendencia actual, las reivindicaciones de izquierda ya no afectan sólo a las estructuras políticas y económicas, sino a toda la vida cotidiana del individuo moderno, a su forma de sentir, pensar y actuar. Las reivindicaciones se convierten en transversales: yo no puedo pertenecer a un sindicato de izquierdas en mi puesto de trabajo y a la vez ser insensible a las reivindicaciones ecologistas que se suceden en mi pueblo. Y la falta de coherencia en este sentido puede acarrear una dura reprobación o rechazo en alguno de los ámbitos de la vida de las personas.

Entendido de esta forma subjetiva y vivencial, el deseo de objetividad científica pasa a segundo plano. Gran parte de las reivindicaciones sólo cobran sentido en la medida en que la identidad individual y de grupo se fortalece. ¿Cómo puede existir un movimiento feminista capaz de incidir en el funcionamiento de las instituciones sin que haya mujeres que sean conscientes de su identidad como tal? Aunque la desigualdad sea un hecho objetivo, demostrable científicamente, la transformación que se busca no es sólo estructural, por ejemplo del mercado de trabajo, sino que intenta llegar al terreno más íntimo de la idiosincrasia de la mujer: apela al orgullo de ser mujer, a su autonomía por encima del grupo para tomar decisiones en torno a su cuerpo, a su complicidad con las otras mujeres, por tener su misma identidad, independientemente del puesto que ocupen en la escala social o política.

¿Cómo, entonces, hablar de vanguardias, si proponemos una transformación gradual de toda la sociedad? La transformación que nos imaginamos los individuos de izquierda en las sociedades actuales está basada en un proceso democrático, horizontal y participativo, y ello no combina bien con lo que fue el fundamento de la revolución socialista clásica: bien pensada y dirigida verticalmente por una vanguardia popular que hacía uso de la violencia revolucionaria. Hoy en día, el concepto de democracia ocupa un protagonismo totalmente impensable hace sólo unas décadas. Se puede matizar o exigir que la democracia sea más profunda, más fuerte; se puede pedir que exista una verdadera democracia…, pero todo gira en torno a este concepto, y todas nuestras reivindicaciones hacen uso de él.

En esta búsqueda de la transformación gradual de la forma de pensar de toda la sociedad, ¿podríamos decir que el término revolución está agotado? Así lo podríamos afirmar si nos atenemos estrictamente al modelo clásico de 1917, pero también son ciertas sus resonancias épicas y simbólicas para la izquierda. Es evidente, por tanto, que la pervivencia real del concepto revolución debería pasar obligatoriamente por una redefinición y adecuación a los tiempos actuales.

Pero por otra parte, ¿podríamos decir que el término transformación resume plenamente el sentir izquierdista actual? En nuestra opinión, para que así fuera, necesitaría resolver algunos problemas que surgen de su teoría democrática, horizontal y participativa. Dos especialmente. El primero, ¿es posible aplicar una visión global, ordenada y escalonada de los objetivos a conseguir, sin que cada movimiento exija constantemente la totalidad de sus reivindicaciones? El segundo, ¿es posible aplicar un análisis objetivo que coordine el conjunto de luchas identitarias subjetivas, siempre con el funcionamiento democrático como norte y guía de actuación?

Lo cierto es que todos los movimientos sociales están convencidos de que la problemática que ellos plantean debería tener prioridad en la escena política. Como resulta lógico, el feminismo, el ecologismo, el movimiento euskaltzale, o cualquier otro movimiento, viven con especial intensidad los problemas que afectan a su ámbito de actuación, por lo que tienden a pensar que «se debería hacer más», «dar pasos más decididos» por encima de análisis de coyuntura y  acuerdos institucionales o políticos. Ello es así porque el actual pensamiento movimentista de izquierda tiende a sumar problemáticas y reivindicaciones, dado que, ya lo hemos dicho, no podemos ser insensibles a alguna reivindicación. ¿Pero podemos objetivizar de alguna manera esta suma de subjetividades? ¿Podemos pensar en términos de operatividad? Y si fuera posible, una tercera gran pregunta es ¿quién es el encargado de dinamizar o conducir este debate?

Uno de los grandes riesgos de las formas de hacer de la izquierda actual podría ser la autocomplacencia vital: sentirse bien con lo que hacemos, con la forma en que vivimos, pero sin intentar realmente incidir en la forma de pensar del resto de la población, algo que incluso nos puede resultar pesado, cansino o hasta desdeñable.

Es necesario reflexionar. Es necesaria una mínima reflexión intra-grupos, una mínima coordinación y alguna instancia con la legitimidad necesaria para marcar puntos de encuentro y prioridades. De otra manera, la transformación de la que hablábamos difícilmente tendrá consecuencias en  la vida política de nuestra sociedad.

(una versión más extensa de este artículo, en euskera, se podrá encontrar próximamente en la página web de Iratzar Fundazioa)

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