Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Romero Robledo o lo español

Lo que acabo de describir sobre ese espíritu atrabiliario ajeno a toda razón o proyecto progresista, determinó lo que entiendo genuinamente como «lo español», horror de toda innovación o adelanto; una mezcla de cortedad intelectual, visión áspera de la vida e incapacidad para la evolución.

Empecemos siglos atrás del «pollo de Antequera» en la búsqueda de «lo español». El obsesivo espíritu, violento y destructor de Isabel de Castilla, mantenida viciosamente en la historia como Isabel la Católica, sigue impregnando el proceso de poderes confusos que ha impedido toda modernidad en España. Una España creada deprisa por mentes pobres y recosida luego permanentemente con retazos ideológicos absurdos. Aquella reina determinó para siempre, o al menos para siglos, lo que habría de ser España. Mas para redondear esta tormentosa idiosincrasia, amasada sin levadura de progreso, España encontró al albur un imperio del que nunca supo qué hacer y que la embarcó paradójicamente en una ruina continuada que no pudieron superar, siglos después, dos repúblicas ambiciosas, la primera de objetivo político y la segunda de carácter social.

Lo que acabo de describir sobre ese espíritu atrabiliario ajeno a toda razón o proyecto progresista, determinó lo que entiendo genuinamente como «lo español», horror de toda innovación o adelanto; una mezcla de cortedad intelectual, visión áspera de la vida e incapacidad para la evolución. Por su parte la potente y catequística iglesia española, palaciega y regalista, fue siempre un soporte muy valioso para estas administraciones absolutistas carentes de una dimensión seria de gobierno y dedicadas exclusivamente a su propia subsistencia. Todo esto ha producido un país donde la nación es un parto permanente del Estado, precavido siempre en armas frente a un conjunto de pueblos incompatibles entre sí. Los alzamientos internos habidos en el siglo XVIII contra «lo español» sustanciado en la Corona manifiestan la artificialidad de España como conjunto maduro. Desde ese siglo España ha vivido de remiendos, casi siempre militares, a los que han denominado ampulosamente «transiciones» hacia un nuevo espíritu. Tres han sido las transiciones, caracterizadas las tres por su inconsistencia: la intentada por las Cortes de Cádiz, la gran mentira parlamentaria que acabó en una reiterada adhesión al rey absolutista; la ideada escandalosamente tras la muerte de Franco y la prometida ahora, teñida de un golpismo postfranquista por una élite siempre en posesión de una maquinaria violenta. Tres transiciones que acabaron –la última está en el telar– en tres contubernios autoritarios que han empeorado más la vieja tradición facciosa de España, que consiste en moverse con frecuencia pero de un modo circular con resultado cero, lo que mantiene cerrado el anillo de la innovación; anillo en el que siempre quedan encarcelados los disidentes, los neutralizados con cien expedientes singulares y los exiliados por interpretar libremente «la libertad».

El honesto observador de la historia siempre queda sorprendido por la indiferencia con que el mundo occidental contempla la continuada batahola en el Estado español. España nace y renace de cesárea y muere y remuere de infarto, pero siempre abandonada a si misma El despegado trato que el entorno europeo da al embrollo hispánico es como si España fuera, aparte de una hucha, un puro muestrario para subrayar lo que una comunidad seria no debe protagonizar nunca: guerras civiles, corrupciones a cielo abierto, violencias políticas o sociales o cualquier proceso castrante de la civilidad. Esta consideración del irreparable desequilibrio español es lo que, creo, aleja a las minorías circundantes de España a intervenir en tales desórdenes, condenarlos severamente o disponer una ayuda seria para remontarlos a fin de superar penalidades y exilios, estos últimos tal vez desconocidos u olvidados ya en el marco europeo. Evidentemente la sensación de vivir sobre un suelo irremediablemente sísmico es lo que hace que Catalunya y Euskadi, dos sociedades maduras, rechacen históricamente su engarce español.

La Transición que proponen ahora algunas formaciones con su pretendida reforma constitucional es una vaciedad más de lo español. Lo único que pretenden esas formaciones no es la ilustración de España sino simplemente la derrota del Sr. Rajoy, que parece que lleva un chicle en el zapato.

Rajoy es un personaje que me recuerda mucho a un reaccionario absoluto de las postrimerías del siglo XIX, Francisco Romero Robledo, «zapador» desde el Ministerio de la Gobernación de las elecciones que hicieron los presidentes de la Restauración. La única diferencia entre Romero Robledo y Rajoy consiste en que el «pollo antequerano» era «un homme à femmes» mientras Rajoy no parece haber pisado nunca esa línea roja. En lo demás parecen ambos fabricados con las mismas picardías, descaros y adicción al poder, que el actual jefe del Gobierno de Madrid disfruta con toda la decisión dominical de un propietario romano. De Romero Robledo escribe Valero Ortega, que en las elecciones de 1879, destinadas a reponer el voto censitario para suprimir el voto universal que tantos trabajos había costado establecer –esto es, España volvía tener solamente 874.000 electores de calidad– el ministro de la Gobernación, que era Romero Robledo, creó las «Escuadras Volantes», que «aterrizaban en un distrito electoral y sustituían en el voto a los electores ausentes o fallecidos». Por ahora Rajoy no usa métodos tan evidentes, pero sí se propone algo equivalente al dejar vacíos en el Parlament de Catalunya los escaños de electos nacionalistas que estén procesados, en la cárcel, en el exilio o insistan en el derecho de los catalanes a su independencia, con lo que la Generalitat desaparecería en las fauces de Madrid. Si mis lectores me quieren confeso les diré que me parece más «decente» votar por un muerto que dejar sin representación a un ciudadano mediante el apremio político a los tribunales o el empleo de la Guardia Civil. Esto último calcina la moral de toda una nación.

En estos momentos siento en mí la lacerante respiración dictatorial de Romero Robledo, explotador de cubanos en su hacienda azucarera y negrero por familia, que pronunció este discurso ahora otra vez actual en su espíritu profundo: «Combatí el sufragio universal y lo haré siempre porque lo considero tiranía y enemigo de la libertad, ya que es una función política que exige condiciones de capacidad que no tienen ciertamente aquellos que al depositar una papeleta en la urna no saben lo que hacen…, no tienen la cultura ni  la inteligencia suficiente para ocuparse de los intereses públicos, ni para comprender la conveniencia de que los negocios del Estado lleven esta o la otra dirección».

A la vista de lo leído y ante lo que sucede en España y haciendo todas las reservas de forma histórica, yo me pregunto: ¿la amortización de la vida parlamentaria en pleno, la reclusión de los diputados en las comisiones al fin dormidas, las largas ausencias de los dirigentes ante la calle, la criminalización de las ideas concebidas por la ciudadanía o en instituciones invalidadas caprichosamente, la cesión de la soberanía a poderes cada vez más altos y lejanos, el odio a la figura democrática del referéndum; en fin, todo eso ¿no apesta en el fondo a Romero Robledo? Su espíritu profundo parece pervivir en la putrefacta derecha y en la dimitida izquierda que hace de las ideas «progresistas» una pura retórica de autocomplacencia ¿No huele todo esto a velatorio por un mundo que lleva más de cien años muerto? Se procede de distinta forma en las apariencias, pero escarbemos en el fondo de nuestra realidad política y social y concluyamos que lo que ahora llamamos soberanía popular no es más que una adhesión que enviamos a Romero Robledo. ¿Qué reformarán de la Constitución? ¿En qué acabará lo de Catalunya?

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